Siempre quise ser jefe. Jefe de algo,
de lo que sea, pero, eso sí, que se note. No me vale estar en una ventanilla de
una Oficina de Correos despachando sellos o enviando giros, ni ser portero de
una finca, aunque a pesar de todo, en cualquiera de ambos casos, tendría algún
margen para ejercer la autoridad que me haya sido conferida para desempeñar
esos cargos. De portero, aun humillándome que algún vecino pueda abusar de mí y
encargarme tareas indebidas, puedo en alguna medida tomar decisiones que le
impliquen, y no tendrá más remedio que obedecerme, como en ciertas tareas
colectivas ordenadas por la Comunidad. En la Oficina de Correos, podía
ingeniármelas para complicar el pago de los sellos o los giros a los clientes y
algunas minucias por el estilo, a las que no tendrán otra solución que obedecer.
Pero yo siempre he querido ser
capitán, esa figura paradigmática de las unidades militares, cuyo jefe goza de
cierto prestigio y es además un hombre joven, que puede imponer directamente su
voluntad a muchos otros a sus órdenes. Claro que no sé muy bien como podría
llegar a serlo, porque soy bastante cobarde, lo reconozco, y además me cuesta
mucho tomar una decisión, pues evalúo en exceso todas las opciones que se me
presentan. En ocasiones de bastante stress o simplemente complicadas, no es
infrecuente que me haga pis encima, dando así salida a la tensión interna, pero
supongo que tal cosa no es presentable en un oficial arengando a las tropas
antes del combate, pues es más que posible que la evidencia en el pantalón, me
pondría en una situación bastante humillante. Por otro lado, soy una persona
con muchas inquietudes intelectuales, que se pregunta con frecuencia el por qué
de las cosas, y no creo que esto sea algo práctico en un lugar dónde, una vez
tomada una decisión, no queda otra opción que cumplirla o atenerse a sufrir
graves problemas de inmediato. Mi madre, incluso llega a decirme que más que
una persona con inquietudes, soy una “persona delicada” (de hecho, ella me dice
“un ser delicado”) , lo que me acarrearía problemas cuando debiera actuar con
rigor o reprender con severidad a un inferior, pues mi tendencia habitual es a
ser amable y a ni siquiera levantar la voz.
Estoy por tanto indeciso, aunque mi
padre me anima y dice que me vendrá bien, porque la milicia es una forja de
caracteres, y en mi caso está seguro que me daría la seguridad y templanza que
necesito. Yo quisiera complacerle, de verdad, y es por eso que, como dije al
principio, lo que más deseo es mandar a otros, y que en el comportamiento de
estos, se haga visible mi liderazgo por la celeridad con la que cumplen mis
órdenes y el empeño que ponen en llevarlas a buen término. No ocultaré que el
hecho de lucir un uniforme que me identifique y me distinga, forma también
parte de mi deseo. Ese prestigio indudable que me concederá una indumentaria
llamativa y unos distintivos, ya sean estrellas o estachas, que suscitan en
quien los ve, el respeto por quien
consideran una autoridad en el sentido más auténtico de la palabra. Si a esto se
le añade la gorra, el sable y demás aditamentos que confiere el grado
alcanzado, creo que tendría todo el sentido que una persona timorata como yo,
se sintiera orgulloso e investido de una suerte de poder, que por otro lado es
muy frecuente en el reino animal, y por lo tanto, natural, a pesar de haya
quien se obstina en hacer ver que no son sino elementos de presunción, con la
finalidad exclusiva de infundir respeto e incluso miedo. Pero yo, como ya quedo
dicho más arriba, soy un adolescente sensible y preocupado por el desarrollo de
las capacidades humanas, léase, por ejemplo, la cultura y la educación, y creo
por lo tanto que tengo un bagaje suficiente para ser considerado en el futuro,
si llego a ser capitán, como un oficial ilustrado, con independencia de que en
determinadas ocasiones sea partidario de declarar la guerra al enemigo, y del
uso racional de las armas de fuego. Se lo debo sobre todo a mi padre, que
sabiendo que yo era un niño quizás excesivamente pegado a las faldas de mamá,
enseguida intento apartar de mi toda veleidad indebida, y trato de imbuirme los
valores del boy scout, llevándome a campamentos y marchas con chicos de mi edad,
para que adquiriera los valores que un excesivo apego a la madre, podía, en su
opinión, echar a perder.
También en alguna ocasión me llevo a
partidas de caza en el coto de Toledo de un amigo vecino, donde en alguna
ocasión disparé, y me acostumbré al ruido de las armas de fuego (incluso en
alguna ocasión, cuando le acertaba a un conejo, me decía mirándome a los ojos:
“¿ves que fácil?, imagínate que era un chino”). En algunas sobremesas, les oigo
hablar de mí, y ambos, mi padre y mi madre, parecen estar acercando posiciones,
pues si él trata de inculcarme los valores típicos de la virilidad, y en ese
sentido acercarme al concepto de “soldado”, ella, que es una mujer muy devota,
me transmite las del sacerdocio, cuya síntesis viene expresada mejor que por
nadie, por el “monje”, con lo que la conjunción de ambas puede, con mi esfuerzo
y dedicación, acercarme al concepto joseantoniano de “mitad monje y mitad
soldado”. De todas formas, cuando me sincero conmigo mismo algunas tardes en la
soledad de mi habitación, llego a confesarme que tengo miedo, y veo esto de ser
capitán como algo demasiado violento para un carácter sensible como el mío. No
dejo de imaginarme delante de mis soldados temblándome las piernas, mientras se
desata mi incontinencia y soy el hazmerreír de mis subordinados. Quiero ser
jefe, y lo voy todavía a intentar como dije al principio, si es posible redoblando
mis esfuerzos. Tengo, por otro lado, la impresión de que voy a ser
prácticamente barbilampiño y me horroriza, por qué no decirlo, tener casi que
raparme la cabeza y desprenderme de estos rizos rubios que tanto valora mamá.
¿Y si un día me mandan fusilar a
García-Lorca o algunos de esos poetas tan refinados? Menuda faena.
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