Queridos amigos,
creo que recordáis que el otro día habíamos tocado el problema del ser y más
concretamente del ser humano. Qué lo identifica como tal y qué lo distingue de
los demás seres. Como sabéis, de todo esto se ha ocupado la ontología desde que
el mundo es mundo, bueno, quizás no tanto, porque al parecer es demasiado
antiguo para que tal cosa hubiera sido posible. Después de todo, si lo pensáis
un poco, aunque de eso tendremos luego tiempo de hablar cuando toméis la
palabra, estos seres que somos mal que nos pese–pensar en la grandeza no
confesada de ser una piedra o una nube cuando todo haya terminado- lo somos
esencialmente porque somos “informados”, es decir, dados forma por otros que
acaban constituyéndonos, y tiempo habrá también más delante de hablar de algo
de lo que todos hemos oído hablar, los genes y otras lindezas. Porque ya es
hora de que sepáis que si el hombre es algo, el hombre, el ser humano, ya
sabéis -que no es cuestión aquí y ahora de enfrascarse en un debate feminista-
el hombre, como iba diciendo, es básicamente un ser fabulador. Si algo lo
define y excluye a los demás seres, es esa capacidad propia de inventar el mundo,
de impedir que este sea lo que es y buscarle un sentido a su medida.
Ya imagináis el
alborozo que siempre ha suscitado en los llamados sabios el hallazgo de tesoros
fabulosos que la naturaleza escondía, y que les han hecho imaginar que estaban
algo más cerca de Dios o el Demiurgo, ese concepto que lo explica todo. Otra
fábula, como es natural. Pero bueno, al parecer somos así y nos vemos empujados
por no se sabe qué designios a querer dar cuenta de todo lo que está a nuestro
alrededor, e incluso de lo que ni siquiera sabemos con certeza, e explican de
esta manera entes prácticamente inventados. Hoy, ya sabéis, tal cosa es sobre
todo objeto de la astronomía y la cosmología empeñadas en explicarnos como el
universo se expande o como la materia oscura difumina las galaxias, etcétera,
etcétera…Y vosotros lo creéis porque unos individuos alrededor de un telescopio
a cuatro mil metros de altitud así lo afirman, o unos sedicentes matemáticos
enfrascados en sus gabinetes de trabajo os dicen que existen no menos de once
dimensiones y que por lo tanto son posibles múltiples universos, paralelos o
no. Universos en los que en este preciso instante unos señores como vosotros y
como yo están hablando de este mismo tema, si es que esto de lo que hablamos se
puede llamar tema, con la sola diferencia que el, digamos, conferenciante en
vez de una barba larga y entrecana como yo, solo gasta perilla. Esto lo afirman,
lo he visto justificado por escrito con fórmulas y algoritmos e incluso en
programas de televisión. Vosotros sacaréis las conclusiones que os venga en
gana. Yo me callo. También hoy en día biólogos y bioquímicos inventan teorías
que yo encuentro divertidísimas, y pido perdón a los creyentes. Sin ir más
lejos, la fabulosa historia de la evolución en la que hoy ya se cree como un
catecismo. Bueno, no exactamente, más que un catecismo, porque después de todo,
yo cuando era niño, y desde luego gran parte de mis amiguitos no nos lo
creíamos en absoluto, aunque fingiéramos que sí para no decepcionar a los curas
y a nuestros mayores. La evolución se estudia en las universidades y muchos señores
sesudos escarban el suelo de medio mundo buscando huesos que la justifiquen, un
bonito tema para un cuento infantil, que sin embargo hay adultos que se lo han
tomado muy en serio como si en ello les fuera la vida. Un bonito cuadro.
Imaginadlo y ya me diréis. Es decir: éramos peces que a partir de cierto
momento por no se qué extrañas razones cambiaron las aletas por muñones y
pasaron ya con pies a pasear tranquilamente por las playas y se adentraron en
los bosques. Pura fábula. Pero se nos ha informado de que esto fue así y este
ser fabulador que somos se lo cree a pies juntillas o con pequeños reparos, a
la espera de que se le ocurra otra fantasía y vengan nuevos Huxleys o Wells a
contárnoslo.
Pobre homínido, africano o no, poseído por un
delirio explicativo que no puede dejar las cosas como están y se empeña con
denuedo en comprenderlas y al poco hacer de ellas algo parecido a un dogma de
fe. Porque, como hoy no quiero alargarme os diré que las cosas no terminan ahí,
y que el pez metido en su pecera que al fin y a la postre somos, se ha empeñado
en explicar el aire detrás del cristal que le limita. Resulta de este modo que
todo empezo con una gran explosión, el
llamado big-bang que dio comienzo ni más ni menos que al tiempo. Antes no
existía nada. Nada, no sé me explico: nada. Claro que ahora a esa nada para
justificarse la llaman “fluctuación cuántica” y todos tenemos que creérnoslo.
Tengo nostalgia de los bóvidos, qué queréis que os diga, quizás porque leí en
exceso a Homero y me quedé prendado de la imagen de los pingües rebaños de
rumiantes, digamos los bóvidos de la Hélade. Se limitan a pasear con
mansedumbre por los campos y las faldas de las colinas, constreñidas a unas
obligaciones mínimas que cumplen al parecer de mil amores: comer, copular y
excretar en su doble acepción. Quizás sin saberlo sean ellas las puertas del
paraíso. Y ahora vayamos con vuestras preguntas, opiniones o como queráis
llamarlo.
(*) Extracto de la conferencia del filósofo A.G.C
el 25 de Enero de 2012 en el Ateneo de
Madrid.
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