domingo, 26 de junio de 2016

DESCAMPADOS



Me encontraba solo en un descampado de las afueras de una población, a la que hacía un rato había llegado en un tren procedente de la meseta. Parecía el lugar idóneo para encontrar lo que buscaba, y el único, pero grave, problema que tenía en esos precisos instantes, era que no me acordaba de qué se trataba. Sin duda de algo muy importante para mí, pues de otra manera no me hubiese molestado en viajar. Como por más que lo intenté no fui capaz de ello, acabé sentándome en el suelo con un cuaderno en el que iba apuntando los posibles objetivos de mi búsqueda.
Cuando estaba en plena faena, pasaron cerca de mí dos señoritas que a primera vista parecían azafatas de aviación por el uniforme que llevaban, que incluía un gorrito azul con unas alas zurcidas en su parte delantera. Sentí la tentación de preguntarles si a ellas se les ocurría alguna idea que pudiera ayudarme, pero como no me hicieron el menor caso y no quise hacer el ridículo, no me atreví y seguí trabajando. Lo hice de forma metódica y por orden alfabético. Cuando llegué a la O, no dudé en escribir “oro” en primer lugar, pues aunque lo cierto es que hoy en día ese metal está bastante devaluado para lo que fue en otra época, tampoco era cuestión de ponerse exquisito. Pensemos en la fiebre del oro americana: cuanto sacrificio y cuantas vidas. Pero no debía tratarse de eso, porque además no tenía ningún utensilio que pudiera servirme de ayuda, que sería lo lógico en tal caso. Qué menos que una piocha. Al comenzar la P, de inmediato escribí “perla”, pero me di cuenta que buscarlas allí sería totalmente absurdo porque no estábamos en el fondo del mar, y lógicamente no hay ostras en otro sitio. Ostras vivas, quiero decir, impensables en aquel lugar aunque en su día pudiera haber formado parte de la Atlántida.
 Descansé un buen rato tratando de recobrar el resuello. Estaba nervioso y muy agitado, y traté de relajarme contemplando el horizonte, una línea un tanto difusa con elevaciones, crestas y depresiones, sin duda debido a turbulencias atmosféricas en la lejanía. O quien sabe si a las ondas gravitacionales llegadas del cosmos, algo que al parecer estaba muy de moda, y cuya presencia, sin embargo, acababa de ser desmentida después de confirmarse su hallazgo tan solo unos días antes. No importaba. Quizás se trataba de mi vista. Finalicé la libreta sin resultados prácticos. No se trataba de ninguno de los elementos de la tabla periódica de Mendeleiev (que siempre llevo conmigo), ni de cualquier otro compuesto líquido, sólido o gaseoso. Ni por tanto del petróleo, mineral fósil acumulado por los restos del krill en los fondos marinos a través de los eones, cuya presencia subterránea en aquel lugar sería perfectamente inútil para mí en aquellos momentos, no siendo yo en absoluto espeleólogo ni nada que se le parezca.
  La solución debía estar por lo tanto por encima del suelo, y me puse a cavilar de qué podría tratarse aparte del oxígeno que, afortunadamente no escaseaba a pesar de la elevada temperatura. Cuando estaba en esas, vi acercarse a buen paso a un tipo que braceaba ostensiblemente y miraba en todas direcciones como si algo le inquietara o si, como yo, no tuviera demasiada idea de donde estaba. Pensé que se iba a dirigir a mí pues casi me  arrolla, pero pasó a mi lado a toda velocidad sin ni siquiera mirarme, por lo que empecé a pensar que solo cabían dos soluciones. O bien aquellas personas eran cortas de vista, o mi presencia era tan insignificante que me hacía prácticamente transparente. Por cierto, aquel tipo también iba vestido con el uniforme de una compañía aérea, por lo que llegué a plantearme si no se trataría de un avión siniestrado en aquel páramo. Algo que descarté de inmediato porque sin lugar a dudas ya habría oído pasar a los bomberos, que no se distinguen por su discreción, y visto la típica columna de humo elevándose hacia el cielo. Y, sin duda, a los helicópteros de emergencias.
La presencia de estas personas, la interpreté poco después como una metáfora de que lo que buscaba debía efectivamente de encontrarse en el aire, lo que me dio nuevas energía para seguir intentando descifrar aquel misterio. Quizás la despreocupación de los visitantes hacia mi persona era debida a que me veían como a un rival, alguien a quien no se debía dar ningún dato, tratando de pasar lo más desapercibidos posible. Quien sabe si éramos los concursantes de un programa de televisión con una misión específica que cumplir, y cada cual debía apañárselas por sus propios medio. Claro que en tal caso también era casualidad que los concursantes fueran todos de una compañía de aviación, aunque con la crisis y las reducciones de plantilla cualquier cosa era posible.Lo absurdo de mi situación me hizo pensar si el objetivo de mi búsqueda podría ser de otro tipo. Era posible que mi pretensión, en esos momentos olvidada, fuese convertirme en un anacoreta, y mi visita a aquel páramo una oportunidad única que no debía desaprovechar. O simplemente, ante el vacío de mi existencia, un impulso súbito me había empujado a buscar mi vena poética en un paraje tan desolado. Todo era en aquellos momentos posible.
Desgraciadamente cuando me hallaba cavilando sobre estas extrañas posibilidades, vi a lo lejos a los tres aviadores acercándose a la carrera, dando voces y haciendo aspavientos, indudablemente agitados y nerviosos. A unos pocos metros de mí se detuvieron, y cuando me dirigí a ellos para saber qué pasaba, el hombre se adelantó unos pasos señalándome, y gritó en dirección a las chicas, “sin duda se trata de este”, para de inmediato sacar una pistola del bolsillo y apuntarme con ella.
¿Tienes algo que alegar? me preguntó.  Ante esta nueva vuelta de tuerca de mi situación, no supe qué responderle, y lo único que en aquellos momentos se me ocurrió fue pensar que verdaderamente era una lástima que una situación, que hasta esos momentos tenía todas las apariencias de un vodevil surrealista, fuera de inmediato a convertirse en una tragedia de la cual yo era la víctima, aunque posiblemente ese era el único sentido de mi presencia allí.

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