Me encontraba
solo en un descampado de las afueras de una población, a la que hacía un rato
había llegado en un tren procedente de la meseta. Parecía el lugar idóneo para
encontrar lo que buscaba, y el único, pero grave, problema que tenía en esos
precisos instantes, era que no me acordaba de qué se trataba. Sin duda de algo
muy importante para mí, pues de otra manera no me hubiese molestado en viajar.
Como por más que lo intenté no fui capaz de ello, acabé sentándome en el suelo
con un cuaderno en el que iba apuntando los posibles objetivos de mi búsqueda.
Cuando estaba en
plena faena, pasaron cerca de mí dos señoritas que a primera vista parecían
azafatas de aviación por el uniforme que llevaban, que incluía un gorrito azul
con unas alas zurcidas en su parte delantera. Sentí la tentación de preguntarles
si a ellas se les ocurría alguna idea que pudiera ayudarme, pero como no me
hicieron el menor caso y no quise hacer el ridículo, no me atreví y seguí
trabajando. Lo hice de forma metódica y por orden alfabético. Cuando llegué a
la O, no dudé en escribir “oro” en primer lugar, pues aunque lo cierto es que
hoy en día ese metal está bastante devaluado para lo que fue en otra época,
tampoco era cuestión de ponerse exquisito. Pensemos en la fiebre del oro
americana: cuanto sacrificio y cuantas vidas. Pero no debía tratarse de eso,
porque además no tenía ningún utensilio que pudiera servirme de ayuda, que
sería lo lógico en tal caso. Qué menos que una piocha. Al comenzar la P, de
inmediato escribí “perla”, pero me di cuenta que buscarlas allí sería totalmente
absurdo porque no estábamos en el fondo del mar, y lógicamente no hay ostras en
otro sitio. Ostras vivas, quiero decir, impensables en aquel lugar aunque en su
día pudiera haber formado parte de la Atlántida.
Descansé un buen rato tratando de recobrar el
resuello. Estaba nervioso y muy agitado, y traté de relajarme contemplando el
horizonte, una línea un tanto difusa con elevaciones, crestas y depresiones,
sin duda debido a turbulencias atmosféricas en la lejanía. O quien sabe si a
las ondas gravitacionales llegadas del cosmos, algo que al parecer estaba muy
de moda, y cuya presencia, sin embargo, acababa de ser desmentida después de
confirmarse su hallazgo tan solo unos días antes. No importaba. Quizás se trataba
de mi vista. Finalicé la libreta sin resultados prácticos. No se trataba de
ninguno de los elementos de la tabla periódica de Mendeleiev (que siempre llevo
conmigo), ni de cualquier otro compuesto líquido, sólido o gaseoso. Ni por
tanto del petróleo, mineral fósil acumulado por los restos del krill en los
fondos marinos a través de los eones, cuya presencia subterránea en aquel lugar
sería perfectamente inútil para mí en aquellos momentos, no siendo yo en
absoluto espeleólogo ni nada que se le parezca.
La solución debía estar por lo tanto por
encima del suelo, y me puse a cavilar de qué podría tratarse aparte del oxígeno
que, afortunadamente no escaseaba a pesar de la elevada temperatura. Cuando
estaba en esas, vi acercarse a buen paso a un tipo que braceaba ostensiblemente
y miraba en todas direcciones como si algo le inquietara o si, como yo, no
tuviera demasiada idea de donde estaba. Pensé que se iba a dirigir a mí pues
casi me arrolla, pero pasó a mi lado a
toda velocidad sin ni siquiera mirarme, por lo que empecé a pensar que solo
cabían dos soluciones. O bien aquellas personas eran cortas de vista, o mi
presencia era tan insignificante que me hacía prácticamente transparente. Por
cierto, aquel tipo también iba vestido con el uniforme de una compañía aérea,
por lo que llegué a plantearme si no se trataría de un avión siniestrado en aquel
páramo. Algo que descarté de inmediato porque sin lugar a dudas ya habría oído
pasar a los bomberos, que no se distinguen por su discreción, y visto la típica
columna de humo elevándose hacia el cielo. Y, sin duda, a los helicópteros de
emergencias.
La presencia de
estas personas, la interpreté poco después como una metáfora de que lo que
buscaba debía efectivamente de encontrarse en el aire, lo que me dio nuevas
energía para seguir intentando descifrar aquel misterio. Quizás la
despreocupación de los visitantes hacia mi persona era debida a que me veían
como a un rival, alguien a quien no se debía dar ningún dato, tratando de pasar
lo más desapercibidos posible. Quien sabe si éramos los concursantes de un
programa de televisión con una misión específica que cumplir, y cada cual debía
apañárselas por sus propios medio. Claro que en tal caso también era casualidad
que los concursantes fueran todos de una compañía de aviación, aunque con la
crisis y las reducciones de plantilla cualquier cosa era posible.Lo absurdo de
mi situación me hizo pensar si el objetivo de mi búsqueda podría ser de otro
tipo. Era posible que mi pretensión, en esos momentos olvidada, fuese
convertirme en un anacoreta, y mi visita a aquel páramo una oportunidad única
que no debía desaprovechar. O simplemente, ante el vacío de mi existencia, un
impulso súbito me había empujado a buscar mi vena poética en un paraje tan
desolado. Todo era en aquellos momentos posible.
Desgraciadamente
cuando me hallaba cavilando sobre estas extrañas posibilidades, vi a lo lejos a
los tres aviadores acercándose a la carrera, dando voces y haciendo aspavientos,
indudablemente agitados y nerviosos. A unos pocos metros de mí se detuvieron, y
cuando me dirigí a ellos para saber qué pasaba, el hombre se adelantó unos
pasos señalándome, y gritó en dirección a las chicas, “sin duda se trata de
este”, para de inmediato sacar una pistola del bolsillo y apuntarme con ella.
¿Tienes algo que
alegar? me preguntó. Ante esta nueva
vuelta de tuerca de mi situación, no supe qué responderle, y lo único que en
aquellos momentos se me ocurrió fue pensar que verdaderamente era una lástima
que una situación, que hasta esos momentos tenía todas las apariencias de un
vodevil surrealista, fuera de inmediato a convertirse en una tragedia de la
cual yo era la víctima, aunque posiblemente ese era el único sentido de mi
presencia allí.
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