Cuando me decidí a emprender el
camino de Santiago me hallaba en plena forma. Durante varios meses me había
dedicado a prepararme físicamente con caminatas diarias y una alimentación adecuada. Mi amigo Ernesto me había convencido de que
aquello sería una buena prueba de que a mis años se podían realizar pequeñas
proezas, como recorrer sus casi ochocientos kilómetros en veinte días, a razón de cuarenta diarios. La idea en si
misma no me entusiasmaba, porque, conociendo la realidad de su existencia
histórica, me fastidiaba el hecho de ser una ruta de tipo religioso, al
considerarme yo mismo más ateo que la Unión Soviética, por lo que tenía que dar
a mi peregrinación un sentido diferente al de los curas, monjas, sacristanes,
devotos y toda la patulea católica que me iba a encontrar por el camino, así
que me puse a pensar qué otra cosa habría de bueno compatible con la excursión
que me esperaba. Lo primero que se me ocurrió, como a casi todos, fue hacerme
una guía de los edificios religiosos con los que iba a toparme, iglesias,
ermitas, monasterios, catedrales,
conventos, etc…, pero necesitaba algo más, y finalmente se me ocurrió que no
estaría mal conocer in situ los diversos caldos del país que me tocara
atravesar cada día. Con esta idea in mente comencé a caminar el 20 de
Septiembre con una idea en la cabeza, la de tomarme el equivalente a una
botella diaria de vino tinto, esperando llevar un diario al que titularía “El
camino de Santiago en veinte etapas con la bota llena”. Llevaba efectivamente
una bota estupenda que compré en una tienda de cueros y guarnicionería de mi
pueblo, llamada “el Caballón”, donde me aseguraron que era una de las pocas
auténticas, de las de toda la vida, que aún se conservaban. Como es fácilmente
comprensible, prescindí desde un principio de bastón, sombrero y concha, pues
en mi calidad de ateo convicto y confeso, podría ser interpretado a lo largo
del camino como un escarnio de la fe,
aunque las Cruzadas eran algo hace tiempo finiquitado, quizás no tanto, o
que se lo pregunten a Monseñor Gomá q.e.p.d.
Los Cruzados siempre están al quite, dispuestos a reconquistar tierras sarracenas o como mínimo, a dar su merecido a
los incrédulos. Así que, con mi bota en bandolera, me lancé a los caminos del
apóstol el día señalado con la moral muy alta, tratando de hacer compatible la
fe en la Nada, que era la mía, con la que predicaba un señor llegado hace poco
menos de dos mil años por estos lares avisando de la llegada del Reino de los Cielos encarnada
en un judío al otro lado del Mediterráneo. Ahí queda eso, pensaba yo para mis
adentros poco después de dar el primer tiento a la bota en la bonita y agreste salida de Roncesvalles, donde
en su día se refugio o combatieron o algo así las huestes de un tal Carlomagno.
Hay que joderse, me decía según avanzaba por unas trochas llenas de vegetación,
fuera de los habituales circuitos de carretera que alguien me había
recomendado, pensar que por aquí pasaron miles de personas provenientes de toda
la Europa para visitar el Santo Sepulcro de uno de los apóstoles de Cristo,
llegado hasta el lugar procedente del Medio Oriente por caminos, terrestres o marítimos,
que no está claro, solo porque un ermitaño dijo ver una estrella sobre un
bosque, donde se encontraron tiempo adelante, un cementerio y en él su tumba. Pero
no quería dar demasiado pábulo a mi pesimismo, ni que el sarcasmo interrumpiera
mi itinerario ante un ataque desmedido de lucidez o descreimiento, así que
decidí continuar camino de Pamplona, en donde por aquellas fechas, tenían
totalmente olvidados los Sanfermines y a Ernest Hemingway, y en la que, como
homenaje apócrifo al Santo, recorrí al sprint la calle de la Estafeta hasta la
plaza de toros, para finalmente, en un bar de las proximidades, me tomé un
chiquito y para asombro de la clientela, entoné el ¡pobre de mí!, y de donde
casi tengo que salir por patas, creyendo que era un españolista borracho o un
peregrino descreído, casos ambos que no diferían demasiado de la realidad, si se
considerar que, además de españolista, era profundamente checoslovaco-ista.
Días después en Puente de la Reina, me alojé en el Albergue del Convento de las
Reparadoras, después del consumo diario metódico de los vinos de la tierra, que
cada mañana introducía en mi flamante bota, a la que había untado con un poco
de grasa de caballo por consejo de un entendido que me encontré en el camino, y
que verdaderamente le daba una coloración y tono mas acorde con las fatigas y
el polvo del camino. Resulto ser un tipo interesante, que me conto su azarosa
vida sin perder el paso ni el aliento a lo largo de su itinerario, en el que yo
me esforzaba en hacer compatible una determinada velocidad de crucero con la
ingesta periódica de vino, de forma que por la noche no tuviera que irme a la
cama con una sobredosis vespertina. Era rumano aunque hacía tiempo que vivía en
Cataluña, por el Ampurdán, a propósito de la cual me soltó un auténtico speech
laudatorio sobre Josep Pla. Un fascista culto que hubiera venido muy bien en su
país en lugar de Ceaucescu. No quise meterme en disquisiciones sobre la
incoherencia de tal comparación, teniendo en cuenta sobre todo que él no
probaba ni gota de alcohol ni acepto nada de él mío cuando yo se lo ofrecí, pero tuve que aceptar
que hay gente capaz de relacionar la velocidad con el tocino como bien dice el
refranero popular. Luego, paradójicamente, y sin solución de continuidad, me
dijo que, a pesar de su muerte indigna, Nicolás (Ceaucescu) había sido en el fondo
un patriota incomprendido, pues de hecho la incultura de un pueblo, en este
caso el rumano, se merece a un tirano que, aunque abuse de él en beneficio
propio, sepa darle una identidad de la que carecen, pues, si tenía que ser
sincero, su país era mundialmente conocido solo desde que un tal Bram Stoker,
escribió Drácula. Rumania era por lo
tanto, exclusivamente el país de Drácula, el famoso conde escondido en los
Cárpatos, desde donde se dedicaba a rivalizar con los vampiros ¡Menudo país!
Por la noche nos alojamos en el Albergue después de cenar frugalmente y nos
metimos en una litera en la que el ocupaba la cama de arriba y yo la de abajo
como ya iba siendo mi costumbre. Antes de dormirnos me dijo que había estado
casado en dos ocasiones, y que sus
mujeres siempre le dejaron porque, según ellas, no ponía el suficiente interés
en la relación. Luego me pregunto por mi relación sentimental, a lo que le
respondí que estaba divorciado, pero que había estado casado mucho tiempo. Se
quedo un rato en silencio y luego me dijo que a sus años había comprendido que
las mujeres no eran imprescindibles, y no contaban en sus expectativas de
futuro. Me dejo un tanto perplejo con tantas confesiones tan detalladas, que no
me parecían que vinieran demasiado a cuento, y más a aquellas horas. Poco
después le oí susurrar algo al tiempo que el bastidor de la litera empezaba a
moverse rítmica y aceleradamente, hasta acabar cimbreándose de una manera que
solo un polvo o una paja sin concesiones a la galería, pueden provocar, por lo
que tuve claro que en cuanto amaneciera, después de recargar la bota, salía por
patas de tan sorprendente compañía. Y así hice, aún no había amanecido cuando
me levanté y puse tierra de por medio con aquel singular personaje, que estaba
seguro que todavía podía prepararme nuevas sorpresas, pues lo que parecía
aproximarse era una declaración en toda regla. Me alejé de Viana, y pude
entrever al amanecer varios campanarios y torreones, que supuse pertenecían a
iglesias y palacios afamados del lugar, pero a los que las prisas de mi huída
no me permitían una visita más detallada. Con un solo trozo de pan como
combustible matinal, traté de establecer suficiente distancia con mi posible
perseguidor, y solo más adelante me paré en un barucho de carretera, donde
desayuné un poco a la carrera un café con leche y unos bollos un tanto
revenidos, que tenían guardados en una especie de alacena sobre la cafetera. Por
un día no pude ponerme exigente con el vino, que normalmente elegía de Crianza,
y rellené la bota con un infecto peleón para cumplir el programa fijado, aunque
dispuesto a cambiarlo por otro más adelante si encontraba el lugar adecuado. Pronto
aflojé el paso pensando que la diferencia con el rumano ya sería más que
suficiente. Hacía un día magnífico y la temperatura adecuada para andar o hacer
un ejercicio moderado sin agobios, así que me dediqué a dejar vagar la cabeza
con lo que me iba surgiendo a cada paso. En aquella época, yo tenía una
especial fijación con la naturaleza, sobre todo con árboles y arbustos, a los
que por primera vez contemplaba como seres vivos auténticos, que si bien no
tenían cerebro, se las componían estupendamente para sobrevivir modestamente, y
darnos no solo sombra sino madera y otros productos, sin por ello pedir un duro
a cambio. Pensé esto cuando el segundo peleón había ya sobrepasado mi gaznate, por
lo que empecé a considerar si el porcentaje de alcohol de la bota era superior
al normal, pues inmediatamente pasé a temas filosóficos que habitualmente me
tienen sin cuidado. En primer lugar me di cuenta que mi percepción del espacio
había cambiado, de tal manera que, estando donde estaba, tenía la sensación al
mismo tiempo de estar viendo una película en la que yo era protagonista. Andaba
por la carretera y saludaba a los aldeanos que en ocasiones me devolvían el saludo,
y en otras, exclamaban algo que no alcanzaba a comprender, e incluso había quienes
se llevaban un dedo a la cabeza en un gesto que me era muy familiar, pero que a
la altura, ya cerca del mediodía del tercer empujón a la bota, no comprendía
del todo. Me senté a la sombra de un plátano a unos metros de la carretera y me
quedé un tanto amodorrado, la cabeza parecía haber cobrado total independencia
de mí, y me presentaba temas y ocurrencias absolutamente ajenas a mi voluntad. Recuerdo
que en determinado momento pensaba que, después de todo, nunca se ha sabido de
culturas ni civilizaciones ateas o que incluso resultaría incomprensible el
descubrimiento de tribus salvajes ateas, de tal manera, me dije, que el ateísmo
es lo menos natural de todo, por lo que decidí que quizás era llegado el momento
de abrazar alguna fe, aunque fuera a contrapelo, o como mínimo, crearme
demiurgos de tipo casero de quita y pon. Animales, árboles, elementos
atmosféricos o esotéricos que al menos sirvieran para pasar el rato, adorarles o
pedirles cuentas de nuestras dificultades. Andaba a esas alturas de mis
ensoñaciones matinales, cuando unos retortijones inaguantables me hicieron
volver a la realidad, bajarme los pantalones y entre unas matas un poco más
allá, verificar de que era capaz el vino peleón navarro, pues tanto por arriba
como por abajo, ofrecía a aquellos bellos campos del lugar, una ofrenda que,
dada su riqueza en etanoles, estoy seguro no me agradecerían. Cuando pude
reponerme y vaciar la bota del vino que sabía causante de mis malestares, me
quedé sobre el terreno, tratando de reponerme y descansar, aunque ya estaba
claro que ese día no iba a poder cumplir el programa previsto, pero lo acepté
con resignación cristiana después de mis disquisiciones internas previas, en
las quien daba por buenas no solo las creencias en un solo Dios Todopoderoso,
sino la fe ilimitada, si fuera preciso, en el Dios escarabajo, algo que después
de todo ya hicieron en su día los egipcios. Al abrir los ojos, tiempo después,
me di cuenta que deberían haber pasado tres o cuatro horas, se había cubierto
parcialmente, y en el cielo era recorrido por unas bellísimas nubes que,
recordando lo estudiado en el bachillerato me impulsaron a decir en voz
alta “cirronimbos”, sumiéndome en una
ensoñación poética que me condujo directamente a Neruda, de quien recité un
fragmento tratando de recordar el paisaje de Isla Negra, un lugar en la costa
de Chile donde estuvo su casa, pero en la que nunca había estado.”Todo es
posible me dije”, y en ese preciso momento la cara del rumano se recorto contra
el cielo junto a las nubes, a la vez que exclamaba “Coño, paisano!”. La verdad es que la llegada
de Ceaucescu Segundo fue providencial, pues cuando quise ponerme en pié, me di
cuenta de que mis piernas flojeaban y su ayuda me venía muy bien. A pesar de
todo, decidí quedarme en una especie de hostal que estaba muy cerca de allí, pensando
en descansar esa noche y recuperarme para el día siguiente. Por la tarde me
pude tomar una sopa caliente, y me fui pronto a la cama, mientras el rumano se
quedaba en el comedor charlando con otros peregrinos llegados a última hora. Se
alojaba en una habitación al lado de la mía, y me dijo que por la mañana me esperaría
abajo para ponernos en marcha de nuevo, si me sentía bien. Aunque no las tenía
todas conmigo, lo cierto es que al día siguiente me levanté sintiéndome
perfectamente, y bajé dispuesto a un rápido desayuno y salir enseguida,
pensando en recuperar algo de tiempo después del desastre originado por el vino
peleón. La sorpresa esta vez consistió en que el de los Cárpatos se había
largado, cargándome a mí el muerto de su habitación y dejándome un sobre. Lo
abrí y en un papel de lo más rústico me encontré una nota en la que me decía
que intentara alcanzarle, que era un mariconazo, y que parecía mentira que me
llamara Santiago. Dudé en pagar o no
hacerlo, pero lo cierto es que las dos habitaciones estaban a mi nombre y no
tenía escapatoria, con lo que el quasi
soviético admirador de Pla, me devolvía el abandono del día anterior con un
recargo de veinte euros, que, después
de todo no era para tanto, si lograba
definitivamente librarme de él. Ya en la carretera, pensé que a pesar de lo
dicho por el rumano, mi nombre en España no tenía nada de particular ni se
suponía que los Santiagos tuvieran que ser especialmente bondadosos,
bienpensantes o devotos del apóstol, a quien por otro lado empecé de nuevo a
coger cierta ojeriza, no tanto por su peripecia hispana, sino por la leyenda
surgida de su figura, en la cual se le consideraba como un héroe nacional o poco
menos, habiendo pasado a cuchillo, al
parecer, a legiones de moros. La leyenda de Santiago Matamoros, me pesaba en
esos momentos, y me hacía ver que mis progenitores, sobre todo mamá, no había
estado muy afortunadamente poniéndome ese nombre, prácticamente el de un
asesino en serie “old fashion”. Lo cierto es que, sin embargo, en ese día me
quedaban otros héroes nacionales, o casi, como Santiago Calatrava, cuyos
edificios admiraba, y a otro nivel, Santiago Segura, merecedor sin duda a un
Oscar a la película más cutre pero más divertida de los últimos años. Parte del
camino matinal lo pasé tratando de recordar Santiagos famosos, o al menos
conocidos, que pudieran compensarme del oprobio de mi tocayo el apóstol, y
recordé también a Ramón y Cajal, e incluso en plan chistoso a Santillana, el
pueblo de los bisontes prehistóricos vecino del mío. Sin olvidar el Santiago
Bernabeu, bastión de las proezas del club de fútbol presumiblemente más
santiaguino que se pueda uno imaginar. Pero sobre estos y otros, se imponía
siempre la leyenda del “Santiago y cierra España”, como divisa de la España más
violenta y cerril. Pude terminar el día y quedarme a las puertas de Estella en
un hotel de tres estrellas, pues aún no me sentía muy allá, y prefería cuidarme
y poder proseguir plenamente recuperado al día siguiente. Ese día solo había
podido trasegar media botella crianza de la Rioja alavesa, previendo que tiempo
habría para ponerme al día del número de botas previsto. En el comedor, antes
de subir a acostarme, hice una cena ligera con bastantes hidratos de carbono
para recuperarme del esfuerzo del día. Allí pude ver a un tipo de peregrinos
bastante frecuentes. Gente bien que realizaba algunas etapas del camino a pie,
mientras sus mujeres les siguen en sus coches, normalmente 4x4, y les esperan en
los lugares más tópicos o significativos del recorrido. Por la noche se reunían
en un buen hotel y se contaban las batallitas del día hablando sin parar de la
próxima temporada de caza y de la belleza del románico. A la mañana nos pusimos
en marcha todos juntos, yo integrado en el pelotón de pijos, en el que, de acuerdo con determinados
criterios, también yo podía incluirme, y aunque al principio solo nos saludamos
con cierta hosquedad, poco comprensible para devotos cristianos, poco más
adelante uno de ellos y yo nos adelantamos, y comenzamos una conversación de
carácter banal en la que él, sin embargo, acabo hablándome con cierto
entusiasmo de la caza, a pesar de que yo de entrada no tenía ni idea porque no
había pegado un tiro en mi vida, y tampoco había hecho el servicio militar por
pies planos, que sin embargo, nunca me habían molestado para caminar. No se dio
por enterado y siguio perorando con entusiasmo de sus actividades cinegéticas. En
la actualidad se dedicaba sobre todo a las liebres “y todo lo que tiene plumas,
ya sabes: todo lo que vuela a la cazuela”. Aquel tiparraco estaba empezando a
desquiciarme porque la caza, aunque sea conveniente para el equilibrio de la población
de ciertas especies, me parecía una muestra de la mala leche reprimida de
ciertas personas, o su inconsciencia en fusilar a seres vivos,
independientemente de cualquier beneficio. Los tipos que disfrutaban disparando
a lo que un instante antes se movía, para dejarlo tieso como una mojama poco
después, me parecían crueles, y más este cabrón, que poco después me confeso que
no recordaba mayor placer que el que experimento teniendo quince añitos, cuando
su papá en una cacería en los Picos de Europa le dejo disparar a un rebeco y lo
dejo frito allí mismo. ”Fue como un orgasmo, créeme”, dijo el pájaro, momento en
que apreté el paso para despegarme, espetándole “perdona, pero me han dicho que
más adelante está tu padre, y voy a ver si le acierto entre los cuernos”. Intento
montarme un rifirrafe allí mismo, pero no pudo seguirme y le dejé atrás pegando
voces, mientras otros compañeros se le unían para saber que había ocurrido. Pasado
Estella les perdí de vista, esperando no volver a verles, pues lo mismo
haciendo caso omiso al mandato divino, y siguiendo sin embargo la belicosidad
del Matamoros, me ponían la cara como un pan. De Estella, a pesar de
atravesarla por en medio del pueblo, preferí no enterarme demasiado con el
enemigo a mis espaldas, y pensé que de todas maneras siempre hay buenas guías
del Camino y de la región, por las que podría enterarme y dar la impresión de
que la había visitado, aunque fuera un poco precipitadamente. Tampoco quería
apretar el paso en exceso, pues aunque me sentía en plena forma, temía también
toparme con el Ceaucescu, a quien de alguna forma temía, aunque no entendía muy
bien por qué, pues de hecho debía ser él, y no yo el que no quisiera verme,
puesto que me debía veinte euros, pero por lo que sea, el hecho de haber
pensado que posiblemente fuera marica me hacía sentir mal, por lo que me di
cuenta de cómo en ocasiones, nos sentimos culpables por pensamientos que ni
siquiera hemos expresado. Una vez más, fui consciente que de nuevo me
complicaba la vida pensando más de la cuenta, y dándole vueltas a ideas absurdas,
así que decidí que era el momento de darme un buen lingotazo y apurar la bota
algo más de lo habitual, cosa que hice de inmediato, teniendo la impresión a
posteriori de que la naturaleza había recobrado un verdor que no recordaba desde
la infancia, y que los pajaritos gorjeaban maravillosamente, ocultando el
monótono cricri de grillos y chicharras, si es que quedaban. Cuando quise darme
cuenta ya era noche cerrada, así que decidí que no valía la pena seguir andando
por la carretera, arriesgándome a que las mujeres de los pijos me localizaran
con sus 4x4, avisaran, y decidieran darme un repaso, así que cuando ví que mis
fuerzas flaqueaban, saqué un bocadillo de queso y mortadela que había comprado
poco antes, y me dispuse a echarme debajo de un roble que encontré no muy lejos
de la carretera. Tenía un saco de dormir muy viejo pero que podía servirme
todavía, ya que hacía u tiempo espléndido. Me daba miedo la posibilidad de que me visitara algún perro famélico poco
amigo de contemporizar, o cualquier bicho de los que salen de paseo cuando el
sol se pone pero me arriesgué, y debo confesar que tras los bocadillos y el
resto de vino de la bota, me quedé dormido como un bendito, hasta que por la
mañana me despertaron el canto de algunos gallos madrugadores y un cerdo que
hozaba cerca de mis pies. No sé de donde
se había escapado el bicho, pues no era una zona de alcornocales, ni se veía
otro animal ni granja por los alrededores, así que acabé decidiendo que, en
cierto sentido como yo, se trataba de un disidente de alguna piara próxima. Cuando
me levanté, el gorrino pareció haberme cogido simpatía, y cuando me puse a
andar a cierta distancia de la carretera, pero siguiendo su dirección, decidió seguirme
con notable contento, como si esperara algún tipo de recompensa o mantener una
amistad que no había hecho más que empezar. Cuando me cansé, le lancé lejos un
trozo de pan que me sobraba, y se quedo tan contento comiéndoselo, momento que
aproveché para saltar una valla y dejarlo atrás. Seguí andando varios días campo
a través, tratando de mantener la carretera a la vista, y acercándome solamente
para aprovisionarme cuando veía unas casas o una población, momento en el que,
cuando era preciso, me acercaba para comer en algún bar de mala muerte, o más
frecuentemente para aprovisionarme, esencialmente a base de embutidos y fruta, lo
que por un lado me daba calorías y por otro el azúcar suficiente para seguir. Había
cogido miedo al grupo de los pijos, pues tenía claro que los señoritos por las
buenas son muy llevaderos, pero puestos a mala hostia, se engominan el pelo, se
trajean ceñido, y reparten hasta a sus parientes más próximos si tienen ocasión
y consideran que han sido traicionados los valores de su estirpe. Cuando quise
darme cuenta, poco después, llegué a un pueblo de Burgos pequeñito, pero que me
gusto mucho llamado Belorado. Lo que más me llamo la atención de él, fue una
aglomeración de gente a la entrada de un local con aspecto de fábrica o taller,
en el que alguien me dijo se vendían prendas de piel y cuero de primera
calidad. Pensé que podía ser una buena oportunidad para comprarme algo de
abrigo, porque algunas tardes la cazadora que llevaba parecía no era suficiente,
pero cuando estaba a menos de cien metros, vi al clan de los cazadores, que por
sus voces y gritos, parecían haber comprado medio almacén, y se dedicaban a
meterlo en sus vehículos como si fueran las pieles de las capturas de una
cacería. Me largué de allí a toda velocidad, tratando de ocultarme entre las
casas de las inmediaciones, donde no sé si por mi aspecto, o por el simple
hecho de verme con la bota, un grupo de comadres sentadas al aire libre, se
puso a aplaudirme con inusitado entusiasmo, momento en el que decidí pegarle un
tiento a la bota en su presencia, y ofrecerle otro a un abuelo que parecía
estar allí a la espera de peregrinos, con la paciencia de un seguidor del Tour
de Francia. Tras pegarle un buen tiento, el buen hombre mirándome con unos ojos
desorbitados exclamo “¡rediós con el peregrino!”. Sin duda alguna, estaba en
Castilla. Alguien me indico donde estaba el albergue, y antes de que a los
señoritos se les hubiera pasado el entusiasmo paracinegético, me metí en él
como en una guarida donde uno busca refugio ante unas alimañas. Tuve suerte y
había sitio, por lo que enseguida me tomé la cena que ofrecían en un comedor
anexo por tres euros, y enseguida me fui a la cama, después de ducharme, momento
en el cual, pude comprobar que mi cuerpo conservaba todas sus partes, cabeza, tronco
y extremidades, pero que en de estas últimas, las inferiores, los que antes
eran considerados estrictamente como pies, eran lo más parecido a unos
pimientos morrones maltratados. Esa noche en la cama, me dio por hacer un
resumen de los días transcurridos, y la verdad es que estaba realizando un
recorrido sui generis, pues de hecho no me estaba enterando de casi nada, ya
que en mi empeño por mantenerme fuera de caminos y carreteras y adentrarme por
trochas, vericuetos y campo a través, había dejado de lado como poco a Logroño,
Nájera y Santo Domingo de la Calzada, pero verdaderamente, tampoco me importaba
demasiado. A estas alturas del recorrido, y dado el estado de mis pies,
empezaba a pensar que quizás no iba a terminar el Camino. Iba a llegar a León, que
yo ya conocía, y que me parecía un lugar idóneo como fin de trayecto y de igual
importancia que Santiago. De hecho, su catedral me parecía la más bonita de la
península ibérica, y sus vidrieras inigualables, además del magnífico Parador de San Marcos. Lo cierto
que tras diez días de camino, veía difícil terminar y no estaría mal en
Primavera sumarme al periplo que iba a hacer mi amigo Ernesto. Al día siguiente
decidí seguir la carretera todo el rato, pues me encontraba más maltrecho de lo
habitual, posiblemente por haberme
alejado de ella con demasiada frecuencia. Al poco de salir a la mañana
siguiente de Belorado, después de echar un vistazo a varias de sus iglesias, me
puse en camino después de desayunar copiosamente y rellenar la bota, esta vez con
un Cune Reserva no previsto, pero que el acortamiento de mi viaje permitía a mi
presupuesto. Ya en carretera, pasé a una buena cantidad de peregrinos, que
parecían transitar por la misma con la calma de alguien que se dedica a ver
escaparates un sábado por la tarde, señal inequívoca del cansancio acumulado, o
de que hacían una marcha mixta, a pie y en coche. También fui sobrepasado por
un ejemplar absolutamente atípico, un chico joven que andaba haciendo lo que se
llamaba marcha atlética, con contoneo de caderas incluido. Fue esa misma mañana
cuando conocí a uno de los personajes más singulares de mi vida. Se trataba de
Jacqueline, una irlandesa de origen francés, natural de Belfast, católica
acérrima, que era la cuarta vez, según me contó, que hacía el recorrido. Era
una mujer alta, gorda, abundante de todo, y que cargaba con no menos de quince
kilos a sus espaldas, el equivalente a una bombona de butano, que sin embargo
parecía transportar con bastante comodidad. Me pregunto si tenía agua, pero no
rehuso echar un trago de vino de la bota poco después de echar un trago de mi
cantimplora. A partir de ahí, seguimos charlando durante un buen trecho, en el
cual, excepto en los momentos que se permitía pequeños silencios para recobrar
el resuello, no paro de hablar, dándome todo tipo de detalles de su vida, desde
su filiación casi completa, hasta datos muy personales que yo no hubiera osado
preguntarle, entre otras cosas porque me tenían sin cuidado. Decía seguir
fielmente al Papa de Roma, pero en lo que no estaba de acuerdo con él, era en
la prohibición del condón, momento en que, de hecho, me enseño unos “Durex
Sensibilidad”, que llevaba en uno de los bolsillos, pues el sida era el sida, y
una se puede quedar preñada de cualquiera a poco que se descuide, pues ella no
estaba de acuerdo con la práctica del tirón, y como el aborto le parecía un
crimen horrendo, no tenía más remedio que tomar precauciones por si acaso. Si
no fuera por su utilización, estaba segura que ya tendría familia numerosa. Era
una mujer dicharachera, de poco más de cuarenta años, camuflados tras una humanidad
demasiado aparatosa que la hacían mayor, y desde mi punto de vista, un tanto
optimista en cuanto a sus posibilidades de atraer a los usuarios del Durex, pues
en mi opinión, había que tener muchas ganas o estar muy desesperado, pero en
todo caso nunca se sabe, y ella debía tener bastante experiencia. Yo esperaba
que aquel afluir casi ininterrumpido de palabras en este sentido, no fuera un
globo sonda, sobre todo cuando hacia las dos de la tarde me propuso entrar en
un restaurante, en el que era visible por encima del letrero de la casa, otro, escrito a mano, que decía “hay camas”. Lo cierto
es que durante la comida, tras varios vasos de vino, yo pedí Ribera de Duero para variar, Jacqueline paso directamente
a la acción poniéndose a mi lado, so
pretexto de ver las noticias en la televisión frente a mí, momento en el que me
llegaron no solo los efluvios de una mezcla de sudor y Chanel numero 5, sino las
adiposidades de sus caderas, que por poco me expulsan de la bancada donde
estábamos sentados, y de sus brazos, cuya contemplación próxima me recordaban a
lo que luego identifiqué como mis propios muslos. Afortunadamente, logré
zafarme del acoso con varios chistes sobre ingleses que recordé en esos
momentos, y que odiándolos como ella, la sacaron de inmediato de sus veleidades
eróticas, instante que aproveché para ponerme en pie y pedir la cuenta. La
invité, pues la cuantía a pagar era bastante asequible, y en mi fuero interno
estaba convencido que veintidós euros en evitación de males mayores, era algo
absolutamente razonable. Dos días después nos plantamos en Burgos, que yo
conocía sobradamente de otras ocasiones, teniendo en cuenta que yo vivía en
Madrid, y estaba a poco más de un tiro de piedra. Así que la dejé brujuleando
por allí, mientras yo me dirigía exclusivamente a la catedral, de la que me
habían dicho que estaba mucho mejor después de la limpieza intensiva de los
últimos años. Y así la ví efectivamente, que, de tan nueva que parecía después
de rascar la piedra, daba la impresión
de recién salida de los estudios de Walt Disney. Después de echarla un vistazo
desde el exterior, entré previo pago de 7 euros, que me pareció una burrada, y
de nada me sirvió argumentar que iba a misa, ni siquiera para un descuento. Entré
y contemplé de nuevo la perspectiva de las tres naves, cortadas impunemente por
el tocho del coro donde se sentaban los curas para entonar sus salmos. Ese
añadido siempre me pareció horrible, y pensé que no podían haber ideado otra más
a propósito para cargarse tal visión. De todas maneras, tras un rápido recorrido
alrededor viendo las capillas y el tríptico del altar central, me fui a ver el Papamoscas, único elemento que, para mi
vergüenza de esteta, me emocionaba de aquel montón de piedras, porque me
retrotraía a mi infancia cuando lo ví por primera vez con mis padres, visita a
Burgos de la cual tampoco olvidaba la estatua del Cid barbudo en el Paseo del
Espolón. Me volví a encontrar con la escocesa en el estupendo albergue de la
ciudad, en donde decidimos salir a la mañana siguiente rumbo a León, y
olvidarnos de Palencia, dónde me hubiera gustado visitar la catedral y
especialmente el exterior, donde sabía que entre las vetustas gárgolas, algún
escultor con sentido del humor y muy heterodoxo, había colado a un fotógrafo,
en una reconstrucción a principios del XX. Antes de acostarnos, la irlandesa y
yo tuvimos una larga discusión propiciada por ella, hablando de las minorías sociales
y su esfuerzo por hacer valer sus derechos. Al hilo de la conversación
Jacqueline se mostro como una independentista furibunda del Ulster, y
partidaria acérrima de la lucha armada del IRA, pues después de todo, decía, nada
en la historia de los pueblos se habían conseguido sin el respaldo de la
violencia. Todas las naciones actuales, todos los Estados tan respetados de la
actualidad, habían dejado tras de sí un reguero de sangre que se pretendía
olvidar y darlas como nacidas de la nada, o de forma espontánea, como una seta
llegado el otoño. Me rogo que no le dijera a nadie esto, pues hoy en día en
Occidente solo vende bien la violencia institucional, y aunque ella fuera
incapaz de matar un mosquito, comprendía que hubiera gente menos pusilánime que
decidiera pasar a la acción. La conversación en la que yo me mantuve en un
discreto segundo plano, dejándole toda la iniciativa, dio un vuelco a nuestra
relación, dejando yo de verla como a una especie de monja seglar, e investirla
de un espíritu guerrero al estilo de Agustina de Aragón o Juana de Arco con
ribetes de hija de puta. A la mañana siguiente nos pusimos en marcha rumbo a
León, donde quería dar por finalizado mi recorrido una semana antes de lo
previsto. Mis seguían hechos polvo con callos y
rozaduras que yo trataba de aliviar con
una serie de ungüentos que me dieron en los Albergues, así como tres
pares de calcetines para disminuir el roce. Al llegara Osorio, Jacqueline
decidió acercarse hasta Frómista, donde está una de las iglesias románicas más
bellas de España, algo que no quería perderse por nada del mundo aunque la
hubiera visitado en varias ocasiones, y tuviera de ella muchas fotografías y un
video. En su opinión, no verla de nuevo sería imperdonable. Con o sin perdón,
yo no me desvié del camino y seguí por la ruta principal camino a Carrión de
los Condes. Cuando nos despedimos en el cruce hacia Frómista, Jacqueline se mostro bastante efusiva, y dijo que quizás
nos viéramos dos semanas adelante en Santiago. No quise decirla que yo lo
dejaba en León, a dónde por cierto llegaría habiendo consumido dos litros de
vino más de lo previsto para esas fechas. Por cierto, que había decidido que
desde Sahagún, no consumiría mas que caldos de la Ribera del Duero, especialmente
Valbuena 5º año o Vega Sicilia, que no daban ningún dolor de
cabeza y me harían contemplar de nuevo la Catedral de León y el Hostal de San
Marcos con la mirada fresca e inocente de un niño. Antes de llegar a Carrión, mi
cabeza se dedico a cavilar sobre el románico y el gótico, que siendo sucesivos
a pesar de los años de intervalo, eran tan diferentes en todo, no solo en la
estructura y tamaño, como en sus componentes interiores, bóvedas, columnas y
arcos. La media bota trasegada, me hizo suponer que era probable que tal cambio
se debiera a una concepción absolutamente diferente del cosmos, o en todo caso
del espacio circundante, o quizás en una relación diferente con la fuente inspiradora
de los mismos. Era descabellado pensar que el románico fue edificado por un
conjunto de enanos que se sentían a las anchas en su reducido interior, y que
el gótico lo fue por unos gigantes tratando de mantener la proporción adecuada.
Claro que también pensé que ambos nos hablaban de la distinta relación con Dios
en ambas épocas. En la primera, este era algo próximo, a la altura de la propia
naturaleza humana; en la segunda, según Iglesia crecía, la relación con el Creador
se fue haciendo mas y mas asimétrica, y lo que contaba era la impresión de
grandeza que la enorme edificación suscitaba en los habitantes de la zona: mira
lo importante son Dios y la Iglesia ante ti, humilde e insignificante ser
humano. En tren días a buen ritmo me planté en León, había pasado por Sahagún, Cervatos
y Carrión de los Condes sin enterarme mas que eran lugares que merecía la pena
visitar, pero si debo ser sincero, en aquellos momentos me apremiaba terminar, me
dolían los pies, llenos de escoceduras que me dificultaban la marcha, y mi
cabeza la verdad que estaba en otro lado, y aunque tuve la oportunidad de
establecer nuevas amistades o conocimientos
en el camino, no me sentía con demasiadas ganas después de las experiencias
previas. Así que me dediqué a meterme en mi propia cabeza y realizar pequeñas
filosofía de bolsillo, entre las cuales llego a ocurrírseme abrazar el Islam y
peregrinar a la Meca, no tanto porque me apeteciera el viaje que hizo Mahoma
desde Medina, sino sobre todo por darle vueltas incansablemente a la piedra
negra, la Kaaba, en un estado semi hipnótico. Siempre me habían atraído los
derviches y su forma de girar hasta caer en trance, pero comprendía que, a estas
alturas de mi vida, no era cuestión de aprender a hacer la peonza, que después
de todo, en eso consistía esa danza. Nada más llegar me dirigí al hostal de San
Marcos, donde a punto estuvieron de negarme el paso dado mi aspecto, pues más
que de peregrino, a esas alturas del viaje, tenía pinta de haragán, habida
cuenta la escasa indumentaria que llevaba. Al final, me permitieron el acceso
al mostrarle un buen fajo de 50 euros que llevaba encima, y me dieron una
habitación con vista a la monumental explanada. Después de asearme, me dirigí
hacia la catedral con un aspecto tan cochambroso como el que llegué, pero en
una tienda de la calle que conduce directo hacia el centro, me metí en una
tienda de ropa y calzado y salí como nuevo, después de tirar en un contenedor
mis avíos viajeros. Me sentía un hombre nuevo, liberado de la carga de un
Camino que se me había hecho pesado apenas recorrido la mitad, pero al mismo
tiempo sintiéndome añorante de algunos momentos y episodios de esos días, que
se me antojaban un tanto cervantinos. Lo cierto es que, a pesar de mi descreencia
de todo el credo católico (y de todos en general), había pensado que en algún
momento habría sentido una llamada interior hacia la fe, como un San Pablo
peatón que cae del caballo camino de Damasco, y oye unas voces que le llevan a
fundar la Cristiandad en Roma, pero no fue así, y en esos momentos me sentía
como cualquier paisano que ha tomado demasiado vino durante demasiados días, y
empieza a pasársele la resaca. Vestido como Dios manda entré un momento al
vestíbulo del hotel Alfonso V, que recordaba otra época con su arquitectura
interior modernista, y enseguida, tras pasar por la Casa Botines de Gaudí, me
acerqué a la catedral y me senté en un banco afuera, desde donde podía verla en
su totalidad. Me parecía muy bella, elegante y esbelta, como siempre, pero esta
vez no quise entrar y sonreí recordando tiempos antiguos, cuando volviendo del
Norte hacia Madrid, me desvié de la ruta prevista para visitarla, encontrándola
cerrada. Las cosas de la vida, me dije,
se abren o se cierran ante uno con más frecuencia de lo que se espera, unas
veces al azar y otras por un súbito deseo que nos sorprende inesperadamente.
Estuve allí largo rato, y poco antes de despedirme definitivamente del lugar,
cuando ya el sol se ponía a espaldas de la catedral, y parecía darla la
irrealidad de un sueño, me acordé con gratitud del Matamoros, que se me iba a
quedar un poco lejos en aquella oportunidad. Me levanté y me adentré en el
Barrio Húmedo pocos metros más allá, pensando en quitarme las penas con algunos
vinos de la tierra, el Bierzo o la Ribera del Duero, que para tal cosa no
importan demasiado la denominación de origen. En aquellos momentos, me hubiera
gustado encontrar allí al catalanista prosoviético Ceucescu Segundo, al cazador
del 4x4 y a Jacqueline la dinamitera, quien
sabe si tal lugar hubiera sido el idóneo para, a pesar de nuestras diferencias,
recibir todos juntos un nuevo bautizo, aunque esta
vez por adentro y con vino tinto.
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