domingo, 12 de junio de 2016

CAMINOS



Cuando me decidí a emprender el camino de Santiago me hallaba en plena forma. Durante varios meses me había dedicado a prepararme físicamente con caminatas diarias y  una alimentación adecuada.  Mi amigo Ernesto me había convencido de que aquello sería una buena prueba de que a mis años se podían realizar pequeñas proezas, como recorrer sus casi ochocientos kilómetros en veinte días,   a razón de cuarenta diarios. La idea en si misma no me entusiasmaba, porque, conociendo la realidad de su existencia histórica, me fastidiaba el hecho de ser una ruta de tipo religioso, al considerarme yo mismo más ateo que la Unión Soviética, por lo que tenía que dar a mi peregrinación un sentido diferente al de los curas, monjas, sacristanes, devotos y toda la patulea católica que me iba a encontrar por el camino, así que me puse a pensar qué otra cosa habría de bueno compatible con la excursión que me esperaba. Lo primero que se me ocurrió, como a casi todos, fue hacerme una guía de los edificios religiosos con los que iba a toparme, iglesias, ermitas,   monasterios, catedrales, conventos, etc…, pero necesitaba algo más, y finalmente se me ocurrió que no estaría mal conocer in situ los diversos caldos del país que me tocara atravesar cada día. Con esta idea in mente comencé a caminar el 20 de Septiembre con una idea en la cabeza, la de tomarme el equivalente a una botella diaria de vino tinto, esperando llevar un diario al que titularía “El camino de Santiago en veinte etapas con la bota llena”. Llevaba efectivamente una bota estupenda que compré en una tienda de cueros y guarnicionería de mi pueblo, llamada “el Caballón”, donde me aseguraron que era una de las pocas auténticas, de las de toda la vida, que aún se conservaban. Como es fácilmente comprensible, prescindí desde un principio de bastón, sombrero y concha, pues en mi calidad de ateo convicto y confeso, podría ser interpretado a lo largo del camino como un escarnio de la fe,  aunque las Cruzadas eran algo hace tiempo finiquitado, quizás no tanto, o que se lo pregunten a Monseñor Gomá  q.e.p.d. Los Cruzados siempre están al quite, dispuestos a reconquistar tierras  sarracenas o como mínimo, a dar su merecido a los incrédulos. Así que, con mi bota en bandolera, me lancé a los caminos del apóstol el día señalado con la moral muy alta, tratando de hacer compatible la fe en la Nada, que era la mía, con la que predicaba un señor llegado hace poco menos de dos mil años por estos lares avisando de  la llegada del Reino de los Cielos encarnada en un judío al otro lado del Mediterráneo. Ahí queda eso, pensaba yo para mis adentros poco después de dar el primer tiento a la bota en  la bonita y agreste salida de Roncesvalles, donde en su día se refugio o combatieron o algo así las huestes de un tal Carlomagno. Hay que joderse, me decía según avanzaba por unas trochas llenas de vegetación, fuera de los habituales circuitos de carretera que alguien me había recomendado, pensar que por  aquí  pasaron miles de personas provenientes de toda la Europa para visitar el Santo Sepulcro de uno de los apóstoles de Cristo, llegado hasta el lugar procedente del Medio Oriente por caminos, terrestres o marítimos, que no está claro, solo porque un ermitaño dijo ver una estrella sobre un bosque, donde se encontraron tiempo adelante, un cementerio y en él su tumba. Pero no quería dar demasiado pábulo a mi pesimismo, ni que el sarcasmo interrumpiera mi itinerario ante un ataque desmedido de lucidez o descreimiento, así que decidí continuar camino de Pamplona, en donde por aquellas fechas, tenían totalmente olvidados los Sanfermines y a Ernest Hemingway, y en la que, como homenaje apócrifo al Santo, recorrí al sprint la calle de la Estafeta hasta la plaza de toros, para finalmente, en un bar de las proximidades, me tomé un chiquito y para asombro de la clientela, entoné el ¡pobre de mí!, y de donde casi tengo que salir por patas, creyendo que era un españolista borracho o un peregrino descreído, casos ambos que no diferían demasiado de la realidad, si se considerar que, además de españolista, era profundamente checoslovaco-ista. Días después en Puente de la Reina, me alojé en el Albergue del Convento de las Reparadoras, después del consumo diario metódico de los vinos de la tierra, que cada mañana introducía en mi flamante bota, a la que había untado con un poco de grasa de caballo por consejo de un entendido que me encontré en el camino, y que verdaderamente le daba una coloración y tono mas acorde con las fatigas y el polvo del camino. Resulto ser un tipo interesante, que me conto su azarosa vida sin perder el paso ni el aliento a lo largo de su itinerario, en el que yo me esforzaba en hacer compatible una determinada velocidad de crucero con la ingesta periódica de vino, de forma que por la noche no tuviera que irme a la cama con una sobredosis vespertina. Era rumano aunque hacía tiempo que vivía en Cataluña, por el Ampurdán, a propósito de la cual me soltó un auténtico speech laudatorio sobre Josep Pla. Un fascista culto que hubiera venido muy bien en su país en lugar de Ceaucescu. No quise meterme en disquisiciones sobre la incoherencia de tal comparación, teniendo en cuenta sobre todo que él no probaba ni gota de alcohol ni acepto nada de él mío  cuando yo se lo ofrecí, pero tuve que aceptar que hay gente capaz de relacionar la velocidad con el tocino como bien dice el refranero popular. Luego, paradójicamente, y sin solución de continuidad, me dijo que, a pesar de su muerte indigna, Nicolás (Ceaucescu) había sido en el fondo un patriota incomprendido, pues de hecho la incultura de un pueblo, en este caso el rumano, se merece a un tirano que, aunque abuse de él en beneficio propio, sepa darle una identidad de la que carecen, pues, si tenía que ser sincero, su país era mundialmente conocido solo desde que un tal Bram Stoker, escribió  Drácula. Rumania era por lo tanto, exclusivamente el país de Drácula, el famoso conde escondido en los Cárpatos, desde donde se dedicaba a rivalizar con los vampiros ¡Menudo país! Por la noche nos alojamos en el Albergue después de cenar frugalmente y nos metimos en una litera en la que el ocupaba la cama de arriba y yo la de abajo como ya iba siendo mi costumbre. Antes de dormirnos me dijo que había estado casado en dos ocasiones,   y que sus mujeres siempre le dejaron porque, según ellas, no ponía el suficiente interés en la relación. Luego me pregunto por mi relación sentimental, a lo que le respondí que estaba divorciado, pero que había estado casado mucho tiempo. Se quedo un rato en silencio y luego me dijo que a sus años había comprendido que las mujeres no eran imprescindibles, y no contaban en sus expectativas de futuro. Me dejo un tanto perplejo con tantas confesiones tan detalladas, que no me parecían que vinieran demasiado a cuento, y más a aquellas horas. Poco después le oí susurrar algo al tiempo que el bastidor de la litera empezaba a moverse rítmica y aceleradamente, hasta acabar cimbreándose de una manera que solo un polvo o una paja sin concesiones a la galería, pueden provocar, por lo que tuve claro que en cuanto amaneciera, después de recargar la bota, salía por patas de tan sorprendente compañía. Y así hice, aún no había amanecido cuando me levanté y puse tierra de por medio con aquel singular personaje, que estaba seguro que todavía podía prepararme nuevas sorpresas, pues lo que parecía aproximarse era una declaración en toda regla. Me alejé de Viana, y pude entrever al amanecer varios campanarios y torreones, que supuse pertenecían a iglesias y palacios afamados del lugar, pero a los que las prisas de mi huída no me permitían una visita más detallada. Con un solo trozo de pan como combustible matinal, traté de establecer suficiente distancia con mi posible perseguidor, y solo más adelante me paré en un barucho de carretera, donde desayuné un poco a la carrera un café con leche y unos bollos un tanto revenidos, que tenían guardados en una especie de alacena sobre la cafetera. Por un día no pude ponerme exigente con el vino, que normalmente elegía de Crianza, y rellené la bota con un infecto peleón para cumplir el programa fijado, aunque dispuesto a cambiarlo por otro más adelante si encontraba el lugar adecuado. Pronto aflojé el paso pensando que la diferencia con el rumano ya sería más que suficiente. Hacía un día magnífico y la temperatura adecuada para andar o hacer un ejercicio moderado sin agobios, así que me dediqué a dejar vagar la cabeza con lo que me iba surgiendo a cada paso. En aquella época, yo tenía una especial fijación con la naturaleza, sobre todo con árboles y arbustos, a los que por primera vez contemplaba como seres vivos auténticos, que si bien no tenían cerebro, se las componían estupendamente para sobrevivir modestamente, y darnos no solo sombra sino madera y otros productos, sin por ello pedir un duro a cambio. Pensé esto cuando el segundo peleón había ya sobrepasado mi gaznate, por lo que empecé a considerar si el porcentaje de alcohol de la bota era superior al normal, pues inmediatamente pasé a temas filosóficos que habitualmente me tienen sin cuidado. En primer lugar me di cuenta que mi percepción del espacio había cambiado, de tal manera que, estando donde estaba, tenía la sensación al mismo tiempo de estar viendo una película en la que yo era protagonista. Andaba por la carretera y saludaba a los aldeanos que en ocasiones me devolvían el saludo, y en otras, exclamaban algo que no alcanzaba a comprender, e incluso había quienes se llevaban un dedo a la cabeza en un gesto que me era muy familiar, pero que a la altura, ya cerca del mediodía del tercer empujón a la bota, no comprendía del todo. Me senté a la sombra de un plátano a unos metros de la carretera y me quedé un tanto amodorrado, la cabeza parecía haber cobrado total independencia de mí, y me presentaba temas y ocurrencias absolutamente ajenas a mi voluntad. Recuerdo que en determinado momento pensaba que, después de todo, nunca se ha sabido de culturas ni civilizaciones ateas o que incluso resultaría incomprensible el descubrimiento de tribus salvajes ateas, de tal manera, me dije, que el ateísmo es lo menos natural de todo, por lo que decidí que quizás era llegado el momento de abrazar alguna fe, aunque fuera a contrapelo, o como mínimo, crearme demiurgos de tipo casero de quita y pon. Animales, árboles, elementos atmosféricos o esotéricos que al menos sirvieran para pasar el rato, adorarles o pedirles cuentas de nuestras dificultades. Andaba a esas alturas de mis ensoñaciones matinales, cuando unos retortijones inaguantables me hicieron volver a la realidad, bajarme los pantalones y entre unas matas un poco más allá, verificar de que era capaz el vino peleón navarro, pues tanto por arriba como por abajo, ofrecía a aquellos bellos campos del lugar, una ofrenda que, dada su riqueza en etanoles, estoy seguro no me agradecerían. Cuando pude reponerme y vaciar la bota del vino que sabía causante de mis malestares, me quedé sobre el terreno, tratando de reponerme y descansar, aunque ya estaba claro que ese día no iba a poder cumplir el programa previsto, pero lo acepté con resignación cristiana después de mis disquisiciones internas previas, en las quien daba por buenas no solo las creencias en un solo Dios Todopoderoso, sino la fe ilimitada, si fuera preciso, en el Dios escarabajo, algo que después de todo ya hicieron en su día los egipcios. Al abrir los ojos, tiempo después, me di cuenta que deberían haber pasado tres o cuatro horas, se había cubierto parcialmente, y en el cielo era recorrido por unas bellísimas nubes que, recordando lo estudiado en el bachillerato me impulsaron a decir en voz alta  “cirronimbos”, sumiéndome en una ensoñación poética que me condujo directamente a Neruda, de quien recité un fragmento tratando de recordar el paisaje de Isla Negra, un lugar en la costa de Chile donde estuvo su casa, pero en la que nunca había estado.”Todo es posible me dije”, y en ese preciso momento la cara del rumano se recorto contra el cielo junto a las nubes, a la vez que exclamaba  “Coño, paisano!”. La verdad es que la llegada de Ceaucescu Segundo fue providencial, pues cuando quise ponerme en pié, me di cuenta de que mis piernas flojeaban y su ayuda me venía muy bien. A pesar de todo, decidí quedarme en una especie de hostal que estaba muy cerca de allí, pensando en descansar esa noche y recuperarme para el día siguiente. Por la tarde me pude tomar una sopa caliente, y me fui pronto a la cama, mientras el rumano se quedaba en el comedor charlando con otros peregrinos llegados a última hora. Se alojaba en una habitación al lado de la mía, y me dijo que por la mañana me esperaría abajo para ponernos en marcha de nuevo, si me sentía bien. Aunque no las tenía todas conmigo, lo cierto es que al día siguiente me levanté sintiéndome perfectamente, y bajé dispuesto a un rápido desayuno y salir enseguida, pensando en recuperar algo de tiempo después del desastre originado por el vino peleón. La sorpresa esta vez consistió en que el de los Cárpatos se había largado, cargándome a mí el muerto de su habitación y dejándome un sobre. Lo abrí y en un papel de lo más rústico me encontré una nota en la que me decía que intentara alcanzarle, que era un mariconazo, y que parecía mentira que me llamara Santiago.  Dudé en pagar o no hacerlo, pero lo cierto es que las dos habitaciones estaban a mi nombre y no tenía escapatoria, con lo que el  quasi soviético admirador de Pla, me devolvía el abandono del día anterior con un recargo de veinte euros, que, después de todo no era para tanto, si lograba definitivamente librarme de él. Ya en la carretera, pensé que a pesar de lo dicho por el rumano, mi nombre en España no tenía nada de particular ni se suponía que los Santiagos tuvieran que ser especialmente bondadosos, bienpensantes o devotos del apóstol, a quien por otro lado empecé de nuevo a coger cierta ojeriza, no tanto por su peripecia hispana, sino por la leyenda surgida de su figura, en la cual se le consideraba como un héroe nacional o poco menos,  habiendo pasado a cuchillo, al parecer, a legiones de moros. La leyenda de Santiago Matamoros, me pesaba en esos momentos, y me hacía ver que mis progenitores, sobre todo mamá, no había estado muy afortunadamente poniéndome ese nombre, prácticamente el de un asesino en serie “old fashion”. Lo cierto es que, sin embargo, en ese día me quedaban otros héroes nacionales, o casi, como Santiago Calatrava, cuyos edificios admiraba, y a otro nivel, Santiago Segura, merecedor sin duda a un Oscar a la película más cutre pero más divertida de los últimos años. Parte del camino matinal lo pasé tratando de recordar Santiagos famosos, o al menos conocidos, que pudieran compensarme del oprobio de mi tocayo el apóstol, y recordé también a Ramón y Cajal, e incluso en plan chistoso a Santillana, el pueblo de los bisontes prehistóricos vecino del mío. Sin olvidar el Santiago Bernabeu, bastión de las proezas del club de fútbol presumiblemente más santiaguino que se pueda uno imaginar. Pero sobre estos y otros, se imponía siempre la leyenda del “Santiago y cierra España”, como divisa de la España más violenta y cerril. Pude terminar el día y quedarme a las puertas de Estella en un hotel de tres estrellas, pues aún no me sentía muy allá, y prefería cuidarme y poder proseguir plenamente recuperado al día siguiente. Ese día solo había podido trasegar media botella crianza de la Rioja alavesa, previendo que tiempo habría para ponerme al día del número de botas previsto. En el comedor, antes de subir a acostarme, hice una cena ligera con bastantes hidratos de carbono para recuperarme del esfuerzo del día. Allí pude ver a un tipo de peregrinos bastante frecuentes. Gente bien que realizaba algunas etapas del camino a pie, mientras sus mujeres les siguen en sus coches, normalmente 4x4, y les esperan en los lugares más tópicos o significativos del recorrido. Por la noche se reunían en un buen hotel y se contaban las batallitas del día hablando sin parar de la próxima temporada de caza y de la belleza del románico. A la mañana nos pusimos en marcha todos juntos, yo integrado en el pelotón de pijos,  en el que, de acuerdo con determinados criterios, también yo podía incluirme, y aunque al principio solo nos saludamos con cierta hosquedad, poco comprensible para devotos cristianos, poco más adelante uno de ellos y yo nos adelantamos, y comenzamos una conversación de carácter banal en la que él, sin embargo, acabo hablándome con cierto entusiasmo de la caza, a pesar de que yo de entrada no tenía ni idea porque no había pegado un tiro en mi vida, y tampoco había hecho el servicio militar por pies planos, que sin embargo, nunca me habían molestado para caminar. No se dio por enterado y siguio perorando con entusiasmo de sus actividades cinegéticas. En la actualidad se dedicaba sobre todo a las liebres “y todo lo que tiene plumas, ya sabes: todo lo que vuela a la cazuela”. Aquel tiparraco estaba empezando a desquiciarme porque la caza, aunque sea conveniente para el equilibrio de la población de ciertas especies, me parecía una muestra de la mala leche reprimida de ciertas personas, o su inconsciencia en fusilar a seres vivos, independientemente de cualquier beneficio. Los tipos que disfrutaban disparando a lo que un instante antes se movía, para dejarlo tieso como una mojama poco después, me parecían crueles, y más este cabrón, que poco después me confeso que no recordaba mayor placer que el que experimento teniendo quince añitos, cuando su papá en una cacería en los Picos de Europa le dejo disparar a un rebeco y lo dejo frito allí mismo. ”Fue como un orgasmo, créeme”, dijo el pájaro, momento en que apreté el paso para despegarme, espetándole “perdona, pero me han dicho que más adelante está tu padre, y voy a ver si le acierto entre los cuernos”. Intento montarme un rifirrafe allí mismo, pero no pudo seguirme y le dejé atrás pegando voces, mientras otros compañeros se le unían para saber que había ocurrido. Pasado Estella les perdí de vista, esperando no volver a verles, pues lo mismo haciendo caso omiso al mandato divino, y siguiendo sin embargo la belicosidad del Matamoros, me ponían la cara como un pan. De Estella, a pesar de atravesarla por en medio del pueblo, preferí no enterarme demasiado con el enemigo a mis espaldas, y pensé que de todas maneras siempre hay buenas guías del Camino y de la región, por las que podría enterarme y dar la impresión de que la había visitado, aunque fuera un poco precipitadamente. Tampoco quería apretar el paso en exceso, pues aunque me sentía en plena forma, temía también toparme con el Ceaucescu, a quien de alguna forma temía, aunque no entendía muy bien por qué, pues de hecho debía ser él, y no yo el que no quisiera verme, puesto que me debía veinte euros, pero por lo que sea, el hecho de haber pensado que posiblemente fuera marica me hacía sentir mal, por lo que me di cuenta de cómo en ocasiones, nos sentimos culpables por pensamientos que ni siquiera hemos expresado. Una vez más, fui consciente que de nuevo me complicaba la vida pensando más de la cuenta, y dándole vueltas a ideas absurdas, así que decidí que era el momento de darme un buen lingotazo y apurar la bota algo más de lo habitual, cosa que hice de inmediato, teniendo la impresión a posteriori de que la naturaleza había recobrado un verdor que no recordaba desde la infancia, y que los pajaritos gorjeaban maravillosamente, ocultando el monótono cricri de grillos y chicharras, si es que quedaban. Cuando quise darme cuenta ya era noche cerrada, así que decidí que no valía la pena seguir andando por la carretera, arriesgándome a que las mujeres de los pijos me localizaran con sus 4x4, avisaran, y decidieran darme un repaso, así que cuando ví que mis fuerzas flaqueaban, saqué un bocadillo de queso y mortadela que había comprado poco antes, y me dispuse a echarme debajo de un roble que encontré no muy lejos de la carretera. Tenía un saco de dormir muy viejo pero que podía servirme todavía, ya que hacía u tiempo espléndido. Me daba miedo la posibilidad  de que me visitara algún perro famélico poco amigo de contemporizar, o cualquier bicho de los que salen de paseo cuando el sol se pone pero me arriesgué, y debo confesar que tras los bocadillos y el resto de vino de la bota, me quedé dormido como un bendito, hasta que por la mañana me despertaron el canto de algunos gallos madrugadores y un cerdo que hozaba  cerca de mis pies. No sé de donde se había escapado el bicho, pues no era una zona de alcornocales, ni se veía otro animal ni granja por los alrededores, así que acabé decidiendo que, en cierto sentido como yo, se trataba de un disidente de alguna piara próxima. Cuando me levanté, el gorrino pareció haberme cogido simpatía, y cuando me puse a andar a cierta distancia de la carretera, pero siguiendo su dirección, decidió seguirme con notable contento, como si esperara algún tipo de recompensa o mantener una amistad que no había hecho más que empezar. Cuando me cansé, le lancé lejos un trozo de pan que me sobraba, y se quedo tan contento comiéndoselo, momento que aproveché para saltar una valla y dejarlo atrás. Seguí andando varios días campo a través, tratando de mantener la carretera a la vista, y acercándome solamente para aprovisionarme cuando veía unas casas o una población, momento en el que, cuando era preciso, me acercaba para comer en algún bar de mala muerte, o más frecuentemente para aprovisionarme, esencialmente a base de embutidos y fruta, lo que por un lado me daba calorías y por otro el azúcar suficiente para seguir. Había cogido miedo al grupo de los pijos, pues tenía claro que los señoritos por las buenas son muy llevaderos, pero puestos a mala hostia, se engominan el pelo, se trajean ceñido, y reparten hasta a sus parientes más próximos si tienen ocasión y consideran que han sido traicionados los valores de su estirpe. Cuando quise darme cuenta, poco después, llegué a un pueblo de Burgos pequeñito, pero que me gusto mucho llamado Belorado. Lo que más me llamo la atención de él, fue una aglomeración de gente a la entrada de un local con aspecto de fábrica o taller, en el que alguien me dijo se vendían prendas de piel y cuero de primera calidad. Pensé que podía ser una buena oportunidad para comprarme algo de abrigo, porque algunas tardes la cazadora que llevaba parecía no era suficiente, pero cuando estaba a menos de cien metros, vi al clan de los cazadores, que por sus voces y gritos, parecían haber comprado medio almacén, y se dedicaban a meterlo en sus vehículos como si fueran las pieles de las capturas de una cacería. Me largué de allí a toda velocidad, tratando de ocultarme entre las casas de las inmediaciones, donde no sé si por mi aspecto, o por el simple hecho de verme con la bota, un grupo de comadres sentadas al aire libre, se puso a aplaudirme con inusitado entusiasmo, momento en el que decidí pegarle un tiento a la bota en su presencia, y ofrecerle otro a un abuelo que parecía estar allí a la espera de peregrinos, con la paciencia de un seguidor del Tour de Francia. Tras pegarle un buen tiento, el buen hombre mirándome con unos ojos desorbitados exclamo “¡rediós con el peregrino!”. Sin duda alguna, estaba en Castilla. Alguien me indico donde estaba el albergue, y antes de que a los señoritos se les hubiera pasado el entusiasmo paracinegético, me metí en él como en una guarida donde uno busca refugio ante unas alimañas. Tuve suerte y había sitio, por lo que enseguida me tomé la cena que ofrecían en un comedor anexo por tres euros, y enseguida me fui a la cama, después de ducharme, momento en el cual, pude comprobar que mi cuerpo conservaba todas sus partes, cabeza, tronco y extremidades, pero que en de estas últimas, las inferiores, los que antes eran considerados estrictamente como pies, eran lo más parecido a unos pimientos morrones maltratados. Esa noche en la cama, me dio por hacer un resumen de los días transcurridos, y la verdad es que estaba realizando un recorrido sui generis, pues de hecho no me estaba enterando de casi nada, ya que en mi empeño por mantenerme fuera de caminos y carreteras y adentrarme por trochas, vericuetos y campo a través, había dejado de lado como poco a Logroño, Nájera y Santo Domingo de la Calzada, pero verdaderamente, tampoco me importaba demasiado. A estas alturas del recorrido, y dado el estado de mis pies, empezaba a pensar que quizás no iba a terminar el Camino. Iba a llegar a León, que yo ya conocía, y que me parecía un lugar idóneo como fin de trayecto y de igual importancia que Santiago. De hecho, su catedral me parecía la más bonita de la península ibérica, y sus vidrieras inigualables, además  del magnífico Parador de San Marcos. Lo cierto que tras diez días de camino, veía difícil terminar y no estaría mal en Primavera sumarme al periplo que iba a hacer mi amigo Ernesto. Al día siguiente decidí seguir la carretera todo el rato, pues me encontraba más maltrecho de lo habitual, posiblemente por  haberme alejado de ella con demasiada frecuencia. Al poco de salir a la mañana siguiente de Belorado, después de echar un vistazo a varias de sus iglesias, me puse en camino después de desayunar copiosamente y rellenar la bota, esta vez con un Cune Reserva no previsto, pero que el acortamiento de mi viaje permitía a mi presupuesto. Ya en carretera, pasé a una buena cantidad de peregrinos, que parecían transitar por la misma con la calma de alguien que se dedica a ver escaparates un sábado por la tarde, señal inequívoca del cansancio acumulado, o de que hacían una marcha mixta, a pie y en coche. También fui sobrepasado por un ejemplar absolutamente atípico, un chico joven que andaba haciendo lo que se llamaba marcha atlética, con contoneo de caderas incluido. Fue esa misma mañana cuando conocí a uno de los personajes más singulares de mi vida. Se trataba de Jacqueline, una irlandesa de origen francés, natural de Belfast, católica acérrima, que era la cuarta vez, según me contó, que hacía el recorrido. Era una mujer alta, gorda, abundante de todo, y que cargaba con no menos de quince kilos a sus espaldas, el equivalente a una bombona de butano, que sin embargo parecía transportar con bastante comodidad. Me pregunto si tenía agua, pero no rehuso echar un trago de vino de la bota poco después de echar un trago de mi cantimplora. A partir de ahí, seguimos charlando durante un buen trecho, en el cual, excepto en los momentos que se permitía pequeños silencios para recobrar el resuello, no paro de hablar, dándome todo tipo de detalles de su vida, desde su filiación casi completa, hasta datos muy personales que yo no hubiera osado preguntarle, entre otras cosas porque me tenían sin cuidado. Decía seguir fielmente al Papa de Roma, pero en lo que no estaba de acuerdo con él, era en la prohibición del condón, momento en que, de hecho, me enseño unos “Durex Sensibilidad”, que llevaba en uno de los bolsillos, pues el sida era el sida, y una se puede quedar preñada de cualquiera a poco que se descuide, pues ella no estaba de acuerdo con la práctica del tirón, y como el aborto le parecía un crimen horrendo, no tenía más remedio que tomar precauciones por si acaso. Si no fuera por su utilización, estaba segura que ya tendría familia numerosa. Era una mujer dicharachera, de poco más de cuarenta años, camuflados tras una humanidad demasiado aparatosa que la hacían mayor, y desde mi punto de vista, un tanto optimista en cuanto a sus posibilidades de atraer a los usuarios del Durex, pues en mi opinión, había que tener muchas ganas o estar muy desesperado, pero en todo caso nunca se sabe, y ella debía tener bastante experiencia. Yo esperaba que aquel afluir casi ininterrumpido de palabras en este sentido, no fuera un globo sonda, sobre todo cuando hacia las dos de la tarde me propuso entrar en un restaurante, en el que era visible por encima del letrero de la casa, otro,  escrito a mano, que decía “hay camas”. Lo cierto es que durante la comida, tras varios vasos de vino, yo pedí  Ribera de Duero para variar, Jacqueline paso directamente a la acción  poniéndose a mi lado, so pretexto de ver las noticias en la televisión frente a mí, momento en el que me llegaron no solo los efluvios de una mezcla de sudor y Chanel numero 5,  sino las adiposidades de sus caderas, que por poco me expulsan de la bancada donde estábamos sentados, y de sus brazos, cuya contemplación próxima me recordaban a lo que luego identifiqué como mis propios muslos. Afortunadamente, logré zafarme del acoso con varios chistes sobre ingleses que recordé en esos momentos, y que odiándolos como ella, la sacaron de inmediato de sus veleidades eróticas, instante que aproveché para ponerme en pie y pedir la cuenta. La invité, pues la cuantía a pagar era bastante asequible, y en mi fuero interno estaba convencido que veintidós euros en evitación de males mayores, era algo absolutamente razonable. Dos días después nos plantamos en Burgos, que yo conocía sobradamente de otras ocasiones, teniendo en cuenta que yo vivía en Madrid, y estaba a poco más de un tiro de piedra. Así que la dejé brujuleando por allí, mientras yo me dirigía exclusivamente a la catedral, de la que me habían dicho que estaba mucho mejor después de la limpieza intensiva de los últimos años. Y así la ví efectivamente, que, de tan nueva que parecía después de rascar la piedra,  daba la impresión de recién salida de los estudios de Walt Disney. Después de echarla un vistazo desde el exterior, entré previo pago de 7 euros, que me pareció una burrada, y de nada me sirvió argumentar que iba a misa, ni siquiera para un descuento. Entré y contemplé de nuevo la perspectiva de las tres naves, cortadas impunemente por el tocho del coro donde se sentaban los curas para entonar sus salmos. Ese añadido siempre me pareció horrible, y pensé que no podían haber ideado otra más a propósito para cargarse tal visión. De todas maneras, tras un rápido recorrido alrededor viendo las capillas y el tríptico del altar central, me fui a ver  el Papamoscas, único elemento que, para mi vergüenza de esteta, me emocionaba de aquel montón de piedras, porque me retrotraía a mi infancia cuando lo ví por primera vez con mis padres, visita a Burgos de la cual tampoco olvidaba la estatua del Cid barbudo en el Paseo del Espolón. Me volví a encontrar con la escocesa en el estupendo albergue de la ciudad, en donde decidimos salir a la mañana siguiente rumbo a León, y olvidarnos de Palencia, dónde me hubiera gustado visitar la catedral y especialmente el exterior, donde sabía que entre las vetustas gárgolas, algún escultor con sentido del humor y muy heterodoxo, había colado a un fotógrafo, en una reconstrucción a principios del XX. Antes de acostarnos, la irlandesa y yo tuvimos una larga discusión propiciada por ella, hablando de las minorías sociales y su esfuerzo por hacer valer sus derechos. Al hilo de la conversación Jacqueline se mostro como una independentista furibunda del Ulster, y partidaria acérrima de la lucha armada del IRA, pues después de todo, decía, nada en la historia de los pueblos se habían conseguido sin el respaldo de la violencia. Todas las naciones actuales, todos los Estados tan respetados de la actualidad, habían dejado tras de sí un reguero de sangre que se pretendía olvidar y darlas como nacidas de la nada, o de forma espontánea, como una seta llegado el otoño. Me rogo que no le dijera a nadie esto, pues hoy en día en Occidente solo vende bien la violencia institucional, y aunque ella fuera incapaz de matar un mosquito, comprendía que hubiera gente menos pusilánime que decidiera pasar a la acción. La conversación en la que yo me mantuve en un discreto segundo plano, dejándole toda la iniciativa, dio un vuelco a nuestra relación, dejando yo de verla como a una especie de monja seglar, e investirla de un espíritu guerrero al estilo de Agustina de Aragón o Juana de Arco con ribetes de hija de puta. A la mañana siguiente nos pusimos en marcha rumbo a León, donde quería dar por finalizado mi recorrido una semana antes de lo previsto. Mis seguían hechos polvo con callos y  rozaduras que yo trataba de aliviar con  una serie de ungüentos que me dieron en los Albergues, así como tres pares de calcetines para disminuir el roce. Al llegara Osorio, Jacqueline decidió acercarse hasta Frómista, donde está una de las iglesias románicas más bellas de España, algo que no quería perderse por nada del mundo aunque la hubiera visitado en varias ocasiones, y tuviera de ella muchas fotografías y un video. En su opinión, no verla de nuevo sería imperdonable. Con o sin perdón, yo no me desvié del camino y seguí por la ruta principal camino a Carrión de los Condes. Cuando nos despedimos en el cruce hacia Frómista, Jacqueline  se mostro bastante efusiva, y dijo que quizás nos viéramos dos semanas adelante en Santiago. No quise decirla que yo lo dejaba en León, a dónde por cierto llegaría habiendo consumido dos litros de vino más de lo previsto para esas fechas. Por cierto, que había decidido que desde Sahagún, no consumiría mas que caldos de la Ribera del Duero, especialmente Valbuena 5º año o Vega Sicilia, que no daban ningún dolor de cabeza y me harían contemplar de nuevo la Catedral de León y el Hostal de San Marcos con la mirada fresca e inocente de un niño. Antes de llegar a Carrión, mi cabeza se dedico a cavilar sobre el románico y el gótico, que siendo sucesivos a pesar de los años de intervalo, eran tan diferentes en todo, no solo en la estructura y tamaño, como en sus componentes interiores, bóvedas, columnas y arcos. La media bota trasegada, me hizo suponer que era probable que tal cambio se debiera a una concepción absolutamente diferente del cosmos, o en todo caso del espacio circundante, o quizás en una relación diferente con la fuente inspiradora de los mismos. Era descabellado pensar que el románico fue edificado por un conjunto de enanos que se sentían a las anchas en su reducido interior, y que el gótico lo fue por unos gigantes tratando de mantener la proporción adecuada. Claro que también pensé que ambos nos hablaban de la distinta relación con Dios en ambas épocas. En la primera, este era algo próximo, a la altura de la propia naturaleza humana; en la segunda, según Iglesia crecía, la relación con el Creador se fue haciendo mas y mas asimétrica, y lo que contaba era la impresión de grandeza que la enorme edificación suscitaba en los habitantes de la zona: mira lo importante son Dios y la Iglesia ante ti, humilde e insignificante ser humano. En tren días a buen ritmo me planté en León, había pasado por Sahagún, Cervatos y Carrión de los Condes sin enterarme mas que eran lugares que merecía la pena visitar, pero si debo ser sincero, en aquellos momentos me apremiaba terminar, me dolían los pies, llenos de escoceduras que me dificultaban la marcha, y mi cabeza la verdad que estaba en otro lado, y aunque tuve la oportunidad de establecer nuevas  amistades o conocimientos en el camino, no me sentía con demasiadas ganas después de las experiencias previas. Así que me dediqué a meterme en mi propia cabeza y realizar pequeñas filosofía de bolsillo, entre las cuales llego a ocurrírseme abrazar el Islam y peregrinar a la Meca, no tanto porque me apeteciera el viaje que hizo Mahoma desde Medina, sino sobre todo por darle vueltas incansablemente a la piedra negra, la Kaaba, en un estado semi hipnótico. Siempre me habían atraído los derviches y su forma de girar hasta caer en trance, pero comprendía que, a estas alturas de mi vida, no era cuestión de aprender a hacer la peonza, que después de todo, en eso consistía esa danza. Nada más llegar me dirigí al hostal de San Marcos, donde a punto estuvieron de negarme el paso dado mi aspecto, pues más que de peregrino, a esas alturas del viaje, tenía pinta de haragán, habida cuenta la escasa indumentaria que llevaba. Al final, me permitieron el acceso al mostrarle un buen fajo de 50 euros que llevaba encima, y me dieron una habitación con vista a la monumental explanada. Después de asearme, me dirigí hacia la catedral con un aspecto tan cochambroso como el que llegué, pero en una tienda de la calle que conduce directo hacia el centro, me metí en una tienda de ropa y calzado y salí como nuevo, después de tirar en un contenedor mis avíos viajeros. Me sentía un hombre nuevo, liberado de la carga de un Camino que se me había hecho pesado apenas recorrido la mitad, pero al mismo tiempo sintiéndome añorante de algunos momentos y episodios de esos días, que se me antojaban un tanto cervantinos. Lo cierto es que, a pesar de mi descreencia de todo el credo católico (y de todos en general), había pensado que en algún momento habría sentido una llamada interior hacia la fe, como un San Pablo peatón que cae del caballo camino de Damasco, y oye unas voces que le llevan a fundar la Cristiandad en Roma, pero no fue así, y en esos momentos me sentía como cualquier paisano que ha tomado demasiado vino durante demasiados días, y empieza a pasársele la resaca. Vestido como Dios manda entré un momento al vestíbulo del hotel Alfonso V, que recordaba otra época con su arquitectura interior modernista, y enseguida, tras pasar por la Casa Botines de Gaudí, me acerqué a la catedral y me senté en un banco afuera, desde donde podía verla en su totalidad. Me parecía muy bella, elegante y esbelta, como siempre, pero esta vez no quise entrar y sonreí recordando tiempos antiguos, cuando volviendo del Norte hacia Madrid, me desvié de la ruta prevista para visitarla, encontrándola cerrada. Las cosas de la vida, me dije,  se abren o se cierran ante uno con más frecuencia de lo que se espera, unas veces al azar y otras por un súbito deseo que nos sorprende inesperadamente. Estuve allí largo rato, y poco antes de despedirme definitivamente del lugar, cuando ya el sol se ponía a espaldas de la catedral, y parecía darla la irrealidad de un sueño, me acordé con gratitud del Matamoros, que se me iba a quedar un poco lejos en aquella oportunidad. Me levanté y me adentré en el Barrio Húmedo pocos metros más allá, pensando en quitarme las penas con algunos vinos de la tierra, el Bierzo o la Ribera del Duero, que para tal cosa no importan demasiado la denominación de origen. En aquellos momentos, me hubiera gustado encontrar allí al catalanista prosoviético Ceucescu Segundo, al cazador del 4x4 y a  Jacqueline la dinamitera, quien sabe si tal lugar hubiera sido el idóneo para, a pesar de nuestras diferencias, recibir todos juntos un nuevo bautizo,  aunque  esta vez por adentro y con vino tinto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario