Duermo con la
persiana levantada y las cortinas abiertas, por lo que cuando me despierto por
la mañana y abro los ojos, lo primero que veo es un rectángulo azul. Podría
tratarse de un cielo gris o de unas nubes dispersas, por ejemplo, pero no es
así. Se trata de un azul intenso que en ocasiones me recuerda al de Chagall. Un
cielo añilado. Casi malva. Empieza a agobiarme esta rutina, como si el cielo se
tratara de un brochazo violento sobre un lienzo. Demasiada monotonía, pienso, y
echo de menos otro tiempo, en el que cada amanecer suponía una sorpresa. Creo
que se ha mitificado el cielo azul. Como buenos europeos, prisioneros de unas
latitudes demasiado septentrionales, no valoramos como es preciso las nubes, y
un cielo así se ha vuelto el equivalente del buen tiempo, las vacaciones y las
temperaturas agradables. Pero aquí hace ya demasiado tiempo que nada cambia, el
anticiclón gravita sobre nosotros, y las borrascas se han quedado sobre el
Atlántico o emprenden caminos alejándose. Me preocupa lo que sucede y empiezo a
obsesionarme, aunque no me decido a bajar la persiana, pues a pesar de todo me
gusta ver la luz por la mañana, y pensar que otro día es aún posible. Sin
embargo, no quiero engañarme, y sé que el azul seguirá ahí amenazante, casi
hostil, dispuesto a apoderarse de los rincones más recónditos de mi casa. De
todas las casas, hay que precisar, pues este no es un problema exclusivamente
mío, ojalá, pero ya las autoridades han empezado a plantearse qué hacer si la
situación se prolonga más de la cuenta.
Puede parecer
absurdo, pero después de más de un año con el cielo totalmente despejado,
empiezo a añorar los días que en su momento aborrecí. Días con el cielo plomizo
y el agua cayendo a mares, días de nubes arrebatadas por un viento casi cruel,
que hacía volar los paraguas y agitaba las copas de los árboles. Ya nada es
igual, y paradójicamente nos cobija un cielo azul nada protector (recuerdo aquí
la película de Bertolucci), que reseca la tierra y nos amenaza, como si en un
momento dado pudiera derrumbarse sobre nosotros y abrasarnos. Hasta tal punto
se ha adentrado en mí este azul, que incluso lo veo a oscuras o con los ojos
cerrados, como si una mano oculta, hubiera inoculado en mi cerebro la amenaza
que se cierne sobre nuestras cabezas. Procuro no pensar en ello a pesar de su
evidencia, y no enciendo la radio ni la televisión, que se apresuran a informar
de la situación a todas horas con una minuciosidad obsesiva. Hablan de nubes
lejanas, de nubes en lugares remotos del globo, donde la lluvia es aún algo
esperable y no sólo una promesa poco creíble, pero uno cree adivinar lo que
callan: la amenaza temprana de una lluvia de fuego. Da la impresión de que al
hablar sin parar sobre el asunto, piensan que el dios del espacio se volverá
clemente, y deshará la obcecación de las isobaras y las altas presiones. Pero
yo sé que no será así, y cuando paseo trato de no mirar a los jardines donde el
verdor se agostó hace tiempo definitivamente, y las flores de esta primavera
brillaron por su ausencia. Ni siquiera la arcilla perdura, vuelta ya en un
polvo que asciende y se posa sobre el mundo como un manto fúnebre, como una
mortaja.
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