Cuando en un recodo de la callejuela por donde me
había aventurado una tarde de Diciembre bajo un auténtico diluvio, me topé
impensadamente con un cartel un tanto desvaído bajo una luz mortecina, que
rezaba “Las almas perdidas”, me quedé por un momento atónito, pues si buscaba
en aquél momento una definición de mi estado de ánimo, esa era sin duda la más
aproximada. Estaba calado hasta los huesos, a pesar de llevar una gabardina,
que al parecer solo tenía de tal el nombre, pues desde el mismo momento en que empezó a llover moderadamente hasta que
por fin se desató la tormenta, fui consciente que no había que fiarse de las
apariencias, y que aquél trozo de saco comprado en un chino era absolutamente
permeable al meteoro desencadenado. Una
vez que me decidí a entrar, alguien me ofreció secarla al lado de una evocadora
chimenea encendida al final de la sala, gesto que agradecí, pues hubiera sido
incapaz de soportar mucho más tiempo aquella piltrafa empapada que me cubría de
arriba a abajo. Cuando más tarde, y ya medianamente seco, pude al fin ser
consciente del lugar dónde me había metido, observé que aquel sitio, sin estar
atestado de gente, sí parecía tener un éxito evidente para determinado tipo de
personas que se agrupaban casi en silencio a lo largo y ancho del local. Siendo
bastante diferentes de aspecto, todos parecían sin embargo investidos de un
tipo característico de personalidad, que les mantenía agrupados en corros diferentes según determinados criterios, según más tarde
me contaron. Independientemente de las diferencias entre los diversos grupos, todos
actuaban de forma bastante similar, siguiendo ciertas pautas comunes que los
identificaba entre sí más allá de sus peculiaridades. Todos, en general,
mantenían un tono de conversación muy bajo, como si en lugar de hablar
susurraran, y ninguna voz pudiera alzarse sobre las demás. Su indumentaria, siendo
diferente según los grupos, tenía algo en común, la preponderancia de colores
oscuros, sin que en ningún caso fuera identificable el negro, pero sí mezclas
muy elaboradas que parecían querer transmitir alguna característica próxima a
la austeridad. Su forma de moverse y gesticular, así como su tono de voz, eran
muy peculiares, pues en cierta medida daba la impresión de algo realizado a
cámara lenta. Según me fui informando aquella tarde y las sucesivas en que me
acerqué, los clientes eran personas un tanto especiales atraídas por el nombre
del local, que se habían agrupado por afinidades, y que, según pronto pude comprobar,
tenían que ver con los temas que más les interesaban. Al parecer, allí se había
obrado desde el primer día una selección, consistente en la entrada de
determinado tipo de personas que se quedaban, y la casi inmediata salida de
otras poco después, por motivos no siempre evidentes, pero que debían tener que
ver la actitud de los clientes y con el ambiente: la escasa iluminación del
local y su música un tanto desvaída y melancólica, punteada aquí y allá por
irrupciones de soul, jazz y música de autor. Una atmósfera que definía a las
personas que estaban allí y que, incluso con su actitud, parecían exigirla, algo
en todo caso muy alejado del bullicio general
de otro tipo de locales, en los que solían imponerse los gritos y los éxitos
más triviales del pop-rock al uso. A los pocos días de tomarme una cerveza en
la barra, un tal Oskar, belga reciclado en el país, y que debía ser uno de los
propietarios, me informó someramente de
todo lo necesario para desenvolverme en
aquél lugar, que si parecía esencialmente tranquilo y doméstico, ocultaba
contradicciones y luchas intestinas que, según él, solo con la experiencia y el
paso de los días podían descubrirse. Convivían allí diferentes tribus cada cual
con sus señas de identidad propias, cuyo único lema común era el respeto mutuo
a pesar de las disensiones que pudieran existir entre ellos.
Había entrado
allí por casualidad aquella nefasta tarde en la que tras una pequeña charla en un cafetín de la
zona, Silvia me había dicho que era mejor que lo dejáramos, algo con lo que yo
estaba de acuerdo, pues lo nuestro ya no
daba más de sí, por lo que después de despedirnos con la amargura que dejan las
buenas palabras, me dediqué a pasear sin rumbo fijo por los alrededores hasta
que encontré “Las almas perdidas”. De entrada me recordó al título de una novela que había leído hacía
mucho tiempo “Las almas muertas”, de Gogol, y debo decir que el adjetivo de” perdidas” en
este caso me identificaba mucho más, pues así me sentía yo, alguien que había
perdido el rumbo y se dedicaba a vagabundear, incapaz de encontrar en aquél
momento, referencias por las que guiarse. La separación de Silvia era algo ya
esperado hacía tiempo, un destino fatal que ninguno de los dos podíamos modificar.
Nos queríamos con esa melancolía de los que tienen la certeza de que no pueden ir más allá, que han llegado
a un punto en el que el amor ha dejado paso a otro tipo de relación, impregnada
de un aire nostálgico que deriva lentamente hacia el alejamiento. En estas
circunstancias, encontrarme con un lugar que reflejaba de inmediato mi estado
de ánimo, hizo que la angustia que me atenazaba encontrara una especie de alivio momentáneo, pues al parecer
existían otras personas capaces de compartir conmigo la soledad del momento. Ese
primer día estuve poco tiempo, casi el justo para que la gabardina ó lo aquello
fuese, se secara y me permitiera intercambiar algunas palabras con alguien en
la barra, para punto seguido volver a casa rumiando mi aflicción. Los días
siguientes no volví, entre otras cosas porque estaba demasiado cerca del
territorio de Silvia, y por nada del mundo quería encontrarla de nuevo y
reabrir una herida que estaba seguro cerraría por si sola si no hurgaba en
ella. A la semana aproximadamente, sin
embargo, me entraron verdaderas ganas de acercarme de nuevo, y la vuelta no me
decepcionó. El ambiente seguía exactamente igual que el día que lo descubrí, los
mismos grupos de gente reunidos en lugares próximos pero claramente diferenciados,
la misma música y el mismo susurro colectivo, entremezclado a veces con el
discreto tintineo del cristal de las jarras de cerveza entrechocando. Oskar, en
la barra, me explico grosso modo, el funcionamiento de aquella especie de club
autogestionario, formado de manera espontánea sin la intervención de ningún
organizador externo. Según me dijo, los clientes, gente en su mayor parte
jóvenes de ambos sexos, pero con una significativa presencia de mayores de
cincuenta, se habían ido organizando espontáneamente en grupos por afinidad de
ideas ó gustos, de tal manera que aquello que yo observaba no era sino la
agrupación de cuatro tipos: el primero, y más numeroso, estaba integrado por
los “literatos”, cuyo principal objetivo eran las conversaciones sobre poetas
,narradores y ensayistas cuya característica común fuera el descreimiento, y en
cierta manera el escepticismo, el
nihilismo e incluso el malditismo; gente que valoraba esencialmente su
forma de estar en el mundo como un accidente que había que afrontar con
sinceridad, y del que se debían sacar las lecciones más adecuadas y de alguna
forma poéticas sin incurrir en vagos lirismos que, en su opinión, no eran sino
vías de escapes al dolor de sentirse vivos. Entre sus preferidos figuraban los
poetas simbolistas franceses, los románticos germánicos e ingleses, la
generación perdida, el realismo sucio americano de los últimos años, y una
serie de autores independientes y poco clasificables. En resumen se trataba de
literatos que habían hecho de la desesperanza su leit motif, y que, reconociéndolo,
les daba un incierto aire de gente hermanada en la desgracia. El segundo grupo
estaba formado por aquellos que creían que las artes plásticas eran la forma
más directa y evidente de situarse en el mundo y de expresarlo sin tener
necesidad de recurrir al lenguaje, que juzgaban que se prestaba a demasiadas
florituras, engaños y malabarismos y todo tipo de formulaciones que, so pretexto de
profundidad, no significaban nada, algo que sin embargo, su mera presencia allí
contradecía. Tenían en común entre ellos el rechazo de todo realismo, naturalismo
ó como quiera llamársele. La pintura figurativa estaba totalmente descartada, pues
en su opinión, desde que se inventó la máquina de fotos, estas eran capaz de
transmitirnos imágenes del mundo en el que vivimos con mucha mayor fidelidad
que el mejor de los pintores, e incluso, si lo que se pretendía eran visiones
personales del mismo, en las que cabía el manejo de encuadres, texturas y
colores diferentes, también la fotografía y sus técnicas modernas están capacitadas
para superar a la pintura. Se decantaban por tanto por la abstracción y por
aquellos pintores que presentaban el mundo bajo prismas que poco tenían con la
percepción natural, desde cierto feísmo a visiones caóticas ó desesperanzadas. Los
“collages”, el op y pop-art, etc, lo juzgaban como una tomadura de pelo que
solo tenía sentido en el mundo del mercado capitalista, así como evaluaban de
la misma manera a una gran cantidad pintores y escultores modernos, capaces de
realizar obras meritorias, pero que no transmitían nada. Sorprendentemente, en este grupo de “artistas plásticos”,
se encuadraban los melómanos, cuya reducido número les impedía formar grupo
propio. Con cierta dificultad, colaban en las charlas y conversaciones, en
cuanto los otros se despistaban, juicios sobre la música clásica y
contemporánea. De la clásica, valoraban a cierto Mozart, algunas obras de
Brahms, y a todo Beethoven, pero de
muchos románticos opinaban que habían optado, con todo el sentimentalismo y
emoción que se quiera, por una música
para bodas y bautizos. De la música popular, en general, se abstenían de
opinar, posiblemente llevados por cierto elitismo, que les hacía considerarla
como de inferior categoría, y afirmaban que el soul y el jazz, tan vigentes
allí, tenían bastante de camelo efectista. De la contemporánea valoraban a sus
iniciadores, Debussy y Stravinsky. En tercer lugar venía el grupo de “los
filósofos”, que encuadraba, aparte a los psicólogos y su amplia camada, a los sociólogos,
antropólogos, evolucionistas, biólogos y algún que otro médico humanista. Este
grupo discutía preferentemente materias de tipo filosófico bajo los enfoques de
sus diversas especialidades, y en general descartaban toda visión del mundo
extremista, ya fuera dogmática e infantil al estilo escolástico, ó estuviera
impregnada de ribetes excesivamente optimistas y místicos. Tenían una visión
del mundo emparentada con la filosofía positiva del Círculo de Viena con
matices nihilistas, basadas en el Nietzsche más ácido. Algunos elogiaban la
filosofía aforística y suicida de Cioran, algo que más tarde llegué a
comprender. De Kant y Hegel ni se hablaba, pues para eso, decían, ya estaban
las universidades, lo mismo que sucedía con los padres fundadores Platón y
Aristóteles. A los sofistas los consideraban como a humoristas y no les tomaban
demasiado en serio. Por otro lado Freud era un ídolo en franco declive, y
Darwin un héroe venerado por todos con la esperanza de que nada en el futuro le
contradijera, por las imprevisibles implicaciones que eso supondría. Se hablaba
también de los ordenadores y el ADN, dos hallazgos fundamentales para el futuro.
En resumidas cuentas, este grupo daba mucho de sí, y con frecuencia sus
miembros combinaban sus temas con los de los “científicos”, organizándose en
ocasiones reuniones de ambos, pues había materias que tangencialmente
interesaban a los dos, especialmente cuando se trataba de biólogos y
neurocientíficos por las implicaciones humanistas que con frecuencia suponían. El
grupo de los “científicos” estaba prácticamente dividido entre los “matemáticos”
y los “físicos”, aunque ambos se complementaban de alguna manera, pues si sin
la matemática la física simplemente no resultaría comprensible, expresable, ni
en buena medida demostrable, ésta hacía que aquella tuviera un significado real
para la gente corriente, que sin una interpretación práctica de sus
formulaciones se habría quedado absolutamente in albis. Los físicos veneraban a
una enorme cantidad de figuras que hicieron posible el progreso de la humanidad
desde los primeros tiempos, pero eran especialmente los modernos, con Einstein y su Relatividad a la cabeza y la Mecánica Cuántica, quienes despertaban el mayor
entusiasmo. Aunque también se hablaba con fruición de la “teoría del todo”, el
caos, los fractales, la complejidad, la emergencia, las estructuras
disipativas, etc: todo un mundo que hacía que este fuera el grupo donde con
frecuencia se abrían los debates más apasionados. Los matemáticos puros lo
tenían más difícil, dado que el lenguaje de sus ídolos no resultaba fácilmente
comprensible, pero se mostraban orgullosos de que todas las leyes del universo
tuvieran que recurrir a él, y se mostraban entusiastas de los asirios, los egipcios
y sobretodo los griegos con Pitágoras a la cabeza, a los que presentaban junto
con los filósofos, como los verdaderos fundadores de la civilización occidental.
A los que algunos añadían a Gödel, Hilbert y otros, creadores de la matemática
moderna.
Durante los días
que visité “Las almas perdidas”, pude transitar por los diversos cenáculos sin
que nadie se molestara. Oskar me había introducido discretamente argumentando
mi interés por casi todas las materias que se debatían, esperando que en un
momento dado me decidiera a elegir las que considerase más afines a mis
conocimientos y sensibilidad. Pude así comprobar la forma de funcionamiento de
los grupos, que se caracterizaba principalmente por diálogos sosegados, que una
vez terminados daban paso a otros nuevos si alguien lo requería, ó simplemente
a un silencio compartido y respetado por todos. Eran los momentos que se
aprovechaban para alguna confidencia en voz baja y para degustar la cerveza, que
era servida por unos camareros que parecían contagiados por los clientes, pues
más que caminar, se deslizaban entre las mesas sin hacer el menor ruido. La
cerveza era lo único que se servía en el establecimiento, y eran, aparte de las
nacionales, de origen belga, las llamadas “de abadía”, hecha por los monjes trapenses. Se
servían en unos bocks originales, de barro o cristal y bastante grandes, de una
pinta o de media. El número máximo a que cada cliente tenía derecho era a tres,
pues se suponía que más, soltaban la lengua en direcciones que nada tenían que
ver con los temas allí tratados. Si alguien se sentía cansado, indispuesto,
aburrido o quería seguir bebiendo, lo mejor era que se despidiese del grupo y
no interfiriera en los debates en curso. Después de varios días, y a pesar de
lo que Oskar me había dicho al principio, yo tenía la impresión de que en cada
grupo había algún líder, y que aquella organización no había surgido al azar ó
de la nada, sino que había sido creada y organizada paulatinamente, hasta que
la aquiescencia se había hecho general. Poca gente nueva entraba en el local, que
abría no antes de las ocho de la tarde, y los que lo hacían solían acodarse en
la barra y contemplar un tanto perplejos el espectáculo de un grupo tan
numeroso de personas en una actitud
extraña, debatiendo temas que desde allí
se percibían como conferencias ó charlas de ámbito universitario. En el tiempo
que estuve, de los que entraron nadie permaneció más de quince minutos, por lo
que era evidente que la clientela era fija. A pesar de parecerme un lugar original, al
cabo de los días empezó a faltarme el aire. La vida en la calle transcurría de
una manera mucho menos sosegada, pero llena de una vitalidad que allí echaba de
menos. Aquella gente parecía invadida por un extraño virus, que al tiempo que
les hacía tratar de los temas más
interesantes, parecía robarles la sensación de vivir, como si para ellos ya
solo se tratara de teorizar y ocuparse cansinamente de aspectos de una vida que
sin embargo ellos mismos eran incapaces de sentir. Las emociones brillaban por
su ausencia, e incluso las disensiones y desacuerdos se solventaban
frecuentemente levantando los hombros en señal de indiferencia o como mucho con
un resignado “lo volveré a pensar”. En
algún momento intenté tirar de la lengua a Oskar, único interlocutor que se
prestaba a disquisiciones no ortodoxas, pero siempre que me aproximaba a tales
consideraciones, tenía la habilidad de dar un giro a la conversación, y haciendo un quiebro introducía un tema que
nada tenía que ver con el que estábamos hablando, ó se acercaba a alguna de las mesas y se entretenía
sirviendo cerveza ó simplemente disimulando durante un rato. Los camareros eran
totalmente inaccesibles, y ocupaban en silencio ciertos puestos en las
inmediaciones de los grupos, obedeciendo como resortes a las peticiones de los
clientes. Todo intento de acercamiento con estos fue inútil, y aunque elegí en
varias ocasiones a aquellos con una forma de actuar más abierta y distendida, en
cuánto les sugería temas personales en los momentos de pausa, se escabullían ó planteaban
inmediatamente algo nuevo a debatir, rehuyendo
de esta forma mi aproximación. Un día antes de entrar, decidí que tenía que
urdir un plan para averiguar realmente en qué consistía todo aquello, pues
había llegado a la conclusión de que pasaba algo raro que yo desconocía. Estuve
dándole vueltas largo rato, y concluí que lo más simple sería hablar con alguno
de ellos afuera. No entendía como no se me había ocurrido antes, pero el hecho
es que cuando se iban, casi siempre en solitario, lo hacían con tal celeridad, que
me resultaba imposible acompañarles, y lo que desde luego no quería era
violentarles ó parecer grosero. Se me ocurrió entonces que lo que tenía que
hacer un día determinado no era entrar sino, escondido en el exterior, esperar
a que uno de ellos saliese y abordarle
entonces. Suponía que así no tendría mas remedio que explicarme aquella extraña reunión, claro que al mismo
tiempo me di cuenta que además de curiosidad, tenía miedo.
Me preparé a
conciencia, suponiendo que de todas maneras, no sería fácil abordar a ninguna
de aquellas personas, pues en aquél momento ya tenía claro que no querían, y
que sus relaciones con los demás, y más aún con un recién llegado como yo, se
ceñían a los temas allí debatidos. Imaginé las situaciones que podían
presentarse y las formas de reaccionar ante cada una de ellas, aunque lo más
probable era que el pretendido interlocutor no quisiera saber nada, y optase
por quitarse de en medio recurriendo a una excusa más o menos banal, o
simplemente dándose a la fuga. Tenía a varios en mente, que suponía más
accesibles por el simple hecho de sonreír en algunas ocasiones, pero ni aún así
lo tenía claro, pues su actitud más cordial parecía ser debida más bien a un
tipo de rictus del que no podían desembarazarse, que a un gesto natural. De
todas maneras, me dije que no me cabían más posibilidades, pues ya había
ensayado las otras que había juzgado razonables, sin éxito alguno. La noche
antes de acercarme, me acordé de Silvia y los buenos ratos que habíamos pasado
juntos no muy lejos de aquél extraño lugar, y de alguna forma me arrepentí del
momento en que, tras el adiós, entré esperando encontrar un alivio que, a la
larga, se había tornado en algo inquietante de lo que creía desconocer algunas
claves, y de lo que no podía desembarazarme simplemente olvidándolo. Cuando por
fin me decidí, y ya cerca ya de medianoche
me acerqué a “Las almas perdidas”, me sentía presa de una rara inquietud
que se hacía mayor según me aproximaba, como si el mero hecho de su existencia
supusiera algo negativo que quizás era mejor olvidar, pues un conocimiento más
preciso podía añadir nuevas zozobras a mi existencia. Al llegar, mi desasosiego
pareció confirmarse, pues, para mi asombro, en el lugar dónde antes estaba el
club, solo existían unas ruinas humeantes: un incendio devastador había
reducido todo a escombros. Los bomberos y equipos de auxilio trabajaban
febrilmente en la zona, dedicándose a remover los cascotes, supongo que para
comprobar si aparecía algún cuerpo o en todo
caso, indicios de las causas de la catástrofe. Milagrosamente, el cartel de
“Las almas perdidas”, todavía colgaba de unos cables, y daba al lugar una
apariencia tétrica, haciéndome pensar
que era probable que aquellas extrañas personas que yo había conocido, hubieran
sido las causantes del desastre. Decir que estaba atónito ante el espectáculo
que se me ofrecía delante de mí, es no decir nada. Mi mirada se perdía en el
amasijo de hierros y restos calcinados, que una vez fueron el lugar donde
busqué el consuelo tras mi fracaso amoroso, y ahora también se mostraba ante mí
como una metáfora del acabamiento. En aquellos instantes, estando sumido en un
mar de confusiones, sonó mi móvil, y pude ver que alguien me enviaba una serie
de mensajes desde un número oculto. Aquí los incluyo uno tras otro, pues creo
que de alguna manera son esclarecedores:”Amigo Franz, tengo la corazonada de que
esta noche en algún momento te acercarás por el bar, y lamento que te encuentres
con lo que supongo que no esperabas. Yo mismo, te lo aseguro, me he salvado de
milagro. Se originó una discusión en el grupo de “matemáticos”que contagió de
inmediato a los “físicos”, y que, como un reguero de pólvora se extendió a los
demás grupos. Al parecer todo se originó por una discusión banal, originándose
una trifulca en la que pronto terciaron los “filósofos” y los más nihilistas
del grupo de “literatos”, que abogaban por la existencia de un misterio más
allá del conocimiento experimental y de la lógica cartesiana. Tales cosas, al parecer,
eran absolutamente incompatibles entre sí, por lo que después de una confusión
inimaginable, alguien sacó una pistola, y los demás enseguida utilizaron todo
tipo de armas que traían escondidas, a la espera de que algo parecido se
produjera. Recuerda que en su día, casi cuando llegaste, te dije que bajo
aquella calma y ambiente sosegados, yo percibía una hostilidad latente, y que
en cualquier momento un acontecimiento imprevisto podría servir de detonante
para que estallara la catástrofe. Como verás, ha sucedido porque alguien juzgó que no bastaba una discusión, y
que ni siquiera un par de muertos por disparos eran suficientes, y con una antorcha que
prendió en la chimenea, decidió que era el momento de terminar con todo aquel
absurdo. Eran gente desesperanzada a la que acogí porque me dieron lástima, pero
que a la postre se adueñaron del local sin que yo supiera reaccionar. No me
busques. Todo está bien así. Tu amigo Oskar”. Mi confusión era absoluta, pues, además
de la información que el mensaje me transmitía, no entendía como el tal Oskar
se había enterado del número de mi teléfono. A pesar de la resistencia de los
agentes de la policía, logré acercarme a escasos metros de las ruinas, y
aguzando la vista, alcancé a ver los restos de un botellín de cerveza llamada
“Morte subite”: reconocí de inmediato la marca belga con sabor a frambuesa que
había probado alguna vez. Me senté a cien metros del lugar en el saliente de un
murete de la calle, tratando de reconstruir los hechos y calmarme. Al poco rato
volvió a sonar el teléfono: era Silvia diciéndome que no iba a perdonarme
fácilmente haberle dado plantón aquella tarde. Me levanté y eché a andar. No
entendía nada.
BESAYA
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