domingo, 12 de junio de 2016

ALMAS



Cuando  en un recodo de la callejuela por donde me había aventurado una tarde de Diciembre bajo un auténtico diluvio, me topé impensadamente con un cartel un tanto desvaído bajo una luz mortecina, que rezaba “Las almas perdidas”, me quedé por un momento atónito, pues si buscaba en aquél momento una definición de mi estado de ánimo, esa era sin duda la más aproximada. Estaba calado hasta los huesos, a pesar de llevar una gabardina, que al parecer solo tenía de tal el nombre, pues desde el mismo momento en  que empezó a llover moderadamente hasta que por fin se desató la tormenta, fui consciente que no había que fiarse de las apariencias, y que aquél trozo de saco comprado en un chino era absolutamente permeable al meteoro desencadenado.  Una vez que me decidí a entrar, alguien me ofreció secarla al lado de una evocadora chimenea encendida al final de la sala, gesto que agradecí, pues hubiera sido incapaz de soportar mucho más tiempo aquella piltrafa empapada que me cubría de arriba a abajo. Cuando más tarde, y ya medianamente seco, pude al fin ser consciente del lugar dónde me había metido, observé que aquel sitio, sin estar atestado de gente, sí parecía tener un éxito evidente para determinado tipo de personas que se agrupaban casi en silencio a lo largo y ancho del local. Siendo bastante diferentes de aspecto, todos parecían sin embargo investidos de un tipo característico de personalidad, que les mantenía  agrupados en corros diferentes  según determinados criterios, según más tarde me contaron. Independientemente de las diferencias entre los diversos grupos, todos actuaban de forma bastante similar, siguiendo ciertas pautas comunes que los identificaba entre sí más allá de sus peculiaridades. Todos, en general, mantenían un tono de conversación muy bajo, como si en lugar de hablar susurraran, y ninguna voz pudiera alzarse sobre las demás. Su indumentaria, siendo diferente según los grupos, tenía algo en común, la preponderancia de colores oscuros, sin que en ningún caso fuera identificable el negro, pero sí mezclas muy elaboradas que parecían querer transmitir alguna característica próxima a la austeridad. Su forma de moverse y gesticular, así como su tono de voz, eran muy peculiares, pues en cierta medida daba la impresión de algo realizado a cámara lenta. Según me fui informando aquella tarde y las sucesivas en que me acerqué, los clientes eran personas un tanto especiales atraídas por el nombre del local, que se habían agrupado por afinidades, y que, según pronto pude comprobar, tenían que ver con los temas que más les interesaban. Al parecer, allí se había obrado desde el primer día una selección, consistente en la entrada de determinado tipo de personas que se quedaban, y la casi inmediata salida de otras poco después, por motivos no siempre evidentes, pero que debían tener que ver la actitud de los clientes y con el ambiente: la escasa iluminación del local y su música un tanto desvaída y melancólica, punteada aquí y allá por irrupciones de soul, jazz y música de autor. Una atmósfera que definía a las personas que estaban allí y que, incluso con su actitud, parecían exigirla, algo en todo caso muy alejado  del bullicio general de otro tipo de locales, en los que solían imponerse los gritos y los éxitos más triviales del pop-rock al uso. A los pocos días de tomarme una cerveza en la barra, un tal Oskar, belga reciclado en el país, y que debía ser uno de los propietarios, me informó someramente  de todo  lo necesario para desenvolverme en aquél lugar, que si parecía esencialmente tranquilo y doméstico, ocultaba contradicciones y luchas intestinas que, según él, solo con la experiencia y el paso de los días podían descubrirse. Convivían allí diferentes tribus cada cual con sus señas de identidad propias, cuyo único lema común era el respeto mutuo a pesar de las disensiones que pudieran existir entre ellos.
Había entrado allí por casualidad aquella nefasta tarde en la que  tras una pequeña charla en un cafetín de la zona, Silvia me había dicho que era mejor que lo dejáramos, algo con lo que yo estaba de acuerdo, pues  lo nuestro ya no daba más de sí, por lo que después de despedirnos con la amargura que dejan las buenas palabras, me dediqué a pasear sin rumbo fijo por los alrededores hasta que encontré “Las almas perdidas”. De entrada me recordó  al título de una novela que había leído hacía mucho tiempo “Las almas muertas”, de Gogol, y  debo decir que el adjetivo de” perdidas” en este caso me identificaba mucho más, pues así me sentía yo, alguien que había perdido el rumbo y se dedicaba a vagabundear, incapaz de encontrar en aquél momento, referencias por las que guiarse. La separación de Silvia era algo ya esperado hacía tiempo, un destino fatal que ninguno de los dos podíamos modificar. Nos queríamos con esa melancolía de los que tienen  la certeza  de que no pueden ir más allá, que han llegado a un punto en el que el amor ha dejado paso a otro tipo de relación, impregnada de un aire nostálgico que deriva lentamente hacia el alejamiento. En estas circunstancias, encontrarme con un lugar que reflejaba de inmediato mi estado de ánimo, hizo que la angustia que me atenazaba encontrara una  especie de alivio momentáneo, pues al parecer existían otras personas capaces de compartir conmigo la soledad del momento. Ese primer día estuve poco tiempo, casi el justo para que la gabardina ó lo aquello fuese, se secara y me permitiera intercambiar algunas palabras con alguien en la barra, para punto seguido volver a casa rumiando mi aflicción. Los días siguientes no volví, entre otras cosas porque estaba demasiado cerca del territorio de Silvia, y por nada del mundo quería encontrarla de nuevo y reabrir una herida que estaba seguro cerraría por si sola si no hurgaba en ella. A  la semana aproximadamente, sin embargo, me entraron verdaderas ganas de acercarme de nuevo, y la vuelta no me decepcionó. El ambiente seguía exactamente igual que el día que lo descubrí, los mismos grupos de gente reunidos en lugares próximos pero claramente diferenciados, la misma música y el mismo susurro colectivo, entremezclado a veces con el discreto tintineo del cristal de las jarras de cerveza entrechocando. Oskar, en la barra, me explico grosso modo, el funcionamiento de aquella especie de club autogestionario, formado de manera espontánea sin la intervención de ningún organizador externo. Según me dijo, los clientes, gente en su mayor parte jóvenes de ambos sexos, pero con una significativa presencia de mayores de cincuenta, se habían ido organizando espontáneamente en grupos por afinidad de ideas ó gustos, de tal manera que aquello que yo observaba no era sino la agrupación de cuatro tipos: el primero, y más numeroso, estaba integrado por los “literatos”, cuyo principal objetivo eran las conversaciones sobre poetas ,narradores y ensayistas cuya característica común fuera el descreimiento, y en cierta manera el escepticismo, el  nihilismo e incluso el malditismo; gente que valoraba esencialmente su forma de estar en el mundo como un accidente que había que afrontar con sinceridad, y del que se debían sacar las lecciones más adecuadas y de alguna forma poéticas sin incurrir en vagos lirismos que, en su opinión, no eran sino vías de escapes al dolor de sentirse vivos. Entre sus preferidos figuraban los poetas simbolistas franceses, los románticos germánicos e ingleses, la generación perdida, el realismo sucio americano de los últimos años, y una serie de autores independientes y poco clasificables. En resumen se trataba de literatos que habían hecho de la desesperanza su leit motif, y que, reconociéndolo, les daba un incierto aire de gente hermanada en la desgracia. El segundo grupo estaba formado por aquellos que creían que las artes plásticas eran la forma más directa y evidente de situarse en el mundo y de expresarlo sin tener necesidad de recurrir al lenguaje, que juzgaban que se prestaba a demasiadas florituras, engaños y malabarismos y  todo tipo de formulaciones que, so pretexto de profundidad, no significaban nada, algo que sin embargo, su mera presencia allí contradecía. Tenían en común entre ellos el rechazo de todo realismo, naturalismo ó como quiera llamársele. La pintura figurativa estaba totalmente descartada, pues en su opinión, desde que se inventó la máquina de fotos, estas eran capaz de transmitirnos imágenes del mundo en el que vivimos con mucha mayor fidelidad que el mejor de los pintores, e incluso, si lo que se pretendía eran visiones personales del mismo, en las que cabía el manejo de encuadres, texturas y colores diferentes, también la fotografía y sus técnicas modernas están capacitadas para superar a la pintura. Se decantaban por tanto por la abstracción y por aquellos pintores que presentaban el mundo bajo prismas que poco tenían con la percepción natural, desde cierto feísmo a visiones caóticas ó desesperanzadas. Los “collages”, el op y pop-art, etc, lo juzgaban como una tomadura de pelo que solo tenía sentido en el mundo del mercado capitalista, así como evaluaban de la misma manera a una gran cantidad pintores y escultores modernos, capaces de realizar obras meritorias, pero que no  transmitían nada.  Sorprendentemente, en este grupo de “artistas plásticos”, se encuadraban los melómanos, cuya reducido número les impedía formar grupo propio. Con cierta dificultad, colaban en las charlas y conversaciones, en cuanto los otros se despistaban, juicios sobre la música clásica y contemporánea. De la clásica, valoraban a cierto Mozart, algunas obras de Brahms, y a todo Beethoven,  pero de muchos románticos opinaban que habían optado, con todo el sentimentalismo y emoción que se quiera, por una  música para bodas y bautizos. De la música popular, en general, se abstenían de opinar, posiblemente llevados por cierto elitismo, que les hacía considerarla como de inferior categoría, y afirmaban que el soul y el jazz, tan vigentes allí, tenían bastante de camelo efectista. De la contemporánea valoraban a sus iniciadores, Debussy y Stravinsky. En tercer lugar venía el grupo de “los filósofos”, que encuadraba, aparte a los psicólogos y su amplia camada, a los sociólogos, antropólogos, evolucionistas, biólogos y algún que otro médico humanista. Este grupo discutía preferentemente materias de tipo filosófico bajo los enfoques de sus diversas especialidades, y en general descartaban toda visión del mundo extremista, ya fuera dogmática e infantil al estilo escolástico, ó estuviera impregnada de ribetes excesivamente optimistas y místicos. Tenían una visión del mundo emparentada con la filosofía positiva del Círculo de Viena con matices nihilistas, basadas en el Nietzsche más ácido. Algunos elogiaban la filosofía aforística y suicida de Cioran, algo que más tarde llegué a comprender. De Kant y Hegel ni se hablaba, pues para eso, decían, ya estaban las universidades, lo mismo que sucedía con los padres fundadores Platón y Aristóteles. A los sofistas los consideraban como a humoristas y no les tomaban demasiado en serio. Por otro lado Freud era un ídolo en franco declive, y Darwin un héroe venerado por todos con la esperanza de que nada en el futuro le contradijera, por las imprevisibles implicaciones que eso supondría. Se hablaba también de los ordenadores y el ADN, dos hallazgos fundamentales para el futuro. En resumidas cuentas, este grupo daba mucho de sí, y con frecuencia sus miembros combinaban sus temas con los de los “científicos”, organizándose en ocasiones reuniones de ambos, pues había materias que tangencialmente interesaban a los dos, especialmente cuando se trataba de biólogos y neurocientíficos por las implicaciones humanistas que con frecuencia suponían. El grupo de los “científicos” estaba prácticamente dividido entre los “matemáticos” y los “físicos”, aunque ambos se complementaban de alguna manera, pues si sin la matemática la física simplemente no resultaría comprensible, expresable, ni en buena medida demostrable, ésta hacía que aquella tuviera un significado real para la gente corriente, que sin una interpretación práctica de sus formulaciones se habría quedado absolutamente in albis. Los físicos veneraban a una enorme cantidad de figuras que hicieron posible el progreso de la humanidad desde los primeros tiempos, pero eran especialmente los modernos, con Einstein  y su Relatividad a la cabeza y la Mecánica  Cuántica, quienes despertaban el mayor entusiasmo. Aunque también se hablaba con fruición de la “teoría del todo”, el caos, los fractales, la complejidad, la emergencia, las estructuras disipativas, etc: todo un mundo que hacía que este fuera el grupo donde con frecuencia se abrían los debates más apasionados. Los matemáticos puros lo tenían más difícil, dado que el lenguaje de sus ídolos no resultaba fácilmente comprensible, pero se mostraban orgullosos de que todas las leyes del universo tuvieran que recurrir a él, y se mostraban entusiastas de los asirios, los egipcios y sobretodo los griegos con Pitágoras a la cabeza, a los que presentaban junto con los filósofos, como los verdaderos fundadores de la civilización occidental. A los que algunos añadían a Gödel, Hilbert y otros, creadores de la matemática moderna.
Durante los días que visité “Las almas perdidas”, pude transitar por los diversos cenáculos sin que nadie se molestara. Oskar me había introducido discretamente argumentando mi interés por casi todas las materias que se debatían, esperando que en un momento dado me decidiera a elegir las que considerase más afines a mis conocimientos y sensibilidad. Pude así comprobar la forma de funcionamiento de los grupos, que se caracterizaba principalmente por diálogos sosegados, que una vez terminados daban paso a otros nuevos si alguien lo requería, ó simplemente a un silencio compartido y respetado por todos. Eran los momentos que se aprovechaban para alguna confidencia en voz baja y para degustar la cerveza, que era servida por unos camareros que parecían contagiados por los clientes, pues más que caminar, se deslizaban entre las mesas sin hacer el menor ruido. La cerveza era lo único que se servía en el establecimiento, y eran, aparte de las nacionales, de origen belga, las llamadas “de  abadía”, hecha por los monjes trapenses. Se servían en unos bocks originales, de barro o cristal y bastante grandes, de una pinta o de media. El número máximo a que cada cliente tenía derecho era a tres, pues se suponía que más, soltaban la lengua en direcciones que nada tenían que ver con los temas allí tratados. Si alguien se sentía cansado, indispuesto, aburrido o quería seguir bebiendo, lo mejor era que se despidiese del grupo y no interfiriera en los debates en curso. Después de varios días, y a pesar de lo que Oskar me había dicho al principio, yo tenía la impresión de que en cada grupo había algún líder, y que aquella organización no había surgido al azar ó de la nada, sino que había sido creada y organizada paulatinamente, hasta que la aquiescencia se había hecho general. Poca gente nueva entraba en el local, que abría no antes de las ocho de la tarde, y los que lo hacían solían acodarse en la barra y contemplar un tanto perplejos el espectáculo de un grupo tan numeroso de personas   en una actitud extraña,  debatiendo temas que desde allí se percibían como conferencias ó charlas de ámbito universitario. En el tiempo que estuve, de los que entraron nadie permaneció más de quince minutos, por lo que era evidente que la clientela era  fija. A pesar de parecerme un lugar original, al cabo de los días empezó a faltarme el aire. La vida en la calle transcurría de una manera mucho menos sosegada, pero  llena de una vitalidad que allí echaba de menos. Aquella gente parecía invadida por un extraño virus, que al tiempo que les hacía tratar de los temas  más interesantes, parecía robarles la sensación de vivir, como si para ellos ya solo se tratara de teorizar y ocuparse cansinamente de aspectos de una vida que sin embargo ellos mismos eran incapaces de sentir. Las emociones brillaban por su ausencia, e incluso las disensiones y desacuerdos se solventaban frecuentemente levantando los hombros en señal de indiferencia o como mucho con un resignado  “lo volveré a pensar”. En algún momento intenté tirar de la lengua a Oskar, único interlocutor que se prestaba a disquisiciones no ortodoxas, pero siempre que me aproximaba a tales consideraciones, tenía la habilidad de dar un giro a la conversación, y  haciendo un quiebro introducía un tema que nada tenía que ver con el que estábamos hablando, ó  se acercaba a alguna de las mesas y se entretenía sirviendo cerveza ó simplemente disimulando durante un rato. Los camareros eran totalmente inaccesibles, y ocupaban en silencio ciertos puestos en las inmediaciones de los grupos, obedeciendo como resortes a las peticiones de los clientes. Todo intento de acercamiento con estos fue inútil, y aunque elegí en varias ocasiones a aquellos con una forma de actuar más abierta y distendida, en cuánto les sugería temas personales en los momentos de pausa, se escabullían ó planteaban  inmediatamente algo nuevo a debatir, rehuyendo de esta forma mi aproximación. Un día antes de entrar, decidí que tenía que urdir un plan para averiguar realmente en qué consistía todo aquello, pues había llegado a la conclusión de que pasaba algo raro que yo desconocía. Estuve dándole vueltas largo rato, y concluí que lo más simple sería hablar con alguno de ellos afuera. No entendía como no se me había ocurrido antes, pero el hecho es que cuando se iban, casi siempre en solitario, lo hacían con tal celeridad, que me resultaba imposible acompañarles, y lo que desde luego no quería era violentarles ó parecer grosero. Se me ocurrió entonces que lo que tenía que hacer un día determinado no era entrar sino, escondido en el exterior, esperar a que uno de ellos saliese y  abordarle entonces. Suponía que así no tendría mas remedio que explicarme  aquella extraña reunión, claro que al mismo tiempo me di cuenta que además de curiosidad, tenía miedo.
Me preparé a conciencia, suponiendo que de todas maneras, no sería fácil abordar a ninguna de aquellas personas, pues en aquél momento ya tenía claro que no querían, y que sus relaciones con los demás, y más aún con un recién llegado como yo, se ceñían a los temas allí debatidos. Imaginé las situaciones que podían presentarse y las formas de reaccionar ante cada una de ellas, aunque lo más probable era que el pretendido interlocutor no quisiera saber nada, y optase por quitarse de en medio recurriendo a una excusa más o menos banal, o simplemente dándose a la fuga. Tenía a varios en mente, que suponía más accesibles por el simple hecho de sonreír en algunas ocasiones, pero ni aún así lo tenía claro, pues su actitud más cordial parecía ser debida más bien a un tipo de rictus del que no podían desembarazarse, que a un gesto natural. De todas maneras, me dije que no me cabían más posibilidades, pues ya había ensayado las otras que había juzgado razonables, sin éxito alguno. La noche antes de acercarme, me acordé de Silvia y los buenos ratos que habíamos pasado juntos no muy lejos de aquél extraño lugar, y de alguna forma me arrepentí del momento en que, tras el adiós, entré esperando encontrar un alivio que, a la larga, se había tornado en algo inquietante de lo que creía desconocer algunas claves, y de lo que no podía desembarazarme simplemente olvidándolo. Cuando por fin me decidí, y ya cerca ya de medianoche  me acerqué a “Las almas perdidas”, me sentía presa de una rara inquietud que se hacía mayor según me aproximaba, como si el mero hecho de su existencia supusiera algo negativo que quizás era mejor olvidar, pues un conocimiento más preciso podía añadir nuevas zozobras a mi existencia. Al llegar, mi desasosiego pareció confirmarse, pues, para mi asombro, en el lugar dónde antes estaba el club, solo existían unas ruinas humeantes: un incendio devastador había reducido todo a escombros. Los bomberos y equipos de auxilio trabajaban febrilmente en la zona, dedicándose a remover los cascotes, supongo que para comprobar si aparecía algún  cuerpo o en todo caso, indicios de las causas de la catástrofe. Milagrosamente, el cartel de “Las almas perdidas”, todavía colgaba de unos cables, y daba al lugar una apariencia  tétrica, haciéndome pensar que era probable que aquellas extrañas personas que yo había conocido, hubieran sido las causantes del desastre. Decir que estaba atónito ante el espectáculo que se me ofrecía delante de mí, es no decir nada. Mi mirada se perdía en el amasijo de hierros y restos calcinados, que una vez fueron el lugar donde busqué el consuelo tras mi fracaso amoroso, y ahora también se mostraba ante mí como una metáfora del acabamiento. En aquellos instantes, estando sumido en un mar de confusiones, sonó mi móvil, y pude ver que alguien me enviaba una serie de mensajes desde un número oculto. Aquí los incluyo uno tras otro, pues creo que de alguna manera son esclarecedores:”Amigo Franz, tengo la corazonada de que esta noche en algún momento te acercarás por el bar, y lamento que te encuentres con lo que supongo que no esperabas. Yo mismo, te lo aseguro, me he salvado de milagro. Se originó una discusión en el grupo de “matemáticos”que contagió de inmediato a los “físicos”, y que, como un reguero de pólvora se extendió a los demás grupos. Al parecer todo se originó por una discusión banal, originándose una trifulca en la que pronto terciaron los “filósofos” y los más nihilistas del grupo de “literatos”, que abogaban por la existencia de un misterio más allá del conocimiento experimental y de la lógica cartesiana. Tales cosas, al parecer, eran absolutamente incompatibles entre sí, por lo que después de una confusión inimaginable, alguien sacó una pistola, y los demás enseguida utilizaron todo tipo de armas que traían escondidas, a la espera de que algo parecido se produjera. Recuerda que en su día, casi cuando llegaste, te dije que bajo aquella calma y ambiente sosegados, yo percibía una hostilidad latente, y que en cualquier momento un acontecimiento imprevisto podría servir de detonante para que estallara la catástrofe. Como verás, ha sucedido porque  alguien juzgó que no bastaba una discusión, y que ni siquiera un par de muertos por disparos  eran suficientes, y con una antorcha que prendió en la chimenea, decidió que era el momento de terminar con todo aquel absurdo. Eran gente desesperanzada a la que acogí porque me dieron lástima, pero que a la postre se adueñaron del local sin que yo supiera reaccionar. No me busques. Todo está bien así. Tu amigo Oskar”. Mi confusión era absoluta, pues, además de la información que el mensaje me transmitía, no entendía como el tal Oskar se había enterado del número de mi teléfono. A pesar de la resistencia de los agentes de la policía, logré acercarme a escasos metros de las ruinas, y aguzando la vista, alcancé a ver los restos de un botellín de cerveza llamada “Morte subite”: reconocí de inmediato la marca belga con sabor a frambuesa que había probado alguna vez. Me senté a cien metros del lugar en el saliente de un murete de la calle, tratando de reconstruir los hechos y calmarme. Al poco rato volvió a sonar el teléfono: era Silvia diciéndome que no iba a perdonarme fácilmente haberle dado plantón aquella tarde. Me levanté y eché a andar. No entendía nada.



                                                                                                          BESAYA

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