En la fotografía
se le ve de pie, en lo que tiene el aspecto de ser la plaza de un pueblo.
Detrás, una fuente con cuatro caños, coronada por un monolito piramidal de
granito tallado, que da toda la impresión de estar en un equilibrio inestable,
y bastante deteriorado por el tiempo. Sin duda alguna está posando, tiene las
manos en los bolsillos y usa una cazadora de cuero con buen aspecto, aunque
desde luego tiene sus años. Ha intentado esbozar una sonrisa, pero no llega a
hacerlo y se queda en una especie de mueca forzada, algo bastante corriente en
fotografías de este tipo. A su espalda, un poco más lejos, unos soportales en
los que se ha colgado un cartel con el nombre de un establecimiento hostelero
del que llega a leerse solo el final, que dice “tejo”. Unos coches aparcados
afean la perspectiva, y es casi seguro que las autoridades municipales
acabarían construyendo un aparcamiento para impedir espectáculos como ese.
Debe tratarse de
un pueblo de la sierra de Madrid donde posiblemente él iba con frecuencia los
fines de semana. Se ven tres de los cuatro caños, que en ese preciso instante
están vertiendo agua, aunque en uno de ellos parece salir con menos fuerza. Si
se mira el monolito con más detenimiento, da la impresión de representar una
antorcha o algo parecido, pues sin duda alguna, sobre la parte superior se
levanta un volumen con todo el aspecto de ser una llama. Quien sabe si tal cosa
obedece a alguna tradición popular de la localidad, o tiene algo que ver con su
historia. También es posible que uno de sus vecinos ilustres perteneciera al
Arma de Artillería del Ejército. En cualquier caso, no creo que tenga nada que
ver con una metáfora aludiendo al fuego primigenio robado a los dioses. En
estos pueblos remontarse a un hecho tal, por otro lado falso, supondría una
ofensa a la inteligencia práctica de los vecinos, que deben dedicarla por
completo a otros menesteres más pedestres. El individuo en cuestión, transmite
una cierta sensación de distanciamiento, y parece mirar al horizonte, algo
sorprendente, pues no debe hallarse demasiado lejos, teniendo en cuenta la
estructura del edificio que parece rodear la plaza. Quizás no mira a ningún
lado, y se ciñe a su papel de objetivo de la cámara, o incluso pudiera ser que
intente transmitir al fotógrafo un gesto interesante, como si fuera un héroe de
película en sus horas de asueto. No puedo distinguirse el color de sus ojos,
pero aplicando a la fotografía una lupa de bastantes aumentos, yo diría que
están en ese período transitorio en el que la edad va desliendo su melanina,
alcanzando una casi transparencia muy común en alguien que sin duda ya no
cumplirá los cincuenta. Por otro lado, en su fisonomía se va haciendo evidente
al mismo tiempo, el trabajo lento pero tenaz de la fuerza de la gravedad, que
ha trasladado a sus párpados una expresión con una indudable veta oriental.
Me molestan los
vehículos aparcados en batería dertás, aunque debo reconocer que los tres que
son visibles tienen un color cálido, que le da vitalidad inesperada al fondo,
de un ocre desvaído. La lupa hace asimismo visible una de las matrículas “1384
BHG”, lo que llega a emocionarme, pues si estuviera suficientemente motivado,
quien sabe si con la ayuda de la Jefatura Central de Tráfico y el Ministerio
del Interior, podría localizar al propietario y celebrar con él ese día gris de
un invierno en el corazón de la península ibérica. Incomprensiblemente, en
estos momentos siento una simpatía desbordante por ese individuo como testigo
de un momento que, aunque no lo parezca, sin duda tuvo su importancia para el
protagonista de la foto. Las arcadas de los soportales se apoyan en unas
gruesas columnas coronadas cada una por pequeños arquitrabes, que supongo que
reparten la carga, y hacen que la construcción se mantenga con mayor firmeza.
Sobre los soportales pueden verse unos balcones pequeños con unas barandillas
de hierro forjado, y en uno de ellos en el segundo piso, se ven las
pantorrillas de una mujer, que por su aspecto, con unas medias gruesas bajo una
falda de paño, se me antoja que bien podrían pertenecer a la propietaria de la
vivienda. En una de las esquinas del edificio destaca un farol tradicional con
forma de tronco de pirámide invertida, sobre un soporte de hierro, labrado con
unos motivos que la lupa no puede discernir. En el interior de uno de los vehículos
juraría que se adivina una sombra, que bien podría corresponder a la cabeza de
un conductor que decidió no salir en vista del frío en el exterior, o que
aguarda tranquilamente que alguien regrese de realizar una gestión.
El individuo
fotografiado es sin duda ajeno a todos estos detalles, esencialmente porque al
estar de espaldas es imposible que sea consciente de ellos. Algo en su gesto
traslada, sin embargo, al espectador cierto escepticismo vital, sobre todo unos
pliegues en la comisura de los labios, que hacen ver que no mantiene una
atención excesiva hacia nada de lo que le rodea, y que en todo caso, no le transmiten
nada que alegre su mirada. Claro que al tiempo que veo la fotografía y
reflexiono sobre ella, me digo que todo puede ser una invención mía, y que otra
persona podría interpretar algo muy diferente. El monolito, por ejemplo,
contemplado con más atención, no parece para nada inestable como se dijo al
principio, sino solidamente asentado sobre su base de granito. Los chorros de
agua, interpretados aquí como poco más que un humilde manantial rústico, podían
ser vistos por otro como una imitación de las fuentes del Generalife, y quien
sabe si su estricta arquitectura herreriana, podría ser tomada como una
imitación, todo lo tosca que se quiera, eso sí, de los leones de la Alhambra.
Después de todo, cada cual ponemos demasiado de nosotros mismos en lo que
vemos, y quien sabe si ese individuo que nos mira desde la fotografía un tanto
ausente y altivo, oculta detrás de su frialdad una cabeza poblada de expectativas y
fantasías, que se harán realidad, posiblemente, en el preciso instante en que
decida de una vez por todas, sacar las manos de los bolsillos.
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