domingo, 12 de junio de 2016

INTERACCIONES



Los días se suceden monótonamente. Sobre todo en esta época del año en el que ya se hacen evidentes los que vendrán cuando llegue el invierno definitivamente. A pesar de la belleza de los colores de los árboles, que dibujan a lo lejos un calidoscopio que tan pronto parece avisarnos de incendios inexistentes que de terracotas o campos yermos donde antes se distinguía un bosque, la melancolía me alcanza en la ventana desde la que algunas tardes contemplo la puesta del sol, cuando hay lugar para ello. Me digo que tengo que hacer algo que introduzca en mi vida situaciones diferentes que desalojen de mí esta sensación que siempre me embarga por estas fechas.
Me miro en el espejo del salón, y trato de precisar qué rasgos de mi rostro han cambiado significativamente en los últimos tiempos, pero tan acostumbrado estoy a verme a diario, que me resulta imposible más allá de las arrugas que surcan mi frente o rodean mi boca, y no digamos nada de las mejillas escurridas, que van dejando paso a la pujanza interior de la osamenta. Intento, sin embargo algunos gestos diferentes de los habituales que conozco demasiado bien, y me impacta mi capacidad inédita hasta el momento de entreabrir la boca y ser capaz de dibujar con mi lengua ligeramente fuera una cantidad de figuras sorprendentes. La manejo con una facilidad hasta ahora ignorada, lo que me hace sonreír de inmediato, imaginando el impacto que tal cosa podría tener en mis posibles interlocutores, si me atreviera a ello, claro está. Luego, sin solución de continuidad, ensayo nuevos movimientos con otros apéndices como la nariz, las orejas, los ojos y las cejas e incluso con el cuello, donde logro sin demasiado esfuerzo que la nuez adquiera una prominencia casi de ariete a pesar de mi incipiente papada.
Sorprendido por esta capacidad, desconocida para mí hasta ese momento, me alegra de inmediato saberme superdotado  para la gesticulación, pues me estimula a emprender una campaña en ese sentido, adoptando variantes más propias de una máscara que de una persona normal, lo que sin duda producirá reacciones en mis amistades, que me gustaría ver. De todas maneras, ya en ese momento me digo que debo obrar con discreción, haciendo que los cambios sean progresivos y sutiles, para que no sean tomados de inmediato como una guasa o una mascarada. Después de varios días de ensayo intensivo, decido por fin llevar a la práctica mi plan y ver los resultados que obtengo.
En la calle, a pesar del ambiente un tanto desapacible de los últimos días del otoño, me siento casi eufórico, y me resulta del todo indiferente la atmósfera gris y un tanto triste del día, animado por una capacidad personal hasta ese momento desconocida para mí: mi facilidad para metamorfosearme. En casa con mi mujer, que no sabe nada de mi nueva afición, lo había intentado discretamente, pues no era cuestión de que se asustase o pensara que estaba para el psiquiátrico. Al desayunar frente a frente en la mesa de la cocina, únicamente he enervado ligeramente la ceja derecha (habitualmente lo hago con la izquierda), y se ha dado cuenta de nada, a pesar que justo antes de despedirme, muevo la comisura de los labios con una especie de tic frenético durante unos segundos, que ella también ignora olímpicamente.
Ya en la calle, me dirijo a la cafetería habitual, donde me tomo un segundo café, y siento una cierta frustración por mi fracaso previo, como si mi entrenamiento de de días anteriores no me hubiera servido para nada, aunque, todo hay que decirlo, María Victoria, está más que acostumbrada a mis manías y quizás por eso le ha dicho nada. Me siento en la mesa habitual, cerca de la barra y de costado a la misma, desde donde se aprecia mi cara con toda nitidez, al perfilarse contra la ventana a mi lado. Allí, a poco de pedir el café, inflo el cuello y saco la nuez desaforadamente, alcanzando sin duda un perfil que no debe diferenciarse mucho del de un urogallo en celo observando a una hembra o listo para la pelea, pero para mi sorpresa no parece que nadie lo observe o que llame la atención. Ya a punto de asfixiarme, recobro mi actitud normal y me siento congestionado después de más casi un minuto conteniendo la respiración, y acabo soltando un bufido fenomenal que, ese sí, llama la atención, y alguien me aconseja que tenga cuidado con el catarro.
Regreso a casa cariacontecido, no hay duda que mi primer ensayo, hecho además sin ningún género de cortapisas, ha sido un fracaso estrepitoso, teniendo en cuenta que para compensar la decepción con Mariví, me había empleado a fondo casi a costa de mi salud. Durante el camino de vuelta, reflexiono y llego a la conclusión de que quizás deba actuar de una forma más solapada, para que aquello que puedan percibir mis interlocutores parezca algo real y consolidado, y no una bobada o una manía momentánea. Ya en casa me preparo para la próximo ocasión, en la que mi actuación será sutilísima, sólo hecha de mínimos gestos desacostumbrados, que puedan transmitir al otro la convicción que en mi fisonomía se ha producido un cambio irreversible, pero tan sutil que no se atreva a decir nada. Lo notaré, sin duda alguna, en su propia expresión, acostumbrado como ya estoy a las mínimas alteraciones músculoesqueléticas del rostro.
Al día siguiente, aprovechando que mi mujer no viene a casa al mediodía, como en el bar en compañía de un cliente habitual, conocido de toda la vida y enseguida empiezo mi actuación. En el primer plato, esta se limita a sorber la sopa sonoramente, al tiempo que de inmediato recobro el tema del que estuviéramos hablando con toda normalidad, para que lo interprete como algo natural en mí. Al sorber, no obstante, percibo que el tipo enerva claramente ambas cejas, sin duda sorprendido por lo que él debe interpretar lisa y llanamente como una falta de educación. Entre plato y plato decido poner en marcha el trigémino, escorando brevemente la boca hacia un lado seguido de un fruncimiento casi infinitesimal de los labios, tratando de imitar a un gorrión pidiendo unas miguitas de pan o a una señorita cursi lanzando besitos a su novio. Al llegar el segundo plato, ya está claro que aquel hombre está alterado, pues rebulle incómodo en su silla o maneja los cubiertos sin ton ni son para calmar sus nervios, lo que hace que interiormente me hace sentir muy satisfecho al ver los primeros resultados de mis sesiones de entrenamiento ante el espejo del comedor. Decido dar entonces por concluido el experimento, pues Venancio podía perder los papeles y organizar algún tipo de show que quiero evitar, por lo que el segundo plato transcurre sin que yo acuda a alguna de mis mañas precedentes. Él parece calmarse pronto, aunque, para mi sorpresa, puedo observar como al terminar,  empieza a tartamudear y mueve con cierto frenesí  una oreja, lo que me causa tal impresión que llevo el tenedor a la boca sin precisión y me alcanzo en el bigote, momento en el que aquel hijo de puta se levanta de la mesa con una risotada diciéndome: “tengo prisa, perdona, pero siempre he sido muy buen imitador”, lo que me deja sumido en una sensación de bochorno espantosa que trato de controlar de inmediato con dos vinos tintos, apurados casi sin respirar. Estaba claro que aquel tipo me había calado o que pensaba que yo estaba mal de la cabeza, lo que le había producido un ataque fulminante de hilaridad que le había hecho levantarse sin terminar.
Me sentía muy vejado, pero  no vencido, y pensé de inmediato que no estaba dispuesto a regresar a mi melancolía de días atrás, por lo que llegué a la conclusión de que todavía actuaba con cierta brusquedad, y que debía hacerlo de una manera aún más elaborada. Me entrené durante otra serie de días, y llegué a pensar que quizás lo que había sucedido con Venancio, era que sus neuronas-espejo habían respondido espontáneamente al estímulo que yo les había lanzando, y que al ser consciente, no había podido aguantar la risa. Cenando con Mariví una de aquellas noches, puse en práctica el nuevo programa, en base sobre todo al movimiento alternativo de ambas orejas hacia arriba y abajo, pero realizado con una delicadeza exquisita, lo que hizo que no pareciera apreciar nada especial, aunque esa noche en la cama guardó conmigo una distancia doble de la habitual.
Lo cierto es que ya en plenas Navidades me di cuenta que mis experimentos me estaban dejando extenuado, pues día a día, estuviese donde estuviese, llevaba a cabo mi programa de actuaciones, que por entonces ya incluían el bizqueo y una cierta inervación de los pelos, conseguida al dejarme invadir por una intensa sensación de frío en el cuero cabelludo, técnica que aprendí en un libro de sofrología. Los resultados eran dispares, y si algunas veces mi acompañante parecía no dar importancia a lo que veía, en otras se marchaba sin dar explicaciones, aunque uno, tengo que decirlo para mi oprobio, al irse me llamo payaso. El nuevo año ha supuesto para mí una cierta tranquilidad, pues desde que los días son más largos, ya no me abruma con tanta intensidad el sentimiento de desamparo y la tristeza de finales de Octubre, por lo que paulatinamente voy abandonado mis ejercicios gestuales, aunque mover la oreja izquierda se ha convertido en un tic del que no puedo fácilmente desembarazarme. Mariví no parece  nada afectada por todo este periodo, pero en los últimos tiempos percibo en su voz un gangueo frecuente, y en su cabeza un mínimo movimiento lateral, lo que me hace sospechar que ha decidido que ahora le toca a ella.    

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