Los días se suceden monótonamente.
Sobre todo en esta época del año en el que ya se hacen evidentes los que
vendrán cuando llegue el invierno definitivamente. A pesar de la belleza de los
colores de los árboles, que dibujan a lo lejos un calidoscopio que tan pronto
parece avisarnos de incendios inexistentes que de terracotas o campos yermos
donde antes se distinguía un bosque, la melancolía me alcanza en la ventana
desde la que algunas tardes contemplo la puesta del sol, cuando hay lugar para
ello. Me digo que tengo que hacer algo que introduzca en mi vida situaciones
diferentes que desalojen de mí esta sensación que siempre me embarga por estas
fechas.
Me miro en el espejo del salón, y trato
de precisar qué rasgos de mi rostro han cambiado significativamente en los
últimos tiempos, pero tan acostumbrado estoy a verme a diario, que me resulta
imposible más allá de las arrugas que surcan mi frente o rodean mi boca, y no
digamos nada de las mejillas escurridas, que van dejando paso a la pujanza
interior de la osamenta. Intento, sin embargo algunos gestos diferentes de los
habituales que conozco demasiado bien, y me impacta mi capacidad inédita hasta
el momento de entreabrir la boca y ser capaz de dibujar con mi lengua
ligeramente fuera una cantidad de figuras sorprendentes. La manejo con una
facilidad hasta ahora ignorada, lo que me hace sonreír de inmediato, imaginando
el impacto que tal cosa podría tener en mis posibles interlocutores, si me atreviera
a ello, claro está. Luego, sin solución de continuidad, ensayo nuevos
movimientos con otros apéndices como la nariz, las orejas, los ojos y las cejas
e incluso con el cuello, donde logro sin demasiado esfuerzo que la nuez
adquiera una prominencia casi de ariete a pesar de mi incipiente papada.
Sorprendido por esta capacidad,
desconocida para mí hasta ese momento, me alegra de inmediato saberme
superdotado para la gesticulación, pues
me estimula a emprender una campaña en ese sentido, adoptando variantes más
propias de una máscara que de una persona normal, lo que sin duda producirá
reacciones en mis amistades, que me gustaría ver. De todas maneras, ya en ese momento
me digo que debo obrar con discreción, haciendo que los cambios sean progresivos
y sutiles, para que no sean tomados de inmediato como una guasa o una mascarada.
Después de varios días de ensayo intensivo, decido por fin llevar a la práctica
mi plan y ver los resultados que obtengo.
En la calle, a pesar del ambiente un
tanto desapacible de los últimos días del otoño, me siento casi eufórico, y me
resulta del todo indiferente la atmósfera gris y un tanto triste del día,
animado por una capacidad personal hasta ese momento desconocida para mí: mi
facilidad para metamorfosearme. En casa con mi mujer, que no sabe nada de mi
nueva afición, lo había intentado discretamente, pues no era cuestión de que se
asustase o pensara que estaba para el psiquiátrico. Al desayunar frente a
frente en la mesa de la cocina, únicamente he enervado ligeramente la ceja
derecha (habitualmente lo hago con la izquierda), y se ha dado cuenta de nada,
a pesar que justo antes de despedirme, muevo la comisura de los labios con una
especie de tic frenético durante unos segundos, que ella también ignora
olímpicamente.
Ya en la calle, me dirijo a la
cafetería habitual, donde me tomo un segundo café, y siento una cierta
frustración por mi fracaso previo, como si mi entrenamiento de de días
anteriores no me hubiera servido para nada, aunque, todo hay que decirlo, María
Victoria, está más que acostumbrada a mis manías y quizás por eso le ha dicho
nada. Me siento en la mesa habitual, cerca de la barra y de costado a la misma,
desde donde se aprecia mi cara con toda nitidez, al perfilarse contra la
ventana a mi lado. Allí, a poco de pedir el café, inflo el cuello y saco la
nuez desaforadamente, alcanzando sin duda un perfil que no debe diferenciarse
mucho del de un urogallo en celo observando a una hembra o listo para la pelea,
pero para mi sorpresa no parece que nadie lo observe o que llame la atención.
Ya a punto de asfixiarme, recobro mi actitud normal y me siento congestionado
después de más casi un minuto conteniendo la respiración, y acabo soltando un
bufido fenomenal que, ese sí, llama la atención, y alguien me aconseja que
tenga cuidado con el catarro.
Regreso a casa cariacontecido, no hay
duda que mi primer ensayo, hecho además sin ningún género de cortapisas, ha
sido un fracaso estrepitoso, teniendo en cuenta que para compensar la decepción
con Mariví, me había empleado a fondo casi a costa de mi salud. Durante el
camino de vuelta, reflexiono y llego a la conclusión de que quizás deba actuar
de una forma más solapada, para que aquello que puedan percibir mis
interlocutores parezca algo real y consolidado, y no una bobada o una manía
momentánea. Ya en casa me preparo para la próximo ocasión, en la que mi
actuación será sutilísima, sólo hecha de mínimos gestos desacostumbrados, que
puedan transmitir al otro la convicción que en mi fisonomía se ha producido un
cambio irreversible, pero tan sutil que no se atreva a decir nada. Lo notaré,
sin duda alguna, en su propia expresión, acostumbrado como ya estoy a las
mínimas alteraciones músculoesqueléticas del rostro.
Al día siguiente, aprovechando que mi
mujer no viene a casa al mediodía, como en el bar en compañía de un cliente
habitual, conocido de toda la vida y enseguida empiezo mi actuación. En el
primer plato, esta se limita a sorber la sopa sonoramente, al tiempo que de
inmediato recobro el tema del que estuviéramos hablando con toda normalidad,
para que lo interprete como algo natural en mí. Al sorber, no obstante, percibo
que el tipo enerva claramente ambas cejas, sin duda sorprendido por lo que él
debe interpretar lisa y llanamente como una falta de educación. Entre plato y
plato decido poner en marcha el trigémino, escorando brevemente la boca hacia
un lado seguido de un fruncimiento casi infinitesimal de los labios, tratando
de imitar a un gorrión pidiendo unas miguitas de pan o a una señorita cursi
lanzando besitos a su novio. Al llegar el segundo plato, ya está claro que
aquel hombre está alterado, pues rebulle incómodo en su silla o maneja los
cubiertos sin ton ni son para calmar sus nervios, lo que hace que interiormente
me hace sentir muy satisfecho al ver los primeros resultados de mis sesiones de
entrenamiento ante el espejo del comedor. Decido dar entonces por concluido el
experimento, pues Venancio podía perder los papeles y organizar algún tipo de
show que quiero evitar, por lo que el segundo plato transcurre sin que yo acuda
a alguna de mis mañas precedentes. Él parece calmarse pronto, aunque, para mi
sorpresa, puedo observar como al terminar, empieza a tartamudear y mueve con cierto
frenesí una oreja, lo que me causa tal
impresión que llevo el tenedor a la boca sin precisión y me alcanzo en el
bigote, momento en el que aquel hijo de puta se levanta de la mesa con una
risotada diciéndome: “tengo prisa, perdona, pero siempre he sido muy buen
imitador”, lo que me deja sumido en una sensación de bochorno espantosa que
trato de controlar de inmediato con dos vinos tintos, apurados casi sin respirar.
Estaba claro que aquel tipo me había calado o que pensaba que yo estaba mal de
la cabeza, lo que le había producido un ataque fulminante de hilaridad que le
había hecho levantarse sin terminar.
Me sentía muy vejado, pero no vencido, y pensé de inmediato que no
estaba dispuesto a regresar a mi melancolía de días atrás, por lo que llegué a
la conclusión de que todavía actuaba con cierta brusquedad, y que debía hacerlo
de una manera aún más elaborada. Me entrené durante otra serie de días, y
llegué a pensar que quizás lo que había sucedido con Venancio, era que sus
neuronas-espejo habían respondido espontáneamente al estímulo que yo les había
lanzando, y que al ser consciente, no había podido aguantar la risa. Cenando
con Mariví una de aquellas noches, puse en práctica el nuevo programa, en base
sobre todo al movimiento alternativo de ambas orejas hacia arriba y abajo, pero
realizado con una delicadeza exquisita, lo que hizo que no pareciera apreciar
nada especial, aunque esa noche en la cama guardó conmigo una distancia doble
de la habitual.
Lo cierto es que ya en plenas
Navidades me di cuenta que mis experimentos me estaban dejando extenuado, pues
día a día, estuviese donde estuviese, llevaba a cabo mi programa de actuaciones,
que por entonces ya incluían el bizqueo y una cierta inervación de los pelos,
conseguida al dejarme invadir por una intensa sensación de frío en el cuero
cabelludo, técnica que aprendí en un libro de sofrología. Los resultados eran
dispares, y si algunas veces mi acompañante parecía no dar importancia a lo que
veía, en otras se marchaba sin dar explicaciones, aunque uno, tengo que decirlo
para mi oprobio, al irse me llamo payaso. El nuevo año ha supuesto para mí una
cierta tranquilidad, pues desde que los días son más largos, ya no me abruma
con tanta intensidad el sentimiento de desamparo y la tristeza de finales de
Octubre, por lo que paulatinamente voy abandonado mis ejercicios gestuales,
aunque mover la oreja izquierda se ha convertido en un tic del que no puedo
fácilmente desembarazarme. Mariví no parece nada afectada por todo este periodo, pero en
los últimos tiempos percibo en su voz un gangueo frecuente, y en su cabeza un
mínimo movimiento lateral, lo que me hace sospechar que ha decidido que ahora
le toca a ella.
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