Había algo en Raúl Fernández Mohedano
que inhibió mi natural reflejo de defensa, y no informé de su presencia a la
Policía ni inicié ningún movimiento agresivo hacia él cuando le vi. Eran las
cuatro de la mañana, y yo me había levantado de la cama incapaz de dormir por
el calor de aquella noche, cuando me di de bruces con él en el pasillo que
lleva hasta el salón. Él tampoco hizo nada especial, y después de presentarse
someramente y pedirme disculpas por su intempestiva visita, me dijo que había
subido hasta el tercer piso por el canalón de desagüe con relativa facilidad,
teniendo en cuenta que en su día estuvo seleccionado para el equipo olímpico
español de escalada. Que no pretendía nada especial, y que para hacerlo solo le
había motivado el deseo instantáneo e irrefrenable, de conocer el interior de
una casa de una familia española de tipo medio, cuando se paseaba medio insomne
por un parque de las inmediaciones.
Sus razones no me parecieron de peso,
pero sí suficientemente argumentadas como para creerle y presentarme como único
habitante de aquel piso, por lo que su concepto de familia, debía en mi opinión
ceñirse a las llamadas unipersonales o algo así. Estuvo de acuerdo, y después
de tomarnos en el salón un lingotazo de Ballantines, le enseñé con cierto
detalle el piso. Era una vivienda de no más de 80 m2, incluida la terraza, pero,
no obstante, con tres dormitorios más los habituales salón, cocina y cuarto de
baño y un trastero ínfimo, donde se interesó de una forma, a mi parecer, un
tanto maníaca por varios enseres prácticamente inclasificables que yo había
amontonado allí hacía mucho tiempo, y que ni siquiera recordaba. Dado que todo
aquello estaba en desuso, me preguntó si podía llevarse algunos de ellos(de
dudosa utilidad), que ejercían sobre él una atracción inexplicable, próxima a
la fascinación. Hizo comentarios sobre todas las habitaciones, y el cuarto de baño,
en donde me pidió que le dejara solo un instante, pues tenía una necesidad
inaplazable, a lo que no pude negarme, aunque me dejó preocupado cuando al
salir después de cinco minutos, no tirara de la cadena, pero no me atreví a
pedírselo, pues a lo mejor su urgencia era de otra índole a la por mí
imaginada.
Ya de vuelta al salón, nos volvimos a
sentar en el sofá, donde me hizo algunas consideraciones sobre las mejorías que,
en su opinión, podía introducir en mi “apartamento” (sic), algo que consideré
como una especie de enmienda a la totalidad, e hizo que me sintiera un tanto
vejado, pues no sé si realmente lo empleaba como sinónimo de “casa” o “piso”, o,
por su retintín, era intencionado,
queriendo hacer hincapié en las dimensiones reducidas del lugar y unos
servicios bastante modestos. Me contó que padecía insomnio desde hacía varios
años coincidiendo con la menopausia de su mujer, siendo este uno de los
síntomas más significativos, que él posiblemente adoptó involuntariamente como
muestra de su empatía con ella. Al terminar la charla, una vez que se acabaron
los temas que se supone que dos personas como nosotros éramos capaces de tocar
en una noche tan sofocante, me solicitó permiso para darse una ducha de agua
fría, que no fui capaz de negarle. Al cabo de diez minutos salió, y esta vez si
tiró de la cadena, vuelto a urgir por necesidades imperiosas, por evidencias de
su estancia anterior o por un simple antojo. Se despidió de mí afablemente,
agradeciéndome la manera cordial y nada agresiva con la que le había recibido,
pues no le hubiera extrañado que lo hubiera hecho a tiros. Me pidió permiso
para descender por el mismo canalón que había utilizado para subir, y fue
inútil mi ofrecimiento de que bajara por las escaleras, que resultaba un método
más cómodo y seguro, pero lo rechazó, diciéndome que no para él, que
prácticamente se consideraba un “hombre gato”. Le vi desaparecer canalón abajo
con notable escándalo, que incluso hizo que se encendieran las luces en varias
ventanas de los pisos inferiores y se oyeran algunas voces alarmadas. Al llegar
abajo, Raúl dio un salto prodigioso y desapareció entre los setos del jardín.
Yo cerré todo, apagué las luces y me metí en la cama casi de forma instantánea.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, no sabía si aquello había sucedido en
realidad o había sido un sueño. En el salón sólo pude ver la botella de whisky
y un vaso, lo que me hizo dudar, aunque en el cuarto de baño permanecían
algunos síntomas de haber sido utilizado profusamente durante la noche. Un
tanto perplejo, por la mañana pregunté a algunos vecinos si durante la noche
habían oído algo especial, y la respuesta unánime fue que no, excepto uno que
dijo haber oído con toda claridad a un gato, no sabía si asustado o en pleno
trance amoroso. Me quedé un tanto decepcionado, y al meterme en la cama por la
noche, esperé soñar de nuevo con Raúl. Atravesaba una fase de mi vida un tanto
vacía y nihilista, y encontrarme con él había supuesto una inyección de moral y
la posibilidad de una comunicación sincera, a pesar del ajetreo en el cuarto de
baño. Me desperté como venía siendo habitual en los últimos tiempos pasadas las
tres de la madrugada, y me decepcionó comprobar que no recordaba haber soñado
nada, y no encontrar a nadie en el pasillo. Para tranquilizarme, me senté y me
tomé un whisky, esperando de esta manera, como si se tratara de una sesión
espiritista, que el ánima de Raúl apareciera por allí convocada por mi anhelo,
y pudiéramos charlar amigablemente sobre su mujer y su menopausia, el insomnio o
temas de interés general que a ambos nos interesaran. Cuando una hora más tarde
se me hizo evidente que aquel tipo se demoraba demasiado, o había decidido no
acudir a nuestra cita, me eché por encima una especie de chambergo veraniego y
bajé al cercano parque, donde, según me contó, solía deambular las noches que
no pegaba ojo. El lugar estaba lo suficientemente oscuro para que una persona
de constitución media con una navaja me hubiera atracado, o al comprobar que no
llevaba nada encima, me hubiera hecho regresar a casa como Dios me trajo al
mundo. Pero nada de eso sucedió, y a los únicos seres vivos que pude ver fueron
efectivamente a varios gatos adormilados debajo de unas matas, que al verme,
parecieron incomodarse por haber interrumpido sus sueños o sus cavilaciones
nocturnas. Volví a casa entristecido por mi fracaso, pero con el firme
convencimiento de que mi amigo Raúl volvería a aparecer cualquier noche en mi
domicilio, y podríamos mantener conversaciones de lo más interesantes hasta el
amanecer, en las que estoy seguro que sería capaz de convencerme del
maravilloso sentido de la existencia, a pesar de estar en el paro y llevar una vida
un tanto errática y nocturna para una persona de mi edad. Antes de entrar en el
portal, comprobé que el canalón que hizo posible su acceso hasta mi piso seguía
en buenas condiciones y no había sufrido ningún deterioro, lo que efectivamente
pude corroborar personalmente, subiendo por él hasta mi casa preso de una
extraña euforia.
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