Podría ser de
otra manera, pero todas las mañanas cuando llego están allí. No me refiero por
supuesto al grupo de oficinistas que a esas horas de la mañana, son poco más de
las diez, bajan a tomarse un café, sino a ellos dos, los que, pase lo que pase,
están siempre allí en aquella esquina, ensimismados en una charla al parecer
interminable, pues un día tras otro se repite la misma escena. Parecen
atareados en un problema que no saben como resolver, y se muestran
continuamente enfrascados en él, tratando de hallar una solución. Claro que a
mí no me engañan, y sé que su actitud,
esa manera reconcentrada de actuar en la que con frecuencia se sirven de lápiz
y papel, es solo una burda manera de enmascarar sus verdaderas intenciones. De hecho,
dicho esto, puedo asegurar que no me equivoco aunque solo me guíe por mi
intuición, pue en contadas ocasiones me ha fallado. Es evidente, de todas
maneras, que su comportamiento deja ver bien a las claras, que de lo que se
trata verdaderamente es de una actuación para disimular unas intenciones
inconfesables. Si se piensa con seriedad, su actitud no tiene ningún sentido,
pues no existe nada tan complejo como para no hallar una solución a medio
plazo, y esta situación se prolonga ya desde hace meses.
Sin duda, creen
que disimulan lo suficiente como para que me pase desapercibida la atención que
me prestan, y las miradas subrepticias que me lanzan en algunos momentos ladeando
brevemente sus cabezas, creyendo que estoy despistado. Yo entiendo de esto, y
sé que desde el primer día que llegué no cesan de considerarme una presencia
molesta, aunque no pueda explicarme qué razones podrían inducirles a ello. En algunos momentos tengo ganas de romper por
las buenas la situación, dirigirme a ellos y decirles que a mi no me engañan
por mucho que disimulen. No me decido porque en algunas ocasiones les veo
concentrados leyendo el periódico, y dando la impresión de escribir algo, pero
supongo que tal cosa no será más que otra estratagema para despistarme
definitivamente. No lo lograrán, y el día menos pensado, cuando ya no pueda
más, tendrán que atenerse a las consecuencias. Es insoportable tener gravitando
sobre uno la insidia de dos desconocidos decididos a amargarle a uno la vida. A
veces me veo tentado a cambiar yo mismo de táctica e ignorarlos, darles la
espalda, por ejemplo, y dejar de preocuparme, pero eso se lo podría poner
demasiado fácil. Sabe Dios qué se les podría ocurrir en tal supuesto, nada
bueno sin duda, y me dejaría expuesto al albur de sus reacciones más
insidiosas, desde hacerme burla clara y simplemente, a agredirme aprovechando mi
incapacidad para la defensa, pero no les voy a dar esa oportunidad. Si algo me
ha caracterizado a lo largo de mi vida, ha sido mi estado de permanente alerta
ante cualquier imprevisto, y para ello los ojos son imprescindibles. Se me ha
ocurrido que quizás lo más natural, teniendo en cuenta el sufrimiento que me causan,
sería no volver aquí o como mínimo ausentarme por un tiempo, pero tengo el
convencimiento que no tardarían mucho en buscarme, y hallarles inopinadamente
en otro lugar no podría ser fruto de la casualidad, sino de que, como me temía,
había empezado la cacería. Finalmente llego a comprender que no puedo
deshacerme de ellos, que los necesito y de que el día que falten será
prácticamente insoportable para mí. Debo por lo tanto aceptar mi situación, y
considerar que después de todo me aportan algo de lo que no puedo prescindir.
Permaneceré tranquilo considerando que la navaja en mi bolsillo siempre me dará
una ventaja, que sin duda no deben haber considerado suficientemente.
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