Como ya quedó
dicho en anteriores artículos relacionados con la bipedestación, el requisito
indispensable para apearse vuelve a ser el hecho de tener pies. Aceptando que las cosas son así, y que
resultaría un tanto inútil obcecarse con otras interpretaciones, cabe sin
embargo añadir algunas matizaciones, de las que nos encargaremos a renglón
seguido.
La primera
objeción que cabría hacer a la afirmación mencionada al empezar, es que desgraciadamente
no todo el mundo tiene pies (y no se trata aquí de hacer un recuento
pormenorizado de las desgracias que han dado lugar a ello). No creo, sin
embargo, que nadie dude de que un disminuido de tal clase no pueda apearse, ya
que, como mucho, se podría puntualizar que en esos casos la expresión no es
rigurosamente exacta. Sin duda alguna, un cojo (que en ocasiones solo tiene un
pie), un mutilado severo (sin piernas), o una persona que tenga que trasladarse
en silla de ruedas, también se apean cuando llegan el tren llega a su estación
o el autobús a su parada, por mucho que más que apearse, “se bajen”
(lógicamente ayudados). Podría decirse de estas personas que aunque careciendo
de ellos, los pies “se les suponen”, de la misma manera que se supone el valor
a un militar, algo, por cierto, no siempre demostrado. Pero ese es un asunto
del que aquí no se trata.
Esta reflexión
que puede parecer banal, nos orienta en el sentido de que con el verbo que nos
ocupa, nos referimos más que al hecho real de “poner pie en/a tierra”, nos
referimos al de abandonar un artefacto móvil. Y esa es otra de sus
características sorprendentes. No se trata por lo tanto de pasar de un nivel
superior a otro más bajo, pues en tal caso lo mismo podría decirse al salir de
la cama, o al bajar de una litera o de la copa de un árbol (o de esas horribles
banqueta de patas largas, hoy desgraciadamente tan de moda), sino de otra cosa
De estos artefactos uno no se apea, sino que solamente se baja, o como mucho,
se desciende. La movilidad es por lo tanto un requisito importante para que
alguien pueda apearse de algún sitio. Del tren, el coche o el autobús uno se
baja, pero, con más propiedad, uno “se apea”. Hasta tal punto esto es así, que
cuando no proliferaban los trenes tan veloces de hoy en día, existían pequeñas
estaciones a las que se conocía vulgarmente como “apeaderos”. Sin duda esto es
así porque se decidió que lo importante en los casos mencionados más arriba,
era la posición en origen y no el acto en sí, especialmente si se estaba tumbado.
De la cama es evidente que uno se levanta. De la litera o de un árbol se baja.
De ninguno de ellos uno se apea.
Visto lo
anterior, da la impresión de que apearse o “echar pie a tierra” supone de
alguna manera “volver a la realidad”, dando de esta manera a los medios de
transportes mencionados una cierta personalidad fantasmagórica (algo no tan
descabellado si nos imaginamos viajar en el AVE o un bólido de carretera a 300
kilómetros por hora).Tal expresión considerada en sentido negativo (no apearse),
pueden metafóricamente expresar el hecho de no querer abandonar una opinión o
idea, de forma obstinada, sin querer ver la realidad, para otros, sin embargo,
evidente. Parece, pues, que apearse es una condición sine qua non para regresar
al “mundo verdadero”, y en ese sentido a la tierra como auténtica base de
nuestras vidas (lo que, después de todo, tiene bastante de cierto, teniendo en
cuenta que no somos peces ni aves. Y menos pájaros, aunque nunca se sabe). Ello
no es óbice, sin embargo, para que los sedicentes ilustrados y los pedantes,
opinen que mucha gente tiene una concepción demasiado “pedestre” (terrenal) de
algunos temas.
Pudiera suceder
(pero que yo sepa no hay testigos), que existiesen quienes al viajar en los
medios de transportes mencionados (a los que se pueden añadir con matices el tractor
y el metro), se desprendieran de los pies, y solo los recuperan al
abandonarlos. Se debe pensar en ello. Hay que recordar que precisamente en el
momento de apearse, uno, por la cuenta que le trae, los mira con cierta
delectación, y cobra conciencia de su existencia. Durante el resto del viaje,
qué duda cabe, “están ahí”, pero pasan desapercibidos, razón por la cual
deberíamos sentirnos muy satisfechos. El que a otras partes del cuerpo les
suceda lo mismo, no supone ningún inconveniente para, alegrarnos de su presencia en esos momentos
cruciales.
La norma básica
para apearse, y hablamos ahora en plan operativo, consiste en tantear con un
toque mínimo, casi imperceptible, la superficie a la que se desciende, comprobando
así su solidez y su textura. Los adolescentes y aquellos que se hallen en plena
juventud no lo necesitan, dando la impresión al hacerlo que más que pies tienen
ruedas o patines. Se recomienda a los padres dar la mano a los niños impúberes,
recordándoles que en ningún caso los bebés deben apearse por si mismos, pues
aunque parezca sorprendente, hay padres hoy en día que pretenden cultivar las
aptitudes atléticas de la prole desde su más tierna infancia. Los ancianos,
sobre todo si llevan bastón (y los accidentados si van con muletas) deben esmerarse
y tener mucho cuidado. Y las mujeres con zapatos de tacón aún más, sobre todo
si son de aguja, que se sepa, no existen narices de repuesto.
Algo que,
después de lo que acaba de decirse, también debe tenerse en cuenta es el
calzado a utilizar, que debe ser el apropiado para apearse sin sobresaltos.
Como ya se dijo, se desaconseja hacerlo con tacones altos, a lo que deben
añadirse las plataformas, los mocasines y los que lleven alzas (aunque se sea
el mismísimo presidente del gobierno). También se desaconseja usar aquellos que
tengan suelas de material, como se decía antiguamente, o de tafilete, por muy
distinguidos que parezcan (y, guiño para veteranos: aunque lo recomiende la
chica del diecisiete). Se aconseja por tanto llevar zapatos con suela de goma o
material adhesivo poco proclive al deslizamiento (¿PVC, poliuretano?) Claro que
resulta comprensible que haya quien insista en que asistir a una ceremonia de
cierto relieve (bodas incluidas) con chancletas, playeras, tenis o bambas, no
deja de ser una chabacanería, impropia de quienes todavía no han pegado fuego a
sus chaquetas. Las alpargatas tampoco resultan adecuadas por mucho que hoy
comience a valorarse de nuevo el yute y el esparto. Otra cosa sería que la
autoridad que presida el acto o, en su caso, los novios den su aquiescencia.
Como norma se deberá bajar del vehículo
implicado en la situación (entre los cuales añadimos aquí la carroza y la
diligencia, pero no los velocípedos ni las motocicletas) apoyando en primer
lugar la parte inferior del pie adelantado, a la altura de las articulaciones
de los dedos a nivel de la falange o bajo el empeine, pues hacerlo con el talón
supone una posibilidad elevada de caerse de espaldas, darse un batacazo y
romperse la crisma. Independientemente de todo lo anterior, o como complemento,
en los transportes colectivos conviene hacerlo con cierta decisión para evitar
aglomeraciones en la salida, e incluso la posibilidad de un accidente de cierta
seriedad. A pesar de ello, al bajar de los vagones del Metro se debe estar muy
atento a no introducir el pie entre el coche y el andén. Podría ser fatal,
especialmente en las estaciones en curva. Se comprende de todas maneras que
quien se apea pueda estar pendiente de otros menesteres, sobre todo cuando
quien lo hace es recibido por alguien importante. Por ejemplo, quien llega
procedente de lugares remotos y es esperado por su novia o su familia.
Supongamos que se trata de Australia (claro que como pronto veremos, en este
caso el asunto puede complicarse al hacerlo en avión, como suele ser habitual).
De todas maneras, jamás debe bajarse dando un salto, con los pies juntos o de
puntillas.
Si es usted una
persona con sombrero (y no digamos nada si es una mujer con pamela) debe procurar
que el cambio de alturas del vehículo al andén no se lo vuele, algo que suele
suceder cuando el estribo está muy elevado con respecto al suelo, al poco que
sople un mínimo de brisa. Los atletas, las personas en buena forma física y los
reyes deberán en cualquier caso apearse con resolución (incluso con valentía), arriesgándose a la
caída, que podrá ser recibida con aplausos a pesar de su aparatosidad. En tales
ocasiones es frecuente la presencia de fotógrafos, que inmortalizarán un instante
que permanecerá de forma indeleble en sus retinas. Cabe añadir aquí, pues
siempre existen seres temerarios, que no debe uno intentar apearse en marcha o en
un lugar no indicado para ello, considerando que, después de todo, ya tendrá
ocasión de estirar las piernas poco más adelante.
Se recordará que
con anterioridad se hizo alusión a la posibilidad de apearse de un barco o un
avión, y a lo inapropiado de tal expresión en tales casos. Siendo animales
terrestres, parece que la Real Academia y el empleo consuetudinario del
lenguaje, han reservado tal expresión para los vehículos que circulan sobre la
superficie sólida terrestre, y no para los que vuelan o navegan. Si apearse,
como ya se vio, viene a significar volver a utilizar de nuevo los pies, e
incluso recobrarlos, podría considerarse que tal hecho es aún más importante en
tales casos, dada el escaso empleo que se hace de los mismos estando a bordo, y
sin embargo no es así. Estos medios de transporte (a los que aquí añadimos sin
que nadie nos fuerce, el catamarán y la canoa en el primer caso, y el
helicóptero y el ala delta en el otro), suponen, dado el medio en el que se
mueven –el aire y el agua- un caso especial, en el que tal hecho relega los
pies a una instancia secundaria. En el caso del avión, sus pasajeros aterrizan
(o así lo dicen ellos), cuando quien verdaderamente lo hace es la aeronave; y
de los barcos, desembarcan, dejando con tales expresiones diáfanamente claro,
lo orgullosos que se sienten de haber sido durante algún tiempo “otra cosa” (un
ave o un pez, quizás).
Y para terminar,
valga insistir aquí en la importancia de la mirada, pues es ella quien debe
calibrar como debe uno apearse sin consecuencias negativas. Siendo como somos
seres con los ojos situados en la parte frontal de la cabeza, tenemos la facultad
de ver con precisión frente a nosotros, algo que facilitándonos la depredación,
al no estar en la selva o la sabana, podemos utilizar para apearnos como es
debido. Las personas con dificultades en la vista, o los que utilizan gafas de
sol en cualquier circunstancia, deben esmerarse. En el primer caso, como por
otro lado suele suceder, lo recomendable sería la ayuda de alguien, y en el segundo,
quitárselas hasta pisar tierra firme en el andén (por poner un ejemplo).
Podríamos seguir hablando de este tema durante
mucho tiempo, pero considero que ya es suficiente y que, en todo caso,
volveremos sobre ello otro día. Recordemos, como nota final, que los
hidroaviones amerizan, y que si sus tripulantes se bajan, no se puede decir con
propiedad que se apeen. Y que, por otro lado, si en 1969 la cápsula espacial de
la nave Apolo, descendió sobre nuestro satélite y alunizó, Armstrong y Aldrin
al bajarse de ella, sorprendentemente se apearon, pero no alunizaron. Misterios
del lenguaje, que ofreciéndonos otro juego impensado, nos permiten decir que,
sin embargo, posiblemente alucinaron.
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