Busco elementos
diferentes. Apenas desciendo a la calle por la mañana y echo a andar, mis sentidos, por más que estén concentrados en
determinados problemas de mi exclusivo interés,
parecen ponerse en marcha en
otras direcciones, siguiendo un mecanismo que no puedo controlar. Busco en las
cosas características especiales que destaquen sobre el fondo demasiado gris de
lo cotidiano. Sin saberlo, mi mirada ausculta el horizonte más inmediato
buscando señales nuevas, un color, un
movimiento sorprendente…algo que dé a mis ojos un calificativo diferente al de
mera máquina supervivencia. Sé que en realidad no debería ser así, y que de
hecho, es suficiente la pura discriminación de lo evidente: no tropezar con la
acera, calcular la distancia entre peldaños, entrar en un local precisamente
por las puerta, etc… Sí, es cierto, y
sin embargo se me hace poco, como si en otra fase de un proceso que no sé a
dónde podría llevarme, mi mirada buscara escéptica, pero expectante, algo nuevo
que me devuelva a un paraíso que una vez existió en alguna parte.
Quizás lo mío
son puras ensoñaciones, y me obstino en
crear algo, que, de realizarse, haría que el mundo se pareciese más a un circo
que a otra cosa. La calle recorrida por payasos haciendo sonar sus bocinas, y
tropezando continuamente con sus enormes y relucientes zapatones negros, y
sonriendo a los más pequeños que, como norma general, se echaran a llorar. Los
árboles coronados de guirnaldas y lucecitas multicolores parpadeando, y los
coches pintados a rayas o con dibujos chocantes y floripondios, mientras los
transeúntes arrastran multitud de trastos llamativos sin ninguna utilidad
precisa, y llevando sombreros de diseños extravagantes al tiempo que, llueva o no, hay quienes no se privan de usar
paraguas, eso sí: o blancos o negros. Las
nubes seguirían con frecuencia allá arriba, pero se multiplicarían sus formas y
colores, y los cúmulos, nimbos, cirros y
estratos habituales, solo serían el vago recuerdo de un tiempo en que las
posibilidades eran mínimas; el cielo no sería solo azul, sino que admitiría
otros colores y tonalidades múltiples, y con frecuencia se volverían cobalto, magenta
o púrpura intenso, como si el oxígeno
se hubiera vuelto loco combinándose con otros elementos de la tabla periódica, y
esporádicamente llegara a provocar algunos incendios que anticipo nada dañinos.
Surgirían fosforescencias, descamaciones en la piel del firmamento, dónde la
luz del sol jugaría de forma continua al arco iris, tornasolando el horizonte y
haciéndonos llegar aires o vientos a los que no estamos acostumbrados, pues no
solo arrastrarían las hojas de los árboles en el otoño sino que, surgidas de
lugares recónditos, arrastrarían por el cielo cometas y delicadísimos papeles
de colores, que en un instante dado desaparecerían como pompas de jabón, sin
dejar rastro.
Incluso en
ocasiones, surcarían los cielos los papeles blancos de toda la vida, llenos de
poesías, que varias computadoras inspiradas, lanzarían al aire sin cesar
basándose preferentemente en los poetas clásicos y los románticos, aunque, llevados
por estros desconocidos no les importaría fabricar poemas surrealistas que
ellos mismos inventan, pues de tanta poesía que deben gestionar, son capaces
finalmente de crear otras nuevas, aunque, para decirlo todo, su rima no siempre
es la adecuada, y en ocasiones, se hace transparente que más que llevados por
la inspiración, trabajan sobre todo con un voluntarismo entusiasta, que los
transeúntes que las acaban recogiendo del suelo, aceptan agradecidos, sobre
todo las embarazadas que se lo toman como un buen presagio para los peques que
están por llegar. Aunque hay quienes, motivados por otras aficiones, los
emplean preferentemente para echarlos a navegar en los arroyos y riachuelos que
han surgido como por ensalmo, y en los pequeños lagos de los innumerables
parques, o bajo las fuentes que se han
multiplicado en las confluencias de las avenidas.
El viento, cuando
de verdad decidiera soplar, no lo haría únicamente con el mecánico ulular al
que tan acostumbrados estamos, sino que cualquiera que prestase atención y
tuviese buen oído, podría apreciar cambios de tono e intensidad y en algunas ocasiones
nos recordarían antiguas canciones que
ya habíamos olvidado, pero que, sobre todo al doblar las esquinas o al irrumpir en los zaguanes se harían. Evidentes.
Incluso la materia de que están constituidas las cosas parecería haber sufrido
un proceso de transformación, o más bien, estar en él, como si sus principales
características no se atuvieran a valores fijos, sino que estuviesen empeñadas
en jugar a engañarse mutuamente, adoptando superficies, volúmenes y hasta
densidades diferentes, de forma que, al tocarlas, uno tendría la impresión de palpar
texturas variadas, negándose a ser percibidas como conceptos inmutables, y que por
lo tanto, una piedra, por ejemplo, diera
la impresión de poder ser al mismo tiempo una goma de borrar o un pez
sorprendido bajo el limo.
Poco después
caigo en la cuenta, sin embargo, que posiblemente, a la larga, un mundo como el que concibo, en
el que la operación más simple nos podía llevar de sorpresa en sorpresa, podría
resultar inquietante e incluso terrorífico, y acabar agobiándonos, provocando
lipotimias o subidas de tensión. Después de todo quizás el que las cosas sean como son, no está tan mal,
y solo con añadir pequeños detalles a nuestro panorama habitual sería
suficiente. Subir y bajar continuamente en aeróstatos al azar de vientos
incontrolados, o salir de safari cada
día antes del desayuno, puede resultar muy divertido, pero quizás acabe siendo
algo excesivo para quienes no sean pilotos profesionales o cazadores de leones. No es tan simple vivir
de sobresalto en sobresalto.
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