domingo, 12 de junio de 2016

AMANECERES



Francisco Mandurgas Riobóo siempre había soñado. De hecho hubo atravesó una época con dificultades en la visito al psicoanalista que le recomendó que apuntara sus sueños diariamente y que se los llevara a las sesiones para trabajarlos y llegar así a su inconsciente para encontrar pronto alivio a sus dificultades. Hasta el momento de visitar al terapeuta, siempre había tenido unos sueños bastante complicados y un tanto oscuros en los que predominaban algunos familiares y compañeros de trabajo y esporádicamente otros muy extraños que incluían cangrejos, estrellas de mar y toros, así como con frecuencia la necesidad perentoria de visitar el baño. Sin embargo, a poco de comenzar su terapia, tuvo la impresión de que sus sueños daban un giro sorprendente y abandonaban totalmente la temática con personajes humanos y comenzaba otra en el que eran sustituidos por seres de difícil identificación, casi todos fantásticos, y por lo tanto inexistentes, aunque algunos claramente derivados de animales comunes, a los que se le añadía una peculiaridad extraña a ellos mismos, como garras, pezuñas, alas o picos. Luego existía otra serie especial dedicada especialmente a los artrópodos y a lo animales queratinosos y de esqueleto externo. Algunos eran inquietantes, aunque en teoría no fuesen peligrosos, pero en el sueño aparecían sobredimensionados y eso le impresionaba, especialmente aquellos dotado de pelos en las patas, ojos reticulados, quelíferos, y todo tipo de ciempiés y babosas de mar muy desagradables.
La psicoanalista concluyó que esos sueños le decían que estaban llegando a la parte más primitiva de su inconsciente, y que por lo tanto debía tener el ánimo preparado para hallazgos sumamente importantes que darían lugar a cambios trascendentales en su vida. Una mañana poco después de amanecer en Praga, adonde se había trasladado por un asunto de negocios, era representante de una casa de bisutería de cierto nivel, al levantarse y ponerse los zapatos se dio cuenta de que sus pies entraban con dificultad, y tuvo que realizar sus gestiones durante todo el día con los zapatos desabrochados pues le apretaban terriblemente. En el avión de vuelta, todo pareció volver a la realidad, pensó que quizás debido a la presurización del aparato o algo parecido, por lo que supuso que tenía un problema de circulación en las piernas. Esa noche decidió dormir en casa de sus padres, ya dos venerables ancianos que vivían en un pisito cerca del aeropuerto y que siempre le tenían preparada una habitación para él, pues como hijo único seguía gozado de unos privilegios difíciles de encontrar en una familia numerosa. Se tomó una sopa caliente que le preparó su madre y enseguida se fue a la cama pensando en incorporarse a su trabajo al día siguiente temprano para dar cuenta del resultado de su viaje. La empresa estaba muy cerca de allí, y esa era la principal razón por la que con frecuencia cuando volaba para este tipo de gestiones, se quedaba en casa de los viejos. Esa noche durmió bien y no recordó ningún sueño, aunque al levantarse se encontraba agitado y hambriento y permaneció un rato largo mirándose desnudo en el espejo, pues tenía la sensación de que siendo el mismo algo había cambiado en su interior que le hacía sentirse más inquieto que de costumbre. Miró con detenimiento su cuerpo tratando de hallar la respuesta, aunque no encontró nada nuevo, si acaso cierto opresión en las mandíbulas. Desayunó con sus padres, con los que había convivido casi hasta los treinta años cundo encontró su primer trabajo. Al mirarles esa mañana, sin embargo, le parecieron dos viejitos desconocidos y se asustó al percibir que sentí cierta animadversión por ellos, y permaneció un rato largo absorto mirando sus cuellos, que ya evidenciaban los estragos de la edad, pero que sin embargo a él en esos momentos le parecieron dos sitios atractivos hasta el punto que pensó, y se asusto al hacerlo, que le apetecía darles un buen mordisco. Finalmente desechó esa idea alocada, y terminó su café con la rodaja de pan y jamón que su madre le preparaba habitualmente, y que precisamente esa mañana le supo a gloria.
En el trabajo todo transcurrió con normalidad, y fue felicitado por la dirección por el resultado de sus gestiones en Praga, anunciándole que el próximo fin de semana tendría que ir a Londres, donde debería rematar una venta ya prácticamente terminada. Ya allí se alojo en un hotel cerca del aeropuerto de Gatwick, y enseguida de llegar se dirigió a Oxford Street, donde tenía la sede la empresa con la que debía cerrar el contrato. Lo logró sin demasiadas complicaciones, pues por algo era un experto en ventas y marketing, y se le empleaba con frecuencia en este tipo de operaciones que deben rematarse in situ. Se sintió bien durante toda la mañana, aunque poco antes ir al restaurante, tuvo la necesidad perentoria de comer, y de hecho una vez en él, engulló tres steaks tartar casi sin respirar, al tiempo que de nuevo sentía una opresión exagerada en los zapatos y la mandíbula, por lo que enseguida tuvo que desabrocharse el calzado de nuevo y abrir la boca como si tuviera dificultades para respirar. Se acostó temprano después de tomarse unas aspirinas, para ver si mejoraba su circulación y cesaba la sensación agobiante en cara y pies.
Al despertar la mañana siguiente se sentía un hombre nuevo, con la mente despejada y dispuesto a coger el avión de inmediato. Al mirarse en el espejo, sin embargo, se dio cuenta de que iba a tener problemas, pues se había convertido en un ser diferente y monstruoso, aunque a él le pareció original y divertido. La parte inferior de su cuerpo se había transformado en la de una especie de cuadrúpedo con pezuñas, y la superior en el cuerpo de un lobo con cabeza de bogavante y dos enormes pinzas a los lados de la boca, que sorprendentemente podía recordar a la de un licántropo de algunos comics a los que tan aficionado era. Al bajar a Recepción para liquidar la cuenta, fue detenido por la policía e informado de que era llevado a Urgencias de un hospital para ser reconocido. Al parecer, según podo oír, los casos de metamorfosis empezaban a proliferar últimamente. Acepto sin resistirse, y durante el trayecto a Leicester Street donde estaba el hospital, sintió unas ganas casi irrefrenables de sumergirse en el mar, al tiempo que sentía que sus pinzas hubieran seccionado tranquilamente los cuellos de los policías, sino fuera porque se las habían sujetado con varias tiras de goma elástica y cinta americana. En el hospital un doctor con cara de pájaro exclamó en perfecto inglés “Another one: it’s a very interesting specimen!”. Luego no se enteró de nada más, aunque ya bajo los efectos de la anestesia creyó oír que algo debía estar fallando en la cadena genética de los hominidos superiores, tema del que solo el Instituto anatómico forense y los laboratorios de bioquímica del mismo, podrían decirles algo más. Poco tiempo después, su empresa debió nombrar a otro vendedor de sus productos en el extranjero, aunque sus directivos tenían la certeza de que nunca sería tan eficaz ni original como el llorado Francisco Mandurgas Riobóo.

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