Me recibe en salto de
cama con toda naturalidad y me siento muy desconcertado, pues habiendo quedado
en su casa para realizar un trabajo conjunto sobre el verdadero significado de
la filosofía en la actualidad, no me parece el atuendo más adecuado para
iniciar cualquier debate que no sea de orden erótico. Así se lo digo al poco de
sentarnos en su mesa de estudio, donde ella ha preparado una auténtica panoplia
de libros y bibliografía ad hoc. Me contesta que se siente cómoda, y que de
hecho, de esta manera tiene la placentera sensación de trabajar en la cama, algo
que siempre pretendió pero que nunca había logrado, y que mi visita, sin
embargo, le parecía un buen momento para ello, pues tenía la impresión de
llevar la cama consigo.
Del siglo veinte nos interesaba
especialmente la filosofía analítica positivista del Círculo de Viena con
Bertrand Russell a la cabeza, y sobre todo la filosofía del lenguaje de
Wittgenstein, que suponía en cierto modo el asesinato del resto de la
filosofía, con la metafísica a la cabeza. Metidos en harina, sin embargo, me
costaba seguir los razonamientos, por otro lado espléndidos de Silvia, y su
apreciación de que el filósofo se había pasado, pues el lenguaje figurado, metafórico
o puramente especulativo no tenían por qué no significar nada, sino hacerlo en
un ámbito en el que la matemática no es aplicable. En un momento, dado un pezón
desbordo el sucinto límite en el que mi amiga había encerrado su cuerpo, y
atraído por la magia de aquella especie de dedal oscuro, dejé de prestar la
mínima atención a su discurso, al tiempo que la zona más interesada de mi
fisonomía se alertaba a pesar de la resistencia de mis Levis 501 recién
estrenados. Silvia continuaba su perorata convencida de que yo la seguía, en el
mismo instante que el otro pezón pegó un brinco ostensible siguiendo los enérgicos
movimientos con los que pergeñaba con vehemencia en un papel el hallazgo
fundamental del Tractatus Logicus-Philosophicus: la carencia de significado de
todo discurso no positivo. Mi mente, sin embargo, tomaba otras derivas sin
poder quitar la vista de aquellas dos gemas con areolas del doble tamaño al de
un antiguo napoleón, que me sugerían una vuelta inmediata a la lactancia, por
más que en un esfuerzo supremo, y después de desabrocharme la bragueta, logré
contraatacar manifestándole que el filósofo vienés en sus Investigaciones
Filosóficas, había modificado en buena medida lo dicho en su obra anterior.
Sorprendida por mi réplica, Silvia insistió no obstante, en la vigencia del
Tractatus y, contradiciendo lo que había expresado poco antes, abominando de
las Investigaciones, que a ella siempre le había parecido un libro vergonzante,
de alguien incapaz de soportar la presión de sus colegas, y que lo que podía
haber hecho en su lugar era haberse callado como reza uno de sus famosos
aforismos hablando de lo que se ignora. La situación se hacia tensa en la medida
en que llevada de su furor explicativo, Silvia había dejado caer su delicada
prenda hasta las caderas, y mostraba en todo su esplendor sus pechos que
reclamaban a gritos ser atendidos de inmediato. Me di por vencido, y tuve que
confesarle que en tales circunstancias me era imposible continuar, y que solo
la descarga de mi libido podría hacer que continuara nuestro trabajo académico.
Abriéndose su mínima lencería, me dijo que estaba de acuerdo conmigo, momento
que entré en un delirio nada filosófico que me hizo agradecer al Circulo de
Viena la oportunidad que me había ofrecido de verificar los postulados del
mundo estrictamente real y verificable, coincidente en buena medida con la
fenomenología de Husserl. El momento álgido tuvo lugar con ella a horcajadas
sobre mí, sentado en una silla, sin abandonar ambos un cierto aire académico,
que ni siquiera perdimos cuando las convulsiones finales hicieron que el
horizonte frente a nosotros olvidara su horizontalidad, dibujando arabescos y
pinturas que podían recordar a las del neoexpresionismo abstracto americano, en
especial a Pollock. Exhaustos reposamos las cabezas un rato sobre las notas y
apuntes de Silvia, que como consecuencia de las efusiones precedentes, parecían
dibujar en esos momentos lo que a alguien bienintencionado y con vista cansada,
podían recordarle a los nenúfares de Monet. Al despedimos acordamos vernos con
más frecuencia en las mismas circunstancias, para tratar asuntos que, visto lo
visto, estuvimos de acuerdo en que fueran de tema libre.
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