miércoles, 22 de junio de 2016

COSTUMBRES



Allí estaban ellas una vez más. Comían lentamente, como si hacerlo de tal manera fuera una recomendación médica o un protocolo que se atenía a determinado ritual. A pesar de ello, la más joven no paraba de hablar, gesticulando ampulosamente, de forma que durante todo el rato daba la impresión de querer transmitir a la otra algo importante. Esta, sin embargo, apenas levantaba los ojos del plato, aunque de vez en cuando  parecía asentir moviendo levemente la cabeza. Supongo que ellas tendrían de mí algún tipo de opinión, pues aunque no nos dirigíamos la palabra, hacía años que almorzábamos en el mismo restaurante, y por lo tanto, yo tenía que ser por fuerza alguien al que debían conocer. Claro que de todas formas, a pesar del tiempo transcurrido, era más que posible que no me vieran, en primer lugar porque yo me sentaba en una esquina a la que ellas apenas tenían acceso visual, y en segundo, porque parecían siempre tan enfrascadas en su extraña conversación, por decirlo de alguna manera, que no sería de raro que no se enterasen de nada más. Pero lo cierto era que a pesar de todo, nos habíamos cruzado alguna vez entrando o saliendo el establecimiento, con lo que lo más probable era que hubiesen tomado nota de mi existencia, aunque no fuera para nada concreto, pues en ningún caso nos habíamos saludado ni dirigido una sola palabra. Incluso recuerdo algunas ocasiones en las que les  cedía el paso para entrar o salir y no se daban por aludidas, lo que me sentaba bastante mal, aunque ahora que lo pienso, es posible que ni se dieran cuenta o me tomaran por el portero. Tampoco mantenían ninguna relación con los camareros ni el encargado del local, y se limitaban a señalar con el dedo sobre la carta los platos del menú que querían.
Estaba claro que su comida, y posiblemente cualquier otra actividad de su vida, se había convertido en una representación en las que ambas tenían perfectamente aprendidos sus papeles. El de la mayor parecía el más sencillo, pues se limitaba a deglutir los alimentos a cámara lenta cabeceando esporádicamente. Además, era el que implicaba un menor gasto de energía, algo que sin embargo derrochaba con profusión la otra, que en determinados momentos parecía desesperarse tratando de que su acompañante  comprendiera algo, lo que al parecer, no debía resultar tan sencillo. En todo caso, al repetirse la escena cada día, era de suponer que el asunto tratado debía ser diferente, y que por lo tanto, cada una se ceñía a su rol con independencia del tema que las ocupara. En varias ocasiones estuve tentado en presentarles mis respetos, por decirlo a la antigua, pero siempre me detuvo la sensación de que iban a mirarme como a un bicho raro o un desequilibrado. O que en último extremo me iban a dar la callada por respuesta, y si algo yo no quería hacer era el ridículo. Con frecuencia pensaba que verdaderamente a mí aquellas señoras me tenían sin cuidado, y que el mero hecho de prestarles tanta atención  se estaba convirtiendo en una obsesión que empezaba a resultarme preocupante, pero no podía evitarlo. Nada más entrar en el comedor, miraba hacia la mesa que ocupaban tratando de localizarlas, pues  su presencia me tranquilizaba de inmediato, ya que en las pocas ocasiones que no vinieron, me sentí inquieto hasta que pude verlas de nuevo días después. Incomprensiblemente para mis entendederas, se habían convertido para mí en algo necesario que me aportaba un plus seguridad en mi mismo, como si de hecho, mi vida no fuera comprensible sin la suya. Es cierto que por entonces yo ya era una persona mayor, y pensaba que como a ellas, tampoco debía quedarme demasiado tiempo en este valle de lágrimas, por lo que simplemente verlas era una garantía de que, de momento, no corría ningún peligro. De hecho, la mayor, una anciana próxima a los noventa, presentaba diversos achaques que se hacían más ostensibles cuando llegaba o  se ponía de pie para irse, y la otra, que debía ser su hija, la cogía del brazo. Además, pude darme cuenta que la vieja tenía dificultades para mover las manos, muy deformes por una artrosis aguda, al tiempo que en ocasiones al comer debía detenerse para hacerlo más pausadamente, como si le faltara el aliento. Un día se atragantó, tuvo un ataque de tos tremendo y  hubo que asistirla allí mismo, aunque su acompañante rápidamente se hizo cargo de la situación, impidiendo que los demás intervinieran. De la más joven llamaba la atención sus movimientos enérgicos y una verborrea incontenible, que no parecía molestar a su madre, que daba la impresión de estar acostumbrada a aquel derroche verbal o más posiblemente a no hacerle ningún caso. Incluso era posible que estuviera casi sorda, y ese fuera el motivo por el que la otra se desgañitaba. Otro aspecto sorprendente en la joven, dicho esto con toda la ironía del mundo, porque ya no cumpliría los sesenta, era el  que llevara todos los dedos de ambas manos cubiertos de anillos, dijes y sortijas de diferente factura, y su gesticulación con frecuencia en las proximidades de la cara de su compañera, daban a la cabeza de esta la impresión de estar nimbada con una especie de aura, por los reflejos de la luz sobre las mismas. Si a tal cosa se añade que además toda la chamarilería anterior, se acompañaba en sus brazos de pulseras metálicas con colgantes, se tendrá un cuadro bastante aproximado de la impresión que estas dos mujeres causaban en el resto de los comensales.
Aquel día fue el último que las vi, y desde entonces las cosas han cambiado mucho. Me extrañó no verlas los días siguientes, y supuse que se trataría de una de sus breves ausencias, pero pronto alguien me dijo que la madre había fallecido como consecuencia de una caída en las escaleras de su casa, y que la sexagenaria al parecer se había trastornado y la habían recluido en un sanatorio, aunque otros me aseguraron haberla visto por la calle vestida con una bata dando voces y contando su tragedia a todo el mundo, quisieran o no escucharla. Lo cierto es que yo no volví a verlas, y debo confesar que me sentí bastante afectado durante una temporada. Me parecía incomprensible que tales hechos hubieran sucedido, y eran inútil tratar de tranquilizarme diciéndome que, vistos los antecedentes, después de todo aquello era lo más natural.
Transcurrido ya casi un año desde aquellas fechas, hoy afortunadamente me siento bastante bien. Al poco tiempo de faltar ellas, ocupé la mesa en donde se sentaban habitualmente, y como por arte de magia, enseguida me sentí mejor. Allí sentado recuerdo los momentos en los que las observaba con todo detalle, hasta el punto que si aquí no añado nada más es simplemente por no hacer este relato demasiado prolijo con detalles que, después de todo, serían secundarios respecto a lo ya contado. En todo caso, añadir su extraña vestimenta, que parecían alternar, pues si un día la madre venía arreglada al estilo gran señora, la hija lo hacía totalmente de trapillo, para al día siguiente cambiar sus modelos y parecer la primera una pordiosera y la segunda una marquesa. Me doy cuenta que transcurrido cierto tiempo la gente me mira con cierta aprensión, no sé exactamente si porque decidí mudarme a su mesa, o porque he comenzado a imitarlas y tengo conmigo mismo conversaciones íntimas que quizás no les pasan desapercibidas. Cambio de atuendo con frecuencia, es cierto, y en unas ocasiones visto de vaqueros y en otras con chaqueta y corbata, pero eso debería tenerles sin cuidado, porque después de todo, uno es muy dueño de presentarse ante los demás como le venga en gana. Respecto a las pulseras y sortijas he sido muy discreto, pues he procedido a ponérmelas dejando transcurrir cierto tiempo entre unas y otras, y no creo que sean nada llamativas, como mucho algo original en un señor de mi edad, eso lo admito, pero es todo.

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