He ingresado de
nuevo en el sanatorio. Esta vez ha sido de forma voluntaria. Les he dicho que
me mareo y se me va la cabeza, que es lo que suelo decir cuando siento que
empiezo a ponerme de mal genio. Y cuando digo “mal genio”, quiero decir, como
bien saben ellos, que en cualquier momento puedo perder los papeles y empezar a
hacer todo tipo de barbaridades. Barbaridades para los demás quiero decir, porque
a mí nunca me he causado el menor rasguño, aunque dice el doctor que no hay que
descartarlo en un futuro más o menos inmediato. Soy una persona rara pero no
tonta, y aprovecho la mínima oportunidad para enterarme de los que dicen a mis
espaldas. Realmente a lo mío se le pueden llamar ataques. No es algo que yo
pueda prever de antemano.
De todos modos, en el asilo o la residencia esta
donde siempre me traen no se está mal. Me
dan bastantes pastillas, pero la mayoría de las veces las tiro por el retrete o
hago que me las tomo pero las escondo en la boca y me deshago de ellas en
cuanto puedo. Lo que más me gusta de todo es el jardín. Hay muchos bancos donde
puedo sentarme a reflexionar y muchos caminos por los que paseo hasta agotarme.
Y muchos árboles, sobre todo abetos y eucaliptos, algo que agradezco y
aborrezco al mismo tiempo, pues dando sombra y cumpliendo las funciones que se
suponen a dos miembros distinguidos del
reino vegetal, me hiere profundamente que ambos sean de importación. Unos del
norte de Europa y los otros ni más ni menos de Australia, aquí al lado. Cómo si
en a península ibérica no tuviéramos una población arbórea autóctona. Chopos,
álamos, pinos, encinas y todo lo que usted quiera. Me desquicia porque creo que
la reforestación a la que fue sometido nuestro suelo se debe a intereses
monetarios vergonzosos. Cuando caigo en la cuenta estoy a punto de que me dé un
repente y plantarme en dirección para que se enteren. Puestos a ello, podían
haberse traído también algún koala que se alimenta de las hojas del eucalipto,
si no me confundo. O algún canguro. Después de todo, sus maneras no diferirían
demasiado de las nuestras, pues aquí quien más quien menos andamos de una forma
un tanto original. Y cuando digo original quiero decir lamentable, que quede
claro.
Claro que a
nuestros años tampoco se nos puede exigir demasiado, pues ya llevamos muchos
kilómetros en las piernas. Y al escribir esto me doy cuenta de cómo nuestro
lenguaje es debitario de nuestras aficiones. Yo siempre fui muy aficionado al ciclismo y
sin querer, ciertas expresiones acuñadas en él, se cuelan en mi forma de
escribir. Sea como sea, no estaría mal que nos permitieran desplazarnos en
bicicleta, al menos a aquellos que como yo aún estamos medianamente en forma.
Tendría su gracia una caterva de viejos trastornados con problemas de
deambulación, y aquí y allá otros tantos en sus bicicletas tratando de
sortearles. Además le daría mucha vida al ambiente un tanto melancólico del
jardín.
Pero no debo
engañarme con historias inverosímiles que a mí en el fondo ni me van ni me
vienen. Además no todo los internados son mayores. Hay gente de mediana edad,
gente joven, e incluso niños, algo que no llego a explicarme porque se trata de
personas con diferentes tipos de afecciones, que no creo que sea conveniente
que convivan en el mismo espacio con ellos. Entre los niños abundan los tristes,
unas personitas que a mí me enternecen porque dan siempre la impresión de estar
muy abatidos. Las enfermeras se empeñan todo el rato en que se muevan y se
rían, y no les dejan en paz proponiéndoles juegos que ellos parecen ignorar, o
enseñándoles continuamente unos juguetes extrañísimos que al parecer son el último
avance para el tipo de terapia que necesitan, aunque ellos no parecen estar de
acuerdo y no les hacen ningún caso o los tiran cuando se los dan. Los jóvenes
son en general todo lo contrario, y están permanentemente en un estado de
euforia, para el que les tienen que aplicar unas terapias radicales
consistentes en neurolépticos y charlas con los psicólogos de la institución y
el cura, que como es habitual les regaña y amenaza con todo tipo de males
futuros si no reaccionan como es debido y dejan de masturbarse. A los mayores,
normalmente nos dejan en paz y nos dan como casos perdidos con los que no
merece la pena intentar nada. Simplemente nos amontonan en unas salas enormes y
nos ponen la televisión. De todas maneras, existe un cuerpo de vigilantes que
cuando las cosas se ponen feas en cualquiera de los sentidos, intervienen con
los métodos previsibles en este tipo de profesionales. En su mayoría son ex
guardas jurados y vigilantes de discoteca reciclados, con lo que, en mi opinión
todo está suficientemente claro.
Algo que siempre
me llamó la atención, teniendo en cuenta que ingreso aquí un mínimo de dos
veces al año (y ya van más de diez), es que nunca he visto a una sola persona
de color, y mujeres raramente, por lo que no sé si son objeto de discriminación
o simplemente están menos locos que los hombres blancos.
En cualquier
caso a mí no me importa demasiado porque tengo la certeza que en unos días
vendrán a recogerme. El médico me suele llamar el día anterior y me dice que se
ha apreciado una notable mejoría en mi comportamiento, y que no tiene sentido
seguir allí más tiempo. Y que cuando esté
en casa no olvide de tomarme las medicinas que tanto provecho me han hecho, a
lo que suelo responder que no me las he
tomado, y que por lo tanto mi mejoría debe obedecer a otras causas. Él
invariablemente me dice que puede ser, se levanta, sonríe y me da la mano como
despedida. Sé que la razón verdadera es
que mi familia me echa de menos y me reclama. No pueden vivir sin mí.
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