domingo, 26 de junio de 2016

INGRESOS



He ingresado de nuevo en el sanatorio. Esta vez ha sido de forma voluntaria. Les he dicho que me mareo y se me va la cabeza, que es lo que suelo decir cuando siento que empiezo a ponerme de mal genio. Y cuando digo “mal genio”, quiero decir, como bien saben ellos, que en cualquier momento puedo perder los papeles y empezar a hacer todo tipo de barbaridades. Barbaridades para los demás quiero decir, porque a mí nunca me he causado el menor rasguño, aunque dice el doctor que no hay que descartarlo en un futuro más o menos inmediato. Soy una persona rara pero no tonta, y aprovecho la mínima oportunidad para enterarme de los que dicen a mis espaldas. Realmente a lo mío se le pueden llamar ataques. No es algo que yo pueda prever de antemano.
De todos  modos, en el asilo o la residencia esta donde  siempre me traen no se está mal. Me dan bastantes pastillas, pero la mayoría de las veces las tiro por el retrete o hago que me las tomo pero las escondo en la boca y me deshago de ellas en cuanto puedo. Lo que más me gusta de todo es el jardín. Hay muchos bancos donde puedo sentarme a reflexionar y muchos caminos por los que paseo hasta agotarme. Y muchos árboles, sobre todo abetos y eucaliptos, algo que agradezco y aborrezco al mismo tiempo, pues dando sombra y cumpliendo las funciones que se suponen a dos miembros distinguidos  del reino vegetal, me hiere profundamente que ambos sean de importación. Unos del norte de Europa y los otros ni más ni menos de Australia, aquí al lado. Cómo si en a península ibérica no tuviéramos una población arbórea autóctona. Chopos, álamos, pinos, encinas y todo lo que usted quiera. Me desquicia porque creo que la reforestación a la que fue sometido nuestro suelo se debe a intereses monetarios vergonzosos. Cuando caigo en la cuenta estoy a punto de que me dé un repente y plantarme en dirección para que se enteren. Puestos a ello, podían haberse traído también algún koala que se alimenta de las hojas del eucalipto, si no me confundo. O algún canguro. Después de todo, sus maneras no diferirían demasiado de las nuestras, pues aquí quien más quien menos andamos de una forma un tanto original. Y cuando digo original quiero decir lamentable, que quede claro.
Claro que a nuestros años tampoco se nos puede exigir demasiado, pues ya llevamos muchos kilómetros en las piernas. Y al escribir esto me doy cuenta de cómo nuestro lenguaje es debitario de nuestras aficiones.  Yo siempre fui muy aficionado al ciclismo y sin querer, ciertas expresiones acuñadas en él, se cuelan en mi forma de escribir. Sea como sea, no estaría mal que nos permitieran desplazarnos en bicicleta, al menos a aquellos que como yo aún estamos medianamente en forma. Tendría su gracia una caterva de viejos trastornados con problemas de deambulación, y aquí y allá otros tantos en sus bicicletas tratando de sortearles. Además le daría mucha vida al ambiente un tanto melancólico del jardín.
Pero no debo engañarme con historias inverosímiles que a mí en el fondo ni me van ni me vienen. Además no todo los internados son mayores. Hay gente de mediana edad, gente joven, e incluso niños, algo que no llego a explicarme porque se trata de personas con diferentes tipos de afecciones, que no creo que sea conveniente que convivan en el mismo espacio con ellos. Entre los niños abundan los tristes, unas personitas que a mí me enternecen porque dan siempre la impresión de estar muy abatidos. Las enfermeras se empeñan todo el rato en que se muevan y se rían, y no les dejan en paz proponiéndoles juegos que ellos parecen ignorar, o enseñándoles continuamente unos juguetes extrañísimos que al parecer son el último avance para el tipo de terapia que necesitan, aunque ellos no parecen estar de acuerdo y no les hacen ningún caso o los tiran cuando se los dan. Los jóvenes son en general todo lo contrario, y están permanentemente en un estado de euforia, para el que les tienen que aplicar unas terapias radicales consistentes en neurolépticos y charlas con los psicólogos de la institución y el cura, que como es habitual les regaña y amenaza con todo tipo de males futuros si no reaccionan como es debido y dejan de masturbarse. A los mayores, normalmente nos dejan en paz y nos dan como casos perdidos con los que no merece la pena intentar nada. Simplemente nos amontonan en unas salas enormes y nos ponen la televisión. De todas maneras, existe un cuerpo de vigilantes que cuando las cosas se ponen feas en cualquiera de los sentidos, intervienen con los métodos previsibles en este tipo de profesionales. En su mayoría son ex guardas jurados y vigilantes de discoteca reciclados, con lo que, en mi opinión todo está suficientemente claro.
Algo que siempre me llamó la atención, teniendo en cuenta que ingreso aquí un mínimo de dos veces al año (y ya van más de diez), es que nunca he visto a una sola persona de color, y mujeres raramente, por lo que no sé si son objeto de discriminación o simplemente están menos locos que los hombres blancos.
En cualquier caso a mí no me importa demasiado porque tengo la certeza que en unos días vendrán a recogerme. El médico me suele llamar el día anterior y me dice que se ha apreciado una notable mejoría en mi comportamiento, y que no tiene sentido seguir allí  más tiempo. Y que cuando esté en casa no olvide de tomarme las medicinas que tanto provecho me han hecho, a lo que suelo responder que no me las  he tomado, y que por lo tanto mi mejoría debe obedecer a otras causas. Él invariablemente me dice que puede ser, se levanta, sonríe y me da la mano como despedida. Sé que la razón  verdadera es que mi familia me echa de menos y me reclama. No pueden vivir sin mí.
  
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