A propósito de
mí podría decir muchas cosas. Como ustedes pueden comprender, a mi edad, que no
tengo necesidad de precisar porque todos ustedes la conocen, se ha vivido lo
suficiente para que describirla con cierta precisión, un folio sea demasiado
poco. Pero es lo que me exigen, por lo que intentaré ceñirme a ello sin que
queden demasiadas lagunas. Supongo que como tribunal que juzga los hechos,
intentan averiguar si en ella hay datos que justifiquen mi comportamiento y
aporten alguna luz a lo acontecido el día de autos. Puedo decirles en una síntesis
que por su brevedad podría contar con su visto bueno, que tuve una infancia
desgraciada, una juventud apasionada y una edad adulta mediocre, algo que creo
que se atiene estrictamente a la verdad, pero que no les aportará los datos suficientes
para condicionar su sentencia.
Esperan que les
aporte informaciones que iluminen los lamentables hechos acaecidos, pero no
estoy seguro de que lo que les diga pueda serles de alguna ayuda, y en todo
caso, más les valdría releer alguna novela de algún autor costumbrista del
siglo XIX, que describen con realismo vidas monótonas y grises como la mía,
pero mucho mejor contadas. En principio, más allá de la voluntariosa defensa
que de mí que ha hecho el abogado defensor, intentan que yo añada algo, que
atenúe mi culpabilidad y colabore en mi defensa. Lamentablemente, sin embargo,
les diré que tal y como yo veo las cosas no hay demasiado que añadir. Soy una
persona de repentes, valga la expresión, que en un momento dado siente aquí
arriba una especie de calambrazo ¡zas! y lo que sigue ya es previsible. Tal y
como sucedió el día de autos.
Aquel hombre me
había ofendido gravemente, y tratándose del honor y ante ese tipo de cosas, yo
no lo dudo ni un instante. Así que me fui para su casa y visto y no visto: él,
su señora y el niño que se puso por en medio, para el otro barrio. Créanme que
en el caso del chico lo siento mucho, pero no debía estar allí en aquellos momentos,
y yo después de lo sucedido con sus padres ya no pude parar, y el asunto lo
pagaron la abuela y el perro. Una lástima. Lo de mi mujer fue poco antes,
cuando me humilló diciéndome que hacía tiempo que se veía con Roberto, el hijo
de mala madre que ha originado esta catástrofe. Como les dije más arriba, mi
infancia no fue muy afortunada, con un padre que me zurraba la badana cada dos
por tres cuando volvía a casa cargado, y mi madre, que también sufría las
consecuencias, tiraba enseguida de alpargata y me ponía a caldo. Menos mal que
ya de mozo me enamorisqué de Eulalia y pronto me pude zafar de aquellos brutos
y venirme con ella a trabajar a la ciudad, donde las pasé moradas. En otro
plan, claro está.
Yo a Eulalia la
adoraba o más que eso, me sacaba de mí porque me atraía como a un borrico, y no
hubo día durante años en que no lo hiciéramos. Ella trabajaba de asistenta,
pero cuando yo volvía a casa del tajo, ella ya estaba allí y no podía
contenerme. Nada más verla en la cocina o el sofá con su cuerpo que era como un
pan candeal, su pelo negro y fosco y su mirada provocativa, yo me lanzaba y acabábamos como pueden imaginar.
No pudimos tener hijos y nunca supimos si era algo suyo o mío ni quisimos
saberlo, pues estábamos de acuerdo en que nos queríamos, y que de saberlo nos
íbamos a hacer mala sangre, así que decidimos seguir juntos a pesar de no tener
familia. Luego ustedes saben, el tiempo pasa y el hábito hace que descienda la
emoción y las cosas comenzaron a cambiar. Yo me entretenía con las amistades en
el bar jugando a lo que se terciara y trasegando vino de baratillo, que tampoco
está el mundo para hacer mucho gasto, y ella en casa con sus cosas o charlando
con las vecinas, que era su otro entretenimiento. Pero al final resultó que yo
era un ingenuo y era ella la que empezaba a llegar tarde, solía decir que se
había entretenido con Maribel, una amiga que vivía algo más lejos. Y decía la
verdad, pero se callaba que allí el que intervenía de verdad era Roberto, su
marido, el muy hijo de puta que se trajinaba a las dos. Y eso es todo. No tengo
excusa. Y volvería a hacerlo.
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