Los domingos por
la mañana, solía despedirme temprano en la puerta de su casa, vestida solo con
su braguita y la perrita pequinesa en brazos. Lo hacía así porque de inmediato
volvía a la cama y recuperaba las horas de sueño que Eros nos había robado. La
pequinesa en brazos no se debía a ninguna coquetería final, sino que era la
única forma de que comprendiese que su ama no la dejaba sola, pues de lo
contrario, se ponía a ladrar con desesperación. A mí, gustándome esa estampa
final, no dejaba de extrañarme que Laika se desesperara de tal manera, como si
no supiera que Raquel no acostumbraba a salir de casa desnuda. Siendo este tipo
de animales tan perspicaces, darme cuenta de esto introdujo en mí un
pensamiento absurdo ¿sería posible que Raquel saliera de noche desnuda de su
casa? Sabía que era una idea descabellada, pues conociéndola, la osadía no me
parecía una de sus cualidades, pero quien sabe si abajo alguien la esperaba en
un coche con el motor encendido y se iniciaba para ella una aventura que yo
desconocía. Me parecía poco probable, pero en mi mente surgieron otras
alternativas y quizás lo que hacía, una vez que comprobaba mi salida del portal
el oír la puerta cerrándose, es iniciar una especie de festival autoerótico a
lo largo del pasillo frente a la puerta principal de su casa, teniendo en
cuenta que en el primer piso era la única vecina.
Siendo lo dicho
poco imaginable y solo fruto de un desvarío, se colaron en mi cabeza algunos
pensamientos que me hicieron verla no solo como a la mujer culta y refinada que conocía, sino como a alguien que
ocultaba bajo un barniz convencional, a un ser más lujurioso y lúbrico de lo
que había imaginado. Sin embargo, no se de qué me extrañaba tanto, después de
conocerla durante años, y estar al corriente de sus gustos cultos. Determinados detalles que ella ocultaba y solo
mostraba en la intimidad, podían haberme dado pistas, que hasta entonces
achaqué a sus preferencias más o menos exóticas , o en ocasiones al placer de motivarme.
Nunca llevaba las misma bragas, y cada
vez sus modelos competían en sofistificación y clase, pues alternaba las
juveniles tipo slip con otras tanga absolutamente sexys que dejaban al
descubierto sus caderas y dibujaban con precisión la suave prominencia de su sexo
y su monte de Venus, rodeados por un entramado finísimo de encaje de distintos
colores, casi siempre llamativos, que hacían que la mirada no buscara nuevos
alicientes no estimara que había otros lugares que mereciesen la pena. El
sujetador a juego era menos importante, y rápidamente pasaba a ser un elemento
decorativo sobre la cama: me gustaba sus pezones rodeados de una areola oscura
como una diana, en la que únicamente cabía era chupar. Aquella mañana al despedirme,
me fijé que llevaba unas zapatillas caseras rojas con tacones y un pompón
amarillo de escaso gusto, por lo que por un instante tuve la impresión de una
madama despidiendo a un cliente y diciéndole que le esperaba pronto. Este nuevo
elemento añadido a la perrita, me hizo suponer durante un rato, que en el fondo
yo era un ingenuo, y que Raquel recibía por horas y cita previa, y que fue eso
lo que le hizo urgirme salir pronto.
”Servicio 24 horas”, pensé, y de pronto ya en la calle
me eché a temblar, pensando que quizás
tenía una idea muy equivocada de esa mujer, suficientemente educada y lista
para manejar a los hombres de acuerdo a un programa meticulosamente estudiado, en
el que entraban los temas a tratar según el individuo, la dosificación de horarios,
las pausas, y en general la capacidad para hacer pasar como normales relaciones
emparentadas con Hipatía y determinadas aficiones de las bacantes. De esta
manera empezaban a tener sentido su colección de juguetes que no era lógico
reservara solo para mí, pues cuando estábamos juntos, también recurríamos con
frecuencia en nuestros delirios eróticos a elementos decorativos de su
colección de objetos africanos, a la repostería de cierto nivel, a los zumos y
jugos y a los productos de la huerta, después de abandonar el frigorífico. Además en
alguna ocasión comprobé que todos los aparatos de apoyo contaban con sus pilas
AAA nuevas, o al menos en perfecto estado, algo incompatible con los procesos
de sulfatación que experimentan cuando no son utilizadas con frecuencia. Y no
digamos nada de una caja de preservativos abierta en el cajón de su mesilla de
noche.
Apremiado por
estos pensamientos negativos, decidí emprender una estrategia que pudiera
sacarme de dudas, sin que ello supusiera
nada que pudiera resultar lesivo o vejatorio.
Cada vez que nos veíamos, me presentaba
en su casa, habiendo tenido conmigo mismo relaciones personales íntimas, de tal
manera que llegado el momento era incapaz de satisfacerla alegando males
difusos o muy precisos, según la ocasión, como la ingesta de pastillas, alcohol, depresión,
dolor de cabeza o lo que fuera. Todo de muy buenas maneras, y sustituyendo los
embates amorosos por la lectura de poesía simbolista francesa, que a ella le
gustaba, y a algunas composiciones propias, relatos breves, haikus, epigramas, aforismos,
etc, de tal manera que aún recurriendo a alternativas del acto amoroso básico, ella
pudiera quedarse insatisfecha, no
siéndole suficientes mis recursos líricos. Si se quejaba me parecería lógico, pero
el día que lo aceptase y afirmara su preferencia por las justas literarias a
media noche, habría llegado para mí el momento de considerar la evidencia de
otras intervenciones.
Claro que lo que
realmente paso después de todo un trimestre de experimentación, y cuando el
volumen de mis obras literarias sobrepasaba el de una carpeta tipo folio, fue una variante, pues decidio que debía continuar con mi producción literaria
que la inspiraba sobremanera, y que el mero hecho de oírme narrar o declamar, la
llevaban , con las ayudas pertinentes del arsenal del que disponía, a cimas que nunca creyo alcanzar por los
métodos habituales: estaba convencida de que mis composiciones y el tono de mi
voz alcanzaban su sistema límbico (sic), aupándola a cielos que antes
desconocía. Y añadía”así, además, cerrando los ojos, dejo vagar mi mente por
lejanas playas tropicales bañadas por la tibia luz del sol que declina, mientras escucho el susurro del mar y siento
unas manos que me acarician todo el cuerpo…”. Después de esto, no supe como
reconducir la situación, pues ella era todo lo que necesitaba, y yo ya estaba
terminando con mi biblioteca de poetas famosos y cada vez me costaba más
estrujarme la mollera para escribir algo potable, y no terminar haciendo
simplemente aleluyas que sabía que, dado su escaso nivel, ella no aceptaría. Nuestras
veladas se extendieron a lo largo de la noche, y es cierto que las velas, el
perfume y el vino dulce las hacen agradables y un tanto mágicas, pero ya no me
despide desnuda en la puerta con la perrita en brazos. Después del certamen
literario de madrugada, cuando me voy a ir, ni se levanta, desde la cama,
simplemente extiende un brazo hacia fuera y me dice “ya sabes el camino, mañana
quiero más de esto…”. A veces ya en la calle, pienso que con frecuencia las estratagemas que uno
urde tienen también sus inconvenientes, aunque en mi caso, de momento, no haya pensado abandonar la poesía.
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