El ayuno es una
operación que ha contado con mucho predicamento en la historia de la humanidad.
La razón sin duda estriba en que llevarlo a cabo resulta extraordinariamente
sencillo, pues no comer es fácil: basta con no abrir la boca. Tal hecho, por
otro lado, facilitará el cumplimiento del famoso refrán, y las moscas no podrán
ser vilmente capturadas por esa trampa mortal que termina en los intestinos (y
nos quedamos cortos). Desgraciadamente, sin embargo, la boca tiene una
tendencia innata para abrirse lo que convierte lo anterior en algo parecido a
una broma de mal gusto.
No es este sin
duda el lugar adecuado para explicar en que consiste este conocido proceso, que
gozando con el favor de ciertas clases acomodadas hartas de calorías, puede, no
obstante, terminar de mala manera para quien se obceque en prolongarlo más allá
de lo adecuado. El hecho, frecuente hoy en día, es que existen ciertas personas
que al no estar de acuerdo con su imagen en el espejo, reducen la ingesta de
alimentos de forma muy importante, lo que al parecer, respetando ciertos
límites, acaba proporcionando al interesado/a la deseada. Una forma moderada
del ayuno es la dieta, que consiste en la reducción racional de la absorción de
alimentos, de acuerdo a determinadas reglas que hacen referencia a las
calorías, las proteínas, las grasas, los carbohidratos y una infinidad de
variables que no es este el lugar apropiado para detallarlas. Normalmente las
dietas se prolongan durante un tiempo limitado y tienen resultados dudosos,
aunque para decir toda la verdad, la inmensa mayoría de quienes las hacen,
acaba abandonándolas para repetirlas cada cierto tiempo, o para cambiarse a una
de otro tipo (de la del Dr. Atkins a la de Duncan, por poner un ejemplo). Es
esta sin duda una forma brillante de ganar dinero por parte de los médicos y endocrinólogos
que las inventan, cuyo mayor o menor éxito depende de un marketing exhaustivo a
base de libros de autoayuda y de publicidad. Los que finalmente la abandonan
para siempre, al mirarse de nuevo al espejo y contemplar su fracaso, podrán por
fin exclamar “yo, al menos lo intenté”, lo que no dejará de proporcionarles
cierto consuelo. Y vuelta a la buena vida.
El tsunami de
colesterol que arrasa en el mundo occidental, y comienza a surgir con fuerza en
los países emergentes, tiene su contrapartida evidente en algunas partes del
globo, donde aún sufren hambrunas que llevan a miles de personas a la tumba.
Hablamos sobre todo de ciertas regiones
de África donde el hecho de estar más que delgados, cadavéricos, no supone
ninguna victoria, sino el triste resultado de la falta de alimentos. Volveremos
sobre este tema más adelante.
Como ya se
apunto al principio de estas líneas, ayunar ha gozado desde tiempo inmemorial de una fama cuyo origen no siempre es evidente.
Sin ir más lejos en el Extremo Oriente, ya en la Edad Antigua proliferaban los
ayunadores, gente especial que deambulaba entre sus congéneres como remedos de
esqueletos, y que, sin embargo, contaban con su respeto y admiración. Tanto más,
si al mero hecho de comer de forma insignificante, añadían otras habilidades
tales como dormir sobre una cama de clavos, o atravesarse la cara u otra parte
del cuerpo con agujas de buen tamaño, sables o puñales. Como espectáculo no
debía tener mucha gracia, pero como se sabe, siempre hay aficionados para todo,
a lo que podríamos añadir aquí, por lo tanto, que el sadomasoquismo no fue una
invención del divino Marqués ni del autor de “La Venus de las pieles” (*).
En Occidente,
por otro lado, también ha abundado en este tipo de individuos, especialmente
desde los primeros tiempos del cristianismo, alcanzando su apogeo en la Edad
Media, donde algunos debieron pensar que era el mejor de los remedios contra la
peste negra. Tipos que decidían conocer a Dios y se retiraban a lo alto de un
monte, o a la profundidad de una cueva para purificarse. Al parecer un mundo
repleto (que lo dudo) de lechones y cabritos era una tentación demasiado fuerte,
y debían tomar medidas al respecto. Y no contentos con la dieta rigurosa a la
que se sometían, compuesta en líneas generales de raíces, grillos, caracoles y
supongo que esporádicamente de hojas de cardo y lechugas silvestres, se propinaban unas palizas fuera de toda
medida a base de zurriagos y cilicios, que supongo les ayudaban a triunfar en
su ascesis religiosa para llegar a conocer al Todopoderoso. Su empeño tenía
desde luego algo de heroico, pues aparte de constituir un delirio que hoy
figuraría en los libros de psiquiatría, su actitud era cuanto menos encomiable
en comparación con la nutrida cantidad de curas orondos que pueblan los libros
de aquella época, los de caballería incluidos. Y no decimos nada de otras
instancias superiores, obispos e incluso Papas, que con frecuencia preferían
dedicarse a otras labores más afines con el bajo vientre que con el vientre
propiamente dicho. Y no nos extenderemos con los Borgia, porque estos, ya
pertenecían al Renacimiento, época en que los cenobios y por ende los ascetas y
eremitas, no estuvieron muy de moda.
Hoy en día, sin
embargo, los anacoretas son escasos, al menos en el mundo occidental, aunque
sorprendentemente se dan algunas modalidades de ascetismo que, al parecer
(aunque hay una intensa controversia sobre el tema) tiene más que ver con el
adn que con otra cosa. Se trata de personas que deciden no comer de forma
voluntaria (o de restringir severamente su dieta) poniendo en peligro sus
vidas. Son las anoréxicas, mujeres en general jóvenes, que sienten al parecer
una intensa repulsión por la comida y por el hecho de poder estas gordas (es
así como se ven en el espejo). O, posiblemente, que rechazan tan intensamente
la gordura que deciden no comer. Pero como este es un tema muy serio, que al
parecer tiene más que nada que ver con la psiquiatría, lo dejamos aquí. Parece,
en cualquier caso, que el mundo de la moda con modelos sumamente delgadas tiene
bastante que ver con esta enfermedad. La cosa, si no recuerdo mal, empezó con
Twiggy y se ha prolongado hasta el presente, ignorando los modistos y sus
chicas que a los hombres todavía se les van los ojos con las Venus, de Milo o
incluso prehistóricas. Claro que no se me escapa que este comentario podría ser
tachado de machista por las lesbianas y las feministas. Debo asumirlo, pero yo
no veo así.
En África, sin
embargo, muchas mujeres (y niños) no tienen nada que envidiar a las anoréxicas,
y no porque intenten imitarlas, sino porque no tienen nada que llevarse a la
boca. El problema consiste en buena medida en que, aunque lo sabemos, el mundo
rico, al no verlo, se desentiende. Quizás tendríamos que aprovechar unas
vacaciones de verano para hacer turismo por las naciones que figuran este año
en el mapa del hambre que publica la ONU. A saber: Eritrea, Swazilandia,
Burundi, Laos y Tahití. Y otros países que no les andan muy a la zaga. En total
unos ochocientos millones de personas.
Este es el
sinsentido del ayuno, que en la mayoría de los casos no es voluntario, sino
impuesto por las circunstancias de un mundo opulento que decide mirar para otro
lado, o de una mala administración de los recursos o una mala distribución de
los mismos. El hombre que llegó a la Luna hace ya cuarenta y cinco años, parece
incapaz a pesar de su inteligencia de alimentar a los más necesitados, y
mientras unos celebran entusiasmados la llegada de un módulo espacial a un
cometa que enviará a la Tierra infinidad de datos interesantes sobre la
formación del sistema solar, otros en este planeta agonizan, incapaces de
llevare un trozo de pan a la boca. Pero al llegar aquí debo reconocer que este
artículo se me ha ido de las manos, y lo que como otras veces quería enfocar
con humor, ha acabado desembocando en una tragedia. Tendré que aceptar, como
tantas veces se ha dicho, que cuando se escribe, alguien que uno no esperaba
toma las riendas de lo que se dice, y los personajes o las situaciones cobran
vida propia independientemente de la voluntad del autor.
Quizás para
terminar sea adecuado recordar aquí un cuento de Kafka llamado “Un artista del
hambre”. En él, si no recuerdo mal, se presenta a un ayunador que dada su
increíble capacidad para abstenerse de comer, es preguntado por un periodista
al finalizar el relato, por la razón de su increíble aguante, a lo que el
hombre aquel responde con una sorna tenebrosa, tan típica de Kafka, “no como
porque no tengo hambre, si la tuviera, no dudes que como tú y como todos, me
hartaría”. El escritor de Praga, según algunos de sus exegetas, era un
humorista incomprendido. Yo no lo creo, pero sí creo desde luego que fue un
gran escritor dotado como pocos para el humor negro.
Estas
instrucciones terminan por lo tanto con un consejo: más vale no tentar a la
suerte y comer con moderación, pero sin ponerse demasiadas trabas. Nunca se
sabe cuando podrá asolarnos de nuevo una plaga de langostas (Egipto no está tan
lejos), seres con un hambre infinita que no dudarán en asolar nuestras cosechas
y hacernos ayunar indefinidamente. Mientras tanto, como resumen de lo dicho, y
a la espera de que tal hecho no llegue a producirse, y para quitar un poco de
hierro al asunto, quiero terminar con el conocido dicho: con las cosas de comer
no se juega.
(*) Novela del escritor austriaco Leopold von
Sacher-Masoch (1836-1895)
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