De la antigua cafetería aquella en
frente de la cual esperaba al autobús que nos llevaba a casa después del
Instituto, solo recuerdo su denso olor a café y a unas señoras muy
empigorotadas merendando. El autobús solía pasar hacia las seis de la tarde cuando la luz en aquél
pueblón en invierno ya se ocultaba. Recuerdo,
sin embargo, con suma precisión el día en que una de ellas me indicó con un gesto entre desagradable y
risueño, que siempre he recordado, que se me veían los güevos por debajo del
pantalón corto, como si los cojones fueran al tiempo un objeto detestable y
divertido. No contenta con eso, otros días me miraba con una reprobación que no
creo que mereciera un simple despiste. O merecieran unos cojones desmesurados
para un chico de mi edad, a quien su madre todavía prohibía ponerse pantalones largos. Me armé de
paciencia y a pesar de mis años, no creo que pasara de catorce, pude percibir
que su mirada cambiaba con los días, pasando
del reproche al interés con un punto de picardía, que pronto entendí como una
forma de estimularme, ya que dada la diferencia de edad, estaba seguro que
sería incapaz de expresarlo de una manera más franca. Yo me masturbaba desde
los ocho años, y las gotitas de semen del principio, ya habían dado paso a una
torrentera seminal que estaba seguro causaría la admiración de aquellos viejos
pellejos. Al llegar a casa, después de verla, me encerraba en el baño y me
masturbaba pensando en su cara. Un día ,cuando iba a los Servicios, me crucé
con ella en un pasillo en el sótano poco iluminado, y cuando se paró para mirarme fijamente, antes
de que abriera la boca, le dije “si mañana viene por aquí a la misma hora le
enseño la picha”, y salí corriendo no queriendo ni imaginar la cara que habría
puesto, y temiendo que se lo contara a mi madre, que de vez en cuando se dejaba
caer por allí. La verdad es que no sé que le pasó, pero durante varios días no
volví a ver a la buena señora, aunque al llegar a casa me la imaginaba chupándomela,
y me hacía unas pajas fenomenales. Cuando ya esperaba que hubiera decidido no
volver para no tener que ver a un crío tan atrevido como yo, apareció de nuevo,
y la verdad es que tuve la impresión de que
había rejuvenecido .Vestía de una forma más juvenil y casi me sonrojo al
darme cuenta que me observaba con disimulo, y que era evidente que estaba
interesada por lo que me colgaba entre las piernas pues no le quitaba ojo. Además
llevaba un traje sastre con una blusa, camisa ó lo que fuera, que dejaban
entrever el canalillo de las tetas, que
parecían firmes y abundantes. Bajé rápidamente a los Servicios y me hice
dos pajas casi sin respirar; al terminar, no me atrevía a salir, pues tenía la
impresión de oír unos tacones en el pasillo, y tenía miedo de encontrármela, pues
además, después de las pajas, me encontraba desinflado y sin ganas. Fue al día
siguiente, sin embargo, cuando realmente coincidimos allí abajo. Al verme me
dijo medio histérica “¡enséñamela, enséñamela!”,y de un empujón me metió en un
cuartito a oscuras que debía conocer y que servía para guardar los víveres del
bar. Allí fue visto y no visto: se metió el artilugio en la boca y se lo tragó
todo, luego se compuso un poco el pelo y la chaqueta y salió escopetada a
merendar con sus amigas. Desapareció un tiempo, pero volvió a reaparecer
pasados unas semanas en compañía de mi madre, que después me dijo que era amiga suya, y que pronto se
incorporaría a la partida de pinacle que una vez por semana tenía lugar en
casa. Yo me callé como un difunto, y pensé que algo iba a salir mal, pues
estaba seguro que ella intentaría aprovechar algún momento para comerme la
polla ó cualquier otra variante que se le ocurriera, y aunque solo pensarlo me
enloquecía de deseo, tenía mucho miedo de que aquello pudiera costarme caro, aunque
lo evidente era que la mayor era ella y que era ella quien manejaba el asunto,
y no yo. Su incorporación a las partidas de cartas de mi madre se produjo con
una normalidad que en el fondo me dejó un tanto frustrado, pues esperaba que de
una forma u otra tuviera hacia mí algún detalle que me hiciera ver que me tenía
presente. Aunque yo desde mi habitación les escuchaba hablar, y llegaba a
distinguir su voz, por lo que con frecuencia me la pelaba pensando en ella. Me
tumbaba en la cama, me la sacaba y me hacía un buen pajote recordando el sótano
de la cafetería donde habíamos tenido el primer encuentro .Me imaginaba su cara
de viciosa chupándomela como si en ello le fuera la vida, y su salida a la
carrera para que sus amigas no se extrañaran. Mamá, algunos día cuando veía mi
cama revuelta a esas horas, me decía que menos tumbarme y más codos ,no sabía
la pobre lo que su hijo disfrutaba mientras ellas echaban una manita, pues de
saberlo, en el fondo se hubiera alegrado de tener a un vástago dispuesto a
pasar sus genes con entusiasmo a las
progenies venideras. Pero mi impaciencia, y en alguna medida desencanto que iba
estableciéndose en mí, saltaron por los aires el día que Lola se presentó en
casa casi una hora antes de lo previsto. Mi madre había salido y me había dicho
que llegaría con un poco de retraso, y que hiciera de anfitrión con las que
fueran llegando. Luisa la criada no se dio cuenta de su llegada, así que de
inmediato nos metimos en mi cuarto. Yo me desentendí de las demás, y cerré por
dentro la habitación. La buena señora se dejaba hacer, y yo tenía una erección
casi dolorosa, así que antes de tumbarnos ya me había corrido. Pero a esa edad
la escopeta estaba lista cinco minutos después, y la muy puta ya estaba más
caliente que un horno de pan a las seis de la mañana. Se había quitado la falda
y la chaqueta,”lo único que no puede arrugarse que luego lo iban a notarlas
otras”,dijo, y se tumbó en la cama, tomando el mando de unas operaciones que yo
sabía tenían que ser breves, pues si nos cogen aquello iba a ser la hostia. Me
dijo con voz seductora pero autoritaria que cogiera una silla y me sentara
frente a ella, al lado de la cama. ”Tomasín, te voy a enseñar algo que seguro
que te va a gustar aunque al principio a lo mejor te parece extraño, pero verás
como le coges gusto y ya no lo sueltas en la vida”. Y dicho y hecho ,se quitó
las bragas y me enseño aquella cosa que en principio me pareció un monstruo
antidiluvano que me dejó sobrecogido. Una mata de pelo en la que se dibujaba
una raja carnosa que al principio me causó un cierto repelús, pero que cuando
se empezó a tocársela y darle estopa, empezó a originar en mí algo parecido a
lo que debe ser un huracán en el Caribe. Me había bajado los pantalones y tenía
la polla más tiesa que un ladrillo. Estuvimos así diez minutos, ella gemía y me
miraba a los ojos, yo intentaba no correrme, aunque el cacharro estaba a punto
de reventar mientras ella seguía, y se metía uno, dos y hasta tres dedos en el
floripondio aquél, que yo empezaba a venerar. Me dijo que me acercara y que se lo
oliera, que me iba a gustar, cosa que hice de inmediato babeando como un puto
crío antes de la papilla. ”¡Méteme la lengua, chico!”,me suplicó mientras movía
las caderas como una aborigen de Hawai, y mi cara comenzaba a ser una
caricatura llena de churretones, dentro
de aquella fuente en la que se había convertido el chumino de aquella loba, que
por entonces había alcanzado unas dimensiones que por un momento creí que si
empujaba un poco, acababa metiendo la cabeza. ¡Joder que número!. El asunto se
prolongó otros diez minutos, en los que la muy cabrona, se dedicó a dejarme la
polla más limpia que una patena. Cuando me quedé en la cama exhausto, empapado
y con una taquicardia de cojones, ella se levantó, se puso la ropa, se miró a
un pequeño espejo que llevaba en el bolso, y antes de salir sin mayores
prevenciones, me miró y me dijo la muy hija de puta “¡has estado muy bien ,Tomasín,
ya eres un hombre!”.Cuando llegó mi madre, ya estaban las otras reunidas en el
salón. Eran todas mayorcitas, pero por primera vez en mi vida, empecé a
discriminar y darme cuenta que siendo tan mayores ,algunas lo eran menos que
otras, y sobre todo algunas estaban más buenas que otras, por lo que por un
instante empecé a fantasear tener aventuras con ellas, que si resultaban todas
iguales a la primera, no iba a dar abasto. Lola, por otro lado, no estaba allí
y tuve que explicarle a mi madre que había llegado pronto y que le estuve
enseñando la casa y hablando de mis libros de estudios, por los que se había
interesado mucho, y que luego la había dejado en el salón y no sabía nada más. Ella
puso cara de sorpresa pero no le dio más importancia, aunque hizo u comentario
por lo bajo que no llegué a entender con claridad, pero que me pareció se refería a problemas con el marido ó algo así. El hecho es que Lola desapareció
de mi vida, pues no volvió a casa ni a la cafetería, al menos en los momentos
que yo esperaba al autobús. La vi una vez del brazo con un tipo con aspecto
agitanado, y en una ocasión oí que mis padres hablaban de ella, y mi madre,
bajando la voz, comentó “con mujeres como ella ,tenía que pasar”.Supuse que se
había liado con el individuo, que desde luego no era su marido. A mí no me
importaba, y aunque nunca volví a verla a solas, a ella le debo las mejores
pajas de mi juventud. De hecho cuando follaba con Rosa, mi mujer tiempo
adelante, aún imaginaba y echaba de menos su increíble chumino, que se me
apareció como el Espíritu que Sobrevuela las Aguas una tarde de febrero del año
mil novecientos cincuenta y nueve de Nuestro Señor.
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