jueves, 2 de junio de 2016

HAMBRUNAS



Suelo recorrer ligero de pies los barrios más recónditos de la ciudad,  lugares a los que incluso con un callejero o un GPS resultaría complicado llegar. Arrabales abandonados de la mano de Dios, en los que los hampones y los bebedores de cerveza campan a sus anchas, y donde la policía encuentra una resistencia que ni siquiera ofrecieron en su día los obreros en las huelgas portuarias de la costa americana. Me pierdo en ensoñaciones, cuando por encima de mi cabeza no solo oigo los disparos de cualquier trifulca  vecinal, sino el fragor de todo tipo de objetos que cruzan   de lado a lado la calle, buscando blancos nada imaginarios. Me abstraigo, sin embargo, de la barahúnda, y soy capaz en circunstancias tan adversas, de habitar un mundo exclusivamente propio, donde los misiles de cualquier tipo no tienen cabida, y sus trayectorias me son indiferentes. Recito de memoria poesías de Kavafis, Pessoa y raramente Mallarmé, y soy capaz de esta manera, de recorrer en una sola mañana multitud de plazas y callejuelas donde se libran auténticas batallas campales. Pienso en las hambrunas que recorren todavía el mundo como auténticos apocalipsis, mientras la policía y los gansters  aún juegan a chicagos pasados de moda. Me dan ganas de dirigirme a los contendientes y llamarles asesinos, e implorar clemencia para los que en ningún caso podrían defenderse. Pero no me escucharán, enzarzados como están en sus historias de alcohol y anfetaminas, incapaces de imaginar situaciones que no sean las suyas. No importa que en Eritrea las bandas de facinerosos hagan asesinen a mansalva, ni que una sequía persistente envíe a la muerte a poblaciones enteras en África Oriental, mientras en lejanos lugares de nuestra galaxia se produce un incremento inexplicable de emisiones de rayos gamma,  debidos a las explosiones de impensadas supernovas. Incapaz de soportar tanto desinterés, tanta desidia, acabo metiéndome en tabernas donde se alterna el consumo indiscriminado de alcoholes baratos y opiáceos, dicen que procedentes de Marruecos. Incluso, cuando puedo, comparto una pipa de agua con la clientela mora, y accedo de esta manera a paraísos  que nunca pude imaginar, mientras afueras aún silban las balas que, consideradas desde esa perspectiva, no son sino fuegos artificiales que, al caer la tarde, inundan de inesperados resplandores el local, cuajado de arabescos los azulejos que alicatan las paredes hasta el techo. Entorno los ojos y me sumerjo en oasis no esperados, o surco el Nilo río arriba en busca de los templos que en su día fueron testigos del esplendor de los faraones. Consigo de este modo olvidarme de la inercia del mundo y sus habitantes, me evado irresponsablemente de unas circunstancias adversas que no vienen al caso, pero soy capaz cuando llega la noche, de percibir un atisbo de esperanza en las desvencijadas farolas, que ocultan con su luz mortecina un cielo nada azul. Pienso entonces en ti, escondida en un zaguán según subo la calle, viéndome pasar como quien mira al viento.

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