Suelo recorrer ligero de pies los
barrios más recónditos de la ciudad, lugares a los que incluso con un callejero o un
GPS resultaría complicado llegar. Arrabales abandonados de la mano de Dios, en
los que los hampones y los bebedores de cerveza campan a sus anchas, y donde la
policía encuentra una resistencia que ni siquiera ofrecieron en su día los obreros
en las huelgas portuarias de la costa americana. Me pierdo en ensoñaciones,
cuando por encima de mi cabeza no solo oigo los disparos de cualquier
trifulca vecinal, sino el fragor de todo
tipo de objetos que cruzan de lado a
lado la calle, buscando blancos nada imaginarios. Me abstraigo, sin embargo, de
la barahúnda, y soy capaz en circunstancias tan adversas, de habitar un mundo exclusivamente
propio, donde los misiles de cualquier tipo no tienen cabida, y sus
trayectorias me son indiferentes. Recito de memoria poesías de Kavafis, Pessoa
y raramente Mallarmé, y soy capaz de esta manera, de recorrer en una sola
mañana multitud de plazas y callejuelas donde se libran auténticas batallas
campales. Pienso en las hambrunas que recorren todavía el mundo como auténticos
apocalipsis, mientras la policía y los gansters
aún juegan a chicagos pasados de moda. Me dan ganas de dirigirme a los
contendientes y llamarles asesinos, e implorar clemencia para los que en ningún
caso podrían defenderse. Pero no me escucharán, enzarzados como están en sus
historias de alcohol y anfetaminas, incapaces de imaginar situaciones que no
sean las suyas. No importa que en Eritrea las bandas de facinerosos hagan
asesinen a mansalva, ni que una sequía persistente envíe a la muerte a poblaciones
enteras en África Oriental, mientras en lejanos lugares de nuestra galaxia se
produce un incremento inexplicable de emisiones de rayos gamma, debidos a las explosiones de impensadas
supernovas. Incapaz de soportar tanto desinterés, tanta desidia, acabo metiéndome
en tabernas donde se alterna el consumo indiscriminado de alcoholes baratos y
opiáceos, dicen que procedentes de Marruecos. Incluso, cuando puedo, comparto
una pipa de agua con la clientela mora, y accedo de esta manera a paraísos que nunca pude imaginar, mientras afueras aún
silban las balas que, consideradas desde esa perspectiva, no son sino fuegos
artificiales que, al caer la tarde, inundan de inesperados resplandores el
local, cuajado de arabescos los azulejos que alicatan las paredes hasta el
techo. Entorno los ojos y me sumerjo en oasis no esperados, o surco el Nilo río
arriba en busca de los templos que en su día fueron testigos del esplendor de
los faraones. Consigo de este modo olvidarme de la inercia del mundo y sus
habitantes, me evado irresponsablemente de unas circunstancias adversas que no
vienen al caso, pero soy capaz cuando llega la noche, de percibir un atisbo de
esperanza en las desvencijadas farolas, que ocultan con su luz mortecina un
cielo nada azul. Pienso entonces en ti, escondida en un zaguán según subo la
calle, viéndome pasar como quien mira al viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario