PRIMERA.- El cuervo revolotea alrededor de mi
ventana. Podría ser una urraca, en la distancia el blanco de sus alas no es tan
evidente. En cualquier caso, es obvio que no se trata de un alimoche. El pájaro aparece y desaparece como por encanto
llevado por la brisa de la tarde, y supongo que por sus impulsos naturale. Se
posa con frecuencia sobre la verja un tanto desvencijada de mi vecino; se trata
de un chalet antiguo de cuando esta calle aún no había sido invadida por las
excavadoras, es pues un reducto de un tiempo que se escapa. Otra vez la
melancolía, me digo, como si todo tiempo pasado hubiera sido mejor. Ilusiones
retroactivas que nos permiten situarnos en la realidad con cierta sensación de
superioridad y desapego. A todo esto, la urraca, o lo que sea, no ha vuelto a
aparecer. Quien sabe si su reconocida inteligencia le ha aconsejado buscar
otros horizontes. El día es gris y un tanto opaco, pero estas aves tienen un
sexto sentido que les orienta allá donde el porvenir todavía es posible. FIN
SEGUNDA.- La
antena de televisión se yergue a trescientos metros de mi casa, desprovista de
toda belleza. Es tan rígida como alta, y nada hay en ella que destaque, a no
ser que alguien valore las minúsculas antenas que coronan su mástil y sus
plataformas. Además es blancuzca y se confunde con el cielo grisáceo de la
tarde. Nada destaca en ella, y solo en su punta sobresale la espiga de un
pararrayos, atenta a los atardeceres que finalmente se enturbian, y acaban
descargando un aguacero con gran aparato eléctrico. No obstante, en algunas
ocasiones me quedo mirándola absorto, pues sé que oculta mucho más de lo que su
apariencia expresa. Espero de esta manera el zigzag de los electrones llenando
la diferencia de potencial entre la nube y la tierra, ese instante mágico que
ilumina el horizonte y nos dice, a pesar de nuestro escepticismo, que todo es
aún posible. Luego, cuando el viento de la tormenta cesa y el rayo ha agotado
su trallazo, cierro tranquilamente la ventana y me recojo en las tareas mínimas
de la casa, a las que trato de investir
de un fulgor que aún persiste en mi memoria. FIN
TERCERA.- Llaman
a mi puerta desde la calle, y cuando respondo con pereza esperando que se trate
del cartero o de un vendedor de ilusiones, oigo una voz templada y un tanto
monocorde que me recuerda que el tiempo pasa y que debería tomar las medidas
oportunas. “Tempus fugit”, me dice en primer lugar, y a continuación, como si
fuera una letanía bien aprendida, “carpe diem”, con lo cual supongo que se
trata de un representante de algún nuevo credo, tratando de convencerme de su
verdad. No obstante, algo en el tono de su voz me hace abrirle, y poco después
dejarle entrar en casa. Es un tipo joven que aún no llega a los treinta, bien
parecido, con una belleza ambigua, pues a sus rasgos indudablemente varoniles,
añade detalles más propios de un gineceo, un cuerpo sensual apto para ser
investigado de inmediato. Unas manos delicadas que al hablar se pierden delante
de sus ojos como mariposas, y sobre todo unos ojos extraordinarios, oscuros y profundos,
en los que una puede perderse, como si detrás de ellos se escondiera la promesa
de un porvenir dichoso. No puedo dejar de mirarle…
Sé que
permanecimos así durante horas, en las que si no recuerdo mal, después de
saludarnos no volvió a abrir la boca hasta que inopinadamente se levantó y se
fue. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún le sigo esperando. FIN
.
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