Preguntarse por
la frontera del yo presenta un problema fundamental, y consiste en saber con
seguridad si tal ente existe, o es una mera formulación de nuestra mente. No
quiere esto decir, desde luego, que no tengamos de nosotros una idea determinada que agrupe las
características que nosotros mismos nos asignamos, ya sean de orden físico o
mental. Es posible que esta estrategia sea algo connatural al puro hecho de
sentirse vivo, con todo lo que ello trae aparejado. En los animales de orden
“inferior”, esta conciencia tiene como finalidad su propia supervivencia para
reaccionar ante determinados estímulos, realizando las funciones básicas: comer,
dormir, defenderse, huir, etc. El ser humano, según investigaciones no tan
recientes, no puede zafarse de tal necesidad, aunque en función de su cerebro
superior, puede embarcarse en otros cometidos aparentemente sin sentido, como
por ejemplo plantearse preguntas que a tales efectos parecen inútiles.
Quienes, sin
embargo, como ciertos seres considerados muy “espirituales” (pensemos en Teilhard
de Chardin o Swami Vivekananda, cada
cual a su manera), supongan que tenemos una finalidad superior, emprenderán una
serie de “actividades” para llevarlas a cabo. Este tipo de personas dotan al
“espíritu” humano de una teleología, sea esta cual sea, hacia la cual deben
enfocar sus vidas, ya sea ir al cielo, reencarnarse en el tigre de las nieves,
unirse a Brama, diluirse en el Espíritu Cósmico o el Punto Omega. Sin embargo,
ya entre ellos algunos afirman que ese “yo” es una ilusión, y que todo el trabajo
de esta vida consiste en desprenderse del velo de ignorancia, maya, que nos lo
presenta como algo diferenciado. Ese otro “yo” más familiar, que es el que casi
todos percibimos en nosotros mismos, no deja de ser un conglomerado de ideas,
sensaciones y percepciones que no son más que “emanaciones” de nuestra mente,
un sistema creado por nuestro propio cerebro que podría reducirse al conjunto
de características que nos trasmiten nuestras neuronas con sus axones, dendritas,
neurotransmisores y sinapsis, que nos hacen “vernos” como diferentes a los
demás.
Resumiendo:
tener una idea “sólida” de nuestro yo, nos facilita la vida en este mundo
material, en el sentido de que nos permite dotarnos de unas reglas que hagan
más placentera la coexistencia de siete mil millones de seres que han
comprendido, por ejemplo, que en un vehículo de cinco plazas no puede entrar
todos. Y desde un punto de vista mental, quizás también valga la pena que sea
así, pues con frecuencia disentimos y nos metemos en altercados muy
desagradables como las dos guerras mundiales del siglo pasado.
Quizás haya que
acabar aceptando que si fuera de otra manera y todos estuviéramos de acuerdo,
las tardes de los domingos, inaguantables por definición, alcanzarían un nivel
de tedio que resolvería la pregunta que se hizo Camus (*) hace tiempo. El
suicidio tendría sentido, y la filosofía habría alcanzado la finalidad para la
que, según él, existía.
(*) “No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio”. Albert Camus, en “El mito de Sísifo”.
Postdata
Contemplo, no
obstante, la humildad de mis espinillas, poco más arriba de los tobillos, e
imagino lo desagradable que debe ser tropezarse de improviso con un cuerpo
sólido, digamos una barra de hierro o una roca de granito, y de inmediato
desaparece de mí la desazón que pueda causarme no saber a ciencia cierta cuál
es la frontera que separa mi “yo” de otro ajeno.
MAÑANA: el
concepto del cálculo diferencial en Leibniz. Imprescindible tomar apuntes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario