sábado, 25 de junio de 2016

JEROGLÍFICOS



Discutían acaloradamente en mis proximidades, tratando de temas que en los pocos momentos que presté atención, me parecieron un tanto inconexos, como si no tuvieran nada que ver entre sí. Parecían enzarzados en un debate en el que por más atención que pusiera, no podía saber con certeza de qué se trataba. Saltaban de un tema a otro sin ninguna transición, como si lo verdaderamente importante fuera hablar torrencialmente y disentir de inmediato. La verdad es que en principio me tenia sin cuidado lo que dijeran, pero al cabo del rato, cuando buena parte de los clientes ya se había ido y podía oírles con más claridad, empecé a sentirme más y más implicado, y en varias ocasiones estuve a punto de terciar dando mi opinión. Sin embargo, tuve que contenerme, pues daba la impresión de que eran conscientes de mis intenciones, y poco antes de mi intervención, cambiaban de asunto y me dejaban con la palabra en la boca. Era irritante, debo reconocerlo, pues al cabo de un buen rato, cuando ya nos quedamos solos en el local, su discusión había adquirido el carácter de un jeroglífico que yo intentaba descifrar una y otra vez sin conseguirlo.
Daba la impresión que estaban jugando conmigo, y que eran conscientes de la atención que les prestaba, algo después de todo nada extraño, dado que mi motivación había hecho que me girara hacia ellos y les mirara francamente. Al cabo de un rato, tras el cual mi actitud era ya claramente participativa, los dos tipos parecían multiplicar su velocidad al hablar, hasta el punto que en cierto momento llegué a preguntarme si habría bebido más de la cuenta, pues sus voces parecían haberse adelgazado hasta límites que las hacían confundirse con una especie de melodía inextricable, de la que era inútil tratar de entresacar el mínimo sentido. Además, daba la impresión que su dicción desenfrenada estaba únicamente compuesta por palabras, expresiones, giros verbales y neologismos de imposible comprensión, por lo que llevado ya de un impulso irrefrenable, me acerqué a su mesa hasta donde permiten los buenos modales, teniendo en cuenta que para ellos yo no era sino un intruso, un cliente más de los que habitualmente comían en aquel restaurante. Poco después, cansado de un esfuerzo que parecía inútil, cambié de estrategia con objeto de ver si de esa manera podía entender algo de lo que decían. Me recliné sobre mi mesa y fingí quedarme amodorrado, algo que seguramente no les extrañaría, pues habían sido testigos de mi afición al vino tinto en el almuerzo. Para mi sorpresa, mi cambio de actitud surtió el efecto deseado, y a los pocos minutos de tener mi cabeza apoyada sobre mis brazos en la mesa, sus voces se fueron haciendo más inteligibles, hasta que al cabo de unos momentos me llegaron con total nitidez. Sorprendido por la nueva situación, estuve a punto de recobrar mi actitud de poco antes, pero consciente de que quizás tal cosa sería contraproducente y volvería el galimatías previo, permanecí así un buen rato.
En esos instantes pude captar que hablaban de la posibilidad de un mundo en el que todo, absolutamente todo, pudiera ser expresado en el lenguaje formal, de tal manera que hasta las fórmulas matemáticas o los diseños de vanguardia, tuvieran su equivalente por escrito o verbal. Pensé entonces que aquellas personas no estaban bien del caletre, no porque no me interesara moderadamente la filosofía, sino porque podría asegurar que poco antes discutían acaloradamente de fútbol, concretamente sobre el campeonato nacional de liga. Yo tenía mis ideas al respecto, y creo que en esos momentos hubiera podido intervenir explicándoles con sencillez las teorías especial y general de la relatividad, sin acudir a ninguna fórmula que emparentase la energía y la masa, como en su día hizo Einstein. No lo hice, y pude comprobar que contrariamente a mi impresión anterior, los dos individuos no se desviaban un ápice del tema que parecía interesarles, y hacían alusiones para mí ininteligibles sobre autores y conceptos de los que yo no tenía la menor idea.
En esos momentos fui conciente de que los camareros elevaban la voz, sin duda tratando de que aquellos señores terminaran su conversación y yo me despejara, pues a esas horas ya era tiempo de adecentar el local después de que el resto de clientes hiciera ya rato que se habían ido. Me incorporé como pude, porque la verdad es que mi fingimiento me había provocado un sopor real del que me costaba salir. Antes de abandonar el lugar, eché un último vistazo a aquellos tipos que parecía hacer caso omiso a las advertencias del personal del restaurante, y continuaban perorando con un vigor renovado, aunque en esos momentos sus lenguas parecían haberse vuelto de trapo, y sus incisivas deducciones filosóficas me llegaban al ralentí, como si en esos instantes finales, más que palabras, sus bocas solo fueran capaces de emitir una especie gangueo extraño, como si se tratara de una sustancia blanda y algodonosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario