Discutían
acaloradamente en mis proximidades, tratando de temas que en los pocos momentos
que presté atención, me parecieron un tanto inconexos, como si no tuvieran nada
que ver entre sí. Parecían enzarzados en un debate en el que por más atención
que pusiera, no podía saber con certeza de qué se trataba. Saltaban de un tema
a otro sin ninguna transición, como si lo verdaderamente importante fuera
hablar torrencialmente y disentir de inmediato. La verdad es que en principio
me tenia sin cuidado lo que dijeran, pero al cabo del rato, cuando buena parte
de los clientes ya se había ido y podía oírles con más claridad, empecé a
sentirme más y más implicado, y en varias ocasiones estuve a punto de terciar
dando mi opinión. Sin embargo, tuve que contenerme, pues daba la impresión de
que eran conscientes de mis intenciones, y poco antes de mi intervención,
cambiaban de asunto y me dejaban con la palabra en la boca. Era irritante, debo
reconocerlo, pues al cabo de un buen rato, cuando ya nos quedamos solos en el
local, su discusión había adquirido el carácter de un jeroglífico que yo
intentaba descifrar una y otra vez sin conseguirlo.
Daba la
impresión que estaban jugando conmigo, y que eran conscientes de la atención
que les prestaba, algo después de todo nada extraño, dado que mi motivación
había hecho que me girara hacia ellos y les mirara francamente. Al cabo de un
rato, tras el cual mi actitud era ya claramente participativa, los dos tipos
parecían multiplicar su velocidad al hablar, hasta el punto que en cierto
momento llegué a preguntarme si habría bebido más de la cuenta, pues sus voces
parecían haberse adelgazado hasta límites que las hacían confundirse con una
especie de melodía inextricable, de la que era inútil tratar de entresacar el
mínimo sentido. Además, daba la impresión que su dicción desenfrenada estaba
únicamente compuesta por palabras, expresiones, giros verbales y neologismos de
imposible comprensión, por lo que llevado ya de un impulso irrefrenable, me
acerqué a su mesa hasta donde permiten los buenos modales, teniendo en cuenta
que para ellos yo no era sino un intruso, un cliente más de los que
habitualmente comían en aquel restaurante. Poco después, cansado de un esfuerzo
que parecía inútil, cambié de estrategia con objeto de ver si de esa manera
podía entender algo de lo que decían. Me recliné sobre mi mesa y fingí quedarme
amodorrado, algo que seguramente no les extrañaría, pues habían sido testigos
de mi afición al vino tinto en el almuerzo. Para mi sorpresa, mi cambio de
actitud surtió el efecto deseado, y a los pocos minutos de tener mi cabeza
apoyada sobre mis brazos en la mesa, sus voces se fueron haciendo más
inteligibles, hasta que al cabo de unos momentos me llegaron con total nitidez.
Sorprendido por la nueva situación, estuve a punto de recobrar mi actitud de
poco antes, pero consciente de que quizás tal cosa sería contraproducente y
volvería el galimatías previo, permanecí así un buen rato.
En esos instantes
pude captar que hablaban de la posibilidad de un mundo en el que todo,
absolutamente todo, pudiera ser expresado en el lenguaje formal, de tal manera
que hasta las fórmulas matemáticas o los diseños de vanguardia, tuvieran su
equivalente por escrito o verbal. Pensé entonces que aquellas personas no
estaban bien del caletre, no porque no me interesara moderadamente la
filosofía, sino porque podría asegurar que poco antes discutían acaloradamente
de fútbol, concretamente sobre el campeonato nacional de liga. Yo tenía mis ideas
al respecto, y creo que en esos momentos hubiera podido intervenir
explicándoles con sencillez las teorías especial y general de la relatividad,
sin acudir a ninguna fórmula que emparentase la energía y la masa, como en su
día hizo Einstein. No lo hice, y pude comprobar que contrariamente a mi
impresión anterior, los dos individuos no se desviaban un ápice del tema que
parecía interesarles, y hacían alusiones para mí ininteligibles sobre autores y
conceptos de los que yo no tenía la menor idea.
En esos momentos
fui conciente de que los camareros elevaban la voz, sin duda tratando de que
aquellos señores terminaran su conversación y yo me despejara, pues a esas
horas ya era tiempo de adecentar el local después de que el resto de clientes
hiciera ya rato que se habían ido. Me incorporé como pude, porque la verdad es
que mi fingimiento me había provocado un sopor real del que me costaba salir.
Antes de abandonar el lugar, eché un último vistazo a aquellos tipos que
parecía hacer caso omiso a las advertencias del personal del restaurante, y
continuaban perorando con un vigor renovado, aunque en esos momentos sus
lenguas parecían haberse vuelto de trapo, y sus incisivas deducciones
filosóficas me llegaban al ralentí, como si en esos instantes finales, más que palabras,
sus bocas solo fueran capaces de emitir una especie gangueo extraño, como si se
tratara de una sustancia blanda y algodonosa.
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