sábado, 25 de junio de 2016

PARENTESCOS



Nos reuníamos una vez al mes para comer. Era un acuerdo de tiempo atrás con el objetivo de vernos de vez en cuando, pues teníamos claro que de otra manera acabaríamos por distanciarnos poco a poco hasta alejarnos definitivamente. En realidad no nos unía más que un vago parentesco, del que en su momento fuimos conscientes en una reunión familiar que celebrábamos anualmente, organizada desde tiempo remotos por alguien al parecer muy ufano de su apellido, que lógicamente también era el nuestro, aunque siendo tantos los García Pérez, nadie sabía con exactitud de quien se trataba. Nuestro vínculo, como quedó dicho más arriba, era difuso y por lo tanto poco preciso, por lo que buena parte de nuestros almuerzos colectivos consistían en tratar de identificarnos con la mayor exactitud posible, apartando si fuera necesario los platos y los cubiertos después de los postres, antes de que lo hicieran los camareros. Tal era en esos momentos nuestro entusiasmo. Algunos entre nosotros se fiaban en exclusiva de su memoria y por lo tanto del conocimiento que decían tener de las diferentes ramas de la familia, algo verdaderamente admirable, teniendo en cuenta que detrás de los apellidos susodichos se amontonaban una multitud de otros tejiendo una malla casi indescifrable, entre los que abundaban los más comunes, similares a los nuestros,  en una retahíla interminable hasta alcanzar uno verdaderamente singular o raro, que facilitara las conexiones. La mayoría de los asistentes disponían, sin embargo, de árboles genealógicos de los que se servían entre plato y plato para cruzar informaciones, y alcanzar algún resultado que hiciera evidente el grado de parentesco de los interesados. Dado que el número de comensales se acercaba a los doscientos, al cabo de cierto tiempo se decidió organizar las reuniones de una manera más racional, porque la barahúnda que se formaba era de tal calibre que el restaurante quedaba prácticamente colapsado, una vez que cada cual sacaba sus hojas, apuntes y cuadernos con las genealogías, y trataba de cotejarla con otros, según se terciara. Aunque todo el mundo cumplía estrictamente con lo acordado en principio, y asistían a la reunión con una fidelidad digna de mayores empresas, al cabo de unos meses empezaron a percibirse los primeros síntomas de agotamiento, pues cada vez se iba haciendo más patente la dificultad en establecer con certeza el parentesco que suponíamos nos tenía allí reunidos. Hubo amagos de abandono en el que algunos argumentaban sus dificultades por cualquier motivo, siendo los más frecuentes la distancia al lugar de reunión o la carestía del cubierto. Otros, sin embargo, animados por el espíritu de los padres fundadores o motu proprio, trataban de que la moral no se viniera abajo, y se las ingeniaron para inventar otros métodos de trabajo para encontrar las afinidades familiares del grupo. El primero fue, como es natural, el parecido físico de las personas, para lo que se acordó una primera clasificación en función de la forma de la cabeza según fuera braqui o dolicocéfala, otra según la estatura, y una tercera que incluía los rasgos de la cara y las marcas de nacimiento en cualquier parte del cuerpo. El segundo método consistió en agrupar a las personas según sus características psíquicas, cualidades y gustos personales, algo que sin embargo fue muy criticado en un primer momento por parte de la mayor parte de la concurrencia, objetando que tales datos procedían más bien del ambiente y no de los genes, lo cual anularía cualquier validez a las pesquisas. Poco tiempo después, por lo tanto, los integrantes del grupo se encontraron perdidos en un marasmo identificativo que resultaba más que inútil, agotador, pues los apellidos investigados remitían a unas ramas familiares de decenas de miles de componentes, haciendo inútil todo intento de comprobación, por lo que decidieron a utilizar el primero de los métodos descritos más arriba.
Así pues a partir de cierto momento las comidas se hacían por pequeñas agrupaciones reunidas en torno a mesas de diez comensales de media, agrupados por sus características físicas, entre las que sobresalían la forma de la cabeza y la estatura, a la que pronto se añadieron el color de ojos y del pelo como rasgos más significativos. Desde ese momento, todo hay que decirlo, comenzaron a producirse algunas bajas como resultado de la confusión reinante, aunque es de destacar la fe de la mayoría, ansiosos de alguna manera de saber que no estaban solos en el mundo, y que otros les reclamaban como parte de sus propias familias. Sucedió sin embargo que nuestra comunidad se topó con un inconveniente que ni los más avispados habían previsto, y fue la negativa de algunos a reconocerse como parientes de otros, a los que por algún motivo consideraban poco adecuados. La forma de la cabeza, por ejemplo, fue objeto de agrios debates entre los que se consideraban pertenecientes a determinada etnia  supuestamente prestigiosa, bien diferenciada y autóctona, cuando eran asimilados a otros a los que no consideraban de su estirpe, debido a su acento o a antecedentes familiares en regiones demasiado alejadas de la propia. O una situación socioeconómica que dejase mucho que desear. Las mujeres en un orden de cosas parecido, opinaban que cualquier parecido con otra no tenía ningún sentido, y se consideraban absolutamente únicas, aunque alguien desde el exterior pudiese opinar que eran gemelas univitelinas. De esta forma por una u otra razón más o menos sutil, tal intento de vinculación quedó también pronto arrinconado, decidiéndose finalmente que  lo más adecuado sería organizar grupos en los que coincidieran como mínimo los tres primeros apellidos, la región de origen y unas opiniones muy similares, de acuerdo a un test elaborado con cierto rigor por un grupo de psicólogos allí presentes. A la vista de esto se separaron de inmediato las personas religiosas de las que se consideraban ateas o agnósticas, que al no ser muchas se integraron en un grupo único, siendo entre ellos de la opinión de que incluso sin tener nada que ver se consideraban familiares “en espíritu”, valga el contrasentido. Contentos con tal hallazgo se desvincularon de inmediato de los demás, y tiempo después se supo que acabaron creando una asociación registrada en el Ministerio del Interior con el nombre nada místico de “Ateos y agnósticos, S.L”. Los creyentes se sintieron al principio felices de haberse desprendido de un lastre peligroso, pero al poco tiempo se hizo evidente que entre ellos los había de todo pelaje, desde beatas de misa y comunión diaria, hasta quienes asistían a la de la una de la tarde y ocupaban los últimos bancos. La mayoría sin embargo ni siquiera cumplía el precepto semanal, con lo que su filiación cristiana entraba exclusivamente como una característica sociológica de pertenencia a un grupo o una clase. Según pasaba el tiempo, y a pesar de la dedicación de algunos en llevar a buen término la empresa, los grupos empezaron a mermar en número, e incluso dos de ellos se deshicieron sin mayores explicaciones. Cundió entonces el desánimo y los integrantes ya apenas alcanzaban las dos docenas, pero es de reseñar que los supervivientes se resistían con todas sus fuerzas a cejar en su empeño, buscando puntos de aproximación más o menos inverosímiles, entre los que cabe destacar el más grotesco: tener juanetes o no tenerlos. De hecho, dos señoras entradas en años se reconocieron como mellizas después de mostrarse los pies descalzos, aunque quizás se hubieran librado del oprobio de hacerlo en el lamentable estado que estaban, considerando que tenían hasta quince apellidos en común, y vivían en el mismo domicilio desde hacía treinta años. Ante este hallazgo impensado, dado el mutismo que hasta entonces habían guardado las dos hermanas, el resto del grupo se disolvió como un azucarillo, incapaz de hallar otras conexiones entre sí, pero satisfechos de alguna manera de haber logrado lo que a pesar de todo, consideraban un éxito en toda regla. Por mi parte debo añadir que en compañía de un dolicocéfalo, un braquicéfalo y posiblemente de un acéfalo (las razones de esto último no hacen ahora al caso), hemos formado un pequeño grupo que se reúne una vez por las tardes los fines de semana, tratando de encontrar un punto en común en nuestra ascendencia, aunque para ello tengamos que remontarnos al reinado de Witiza, y nos acabemos bebiendo todo el vino tinto de la Rioja alavesa.

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