Si usted vive en
el desierto del Sahara abandone toda esperanza y ponga su ilusión en otra cosa.
Claro que lo mismo podría sucederle si vive en el desierto de Gobi. O en los de
Namibia, Atacama, Kalahari, Australiano o Arábigo, por mencionar solo unos
cuantos. Navegar, tal como lo entiende la mayoría de la gente, necesita algo
más que arena, un pedregal o una tierra yerma. Aunque si hay que decirlo todo,
gran parte de estos lugares estuvieron en otra época cubiertos por el océano y
fueron propicios para las ballenas, los tiburones y las sardinas. Pero ya no es
el caso, y sería un tanto inútil intentarlo. Puede no obstante probar en un
oasis, donde la laguna central a pesar de sus reducidas dimensiones quizás le
ofrezca un mínimo de agua que lo haga posible. Son, además, lugares de una
belleza arrebatadora que bien merecen una vela. Y digo vela por mencionar uno
de los artificios más antiguos de los que se ha servido el hombre para alejarse
de la costa. Queda así suficientemente claro que navegar en el sentido
tradicional de la expresión, consiste en hacerlo sobre una superficie líquida,
aunque no se nos escapa que a estas alturas, hay quienes llevados por una
pasión deportiva o aventurera, se inventan artefactos más o menos insólitos
para hacerlo por la arena del desierto o el césped de las praderas, con poco
más que un patín.
Claro que si
para empezar hablamos de “navegar”, estamos en cierta medida empezando la casa
por el tejado, pues para ello son imprescindibles dos condiciones previas,
definidas por los verbos flotar y deslizar. Toda navegación necesita una
sustentación sobre un fluido (aquí descartamos la navegación aérea, objeto de
otro artículo), y tal cosa se la proporciona como el agua, cuya densidad, ya se
trate de la salada o la dulce, le permite hacerlo ateniéndose como es bien
sabido al principio de Arquímedes, por más que en ocasiones no tengamos la
certeza de que un trasatlántico de hierro de 200 metros de eslora y catorce
cubiertas, sea capaz. Pero hay que
creérselo, puesto que los vemos amarrados a los muelles o navegando, y en ambos
casos repletos de turistas. Pero ya que hemos hablado de velas, habrá que
convenir que no es el único medio de propulsión (aunque sí el más poético),
pues ahí están los remos (ya utilizados desde antiguo por las flotas
mediterráneas del Mundo Antiguo), la propulsión mecánica a base de carbón,
petróleo y la atómica, tan socorrida después de
la II G.M. en los submarinos, con sus hiroshimas en potencia. La profesión
de remero no era nada aconsejable, teniendo en cuenta que debían hacerlo en
condiciones desastrosas, dirigidos, vigilados y castigados si no lo hacía bien,
por dos tipos con malas pulgas dotados de un tambor para marcar el ritmo, y un
látigo aficionado a sus espaldas. Y con frecuencia, amarrados a la bancada,
donde se sentaban (“Amarrado al duro banco de una galera turquesa…” como dicen
los famosos versos de don Luis de Góngora y Argote).
Así pues, como
hemos visto poco más arriba, la condición sine qua non para navegar es que la
embarcación, sea del tipo que sea, flote, ateniéndose a las leyes de la física,
que el sabio griego mencionado descubrió con total independencia de que por
entonces Platón hablase de un mundo ideal que nadie percibía, y Aristóteles
afirmara que el firmamento consistía en siete círculos de estrellas que
rodeaban a la Tierra. A la larga, de todo ello, lo que él dijo resultó ser lo
único verificable. Por otro lado, para comprobar que cualquier objeto sólido
flota, basta con introducirlo en el agua. Si se va al fondo, podremos afirmar
con todas las de la ley que el artefacto en cuestión no flota, si se hunde pero
no llega al fondo tendremos a un batiscafo o un submarino, muy eficaz en las
guerras modernas, y si se queda en la superficie, deberemos alegrarnos: flota.
Si no tiene nada a mano para llevar a cabo el experimento, puede utilizar su
propio cuerpo, siendo una piscina cubierta el lugar ideal si estamos en
invierno y la latitud en la que habitamos ronda los 45º N. Se recomienda hacer
la plancha o el muerto, porque la flotabilidad aumenta con la superficie de
rozamiento, como usted debe saber si terminó el Bachillerato Superior. Si se
hunde, recuerde que no tiene branquias, cierre la boca y acérquese al borde lo
antes posible.
El segundo
factor imprescindible para que un objeto navegue, es que pueda deslizarse sobre
la superficie de un líquido, para lo cual son necesarias dos condiciones
añadidas, la primera que la densidad del mismo sea la idónea, y la segunda, que
su estructura le permita hacerlo. Afortunadamente la primera de ellas es la que
impera en todo el mundo, pues que se sepa no abundan los mares de mercurio ni
de puré de guisantes, que harían el deslizamiento más trabajoso, como sin duda
se comprende. La segunda condición requiere que la parte de delante del
mencionado artefacto le permita hacerlo con facilidad, razón por la cual la
proa de los barcos suele ser afilada (de hecho en nomenclatura marinera se llama
tajamar). Recuerde esto si, llevado de sus aficiones, decide construirse un
yate para pasar las vacaciones de verano. Si a pesar de su buena voluntad, le
sale la proa muy ancha, no se preocupe, dé la vuelta al artefacto y ya tiene la
popa. Hay que ser prácticos. Teniendo todo lo anteriormente en cuenta, hay sin
embargo que considerar que no todo lo que flota y se desliza sobre el agua,
navega. Usted, por ejemplo, si es un hombre joven, y se mete en el agua de
cualquier playa en pleno verano, para a continuación adentrarse en el mar
vigorosamente, no podrá decir que “navega”, sino que “nada”, diferencia que
puede tener su razón de ser en el hecho de que los barcos no tienen brazos.
Algo no obstante un tanto discutible si se tiene en cuenta que aún existen
embarcaciones a remo, que no teniéndolos, lo parece. Estas nociones tan
elementales, no lo son tanto para los niños de determinado país de la cuenca
mediterránea, en el que, cuando sus mamás les enseñan un barco por primera vez,
al parecer les suelen preguntar, por raro que parezca, “si tienen piernas” (*),
a lo que estas suelen contestar en plan afirmativo para no contrariarles o
meter en sus tiernas cabecitas conceptos demasiado abstractos. Son niños muy
delicados, aunque al crecer no hayan dudado en organizar revoluciones que han
pasado a la historia.
Con lo dicho con
anterioridad creo que ya es suficiente para que usted pueda embarcarse en un
barco de recreo, un buque de la Armada o un yate de lujo, sin que forzosamente
tenga que hacer el ridículo. No obstante, a continuación se añade un apéndice
que esperamos pueda ayudarle a mantener un nivel discreto ante los consumados
lobos de mar que uno se encuentra con frecuencia en ciertos pantalanes, y en
casi todos los bares de copas de cierto nivel de la capital de España.
APENDICE: NOMENCLATURA MARINERA MÍNIMA
PROA: Parte
delantera de un barco.
POPA: Parte de
atrás.
COSTADOS: ambos
lados.
BABOR: Parte
izquierda del barco cuando este avanza.
ESTRIBOR: Parte
derecha del mismo en esa situación.
AMURA:
Cualquiera de los costados del barco próximas a la proa.
ALETA: Lo mismo
en su parte próxima a la popa
ESLORA: Longitud
del barco.
MANGA: Anchura
máxima del mismo (Manga por hombro no tiene nada que ver).
OBRA VIVA: Parte
del barco por debajo de la línea de flotación.
OBRA MUERTA: Lo
mismo por encima de la línea de flotación
OJO DE BUEY/
TAPACOÑOS y CONDÓN DEL OBISPO: Ver wikipedia.
CABECEO:
Movimiento del barco en sentido longitudinal.
BANDAZO:
Movimiento lateral del mismo.
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