Los domingos por
la mañana solíamos ir al Retiro. Tiempo atrás, al poco de mudarnos a Madrid,
decidimos conocer los alrededores, y los fines de semana aprovechábamos para
salir a la sierra, pero acabamos cansándonos de las caravanas y de volver a
casa agotados. Además, los niños preferían corretear por el parque y divertirse
con los mimos y los payasos, y a eso del mediodía a nosotros nos agradaba hacer
un alto y tomarnos una caña en alguno de los quioscos. Fue allí donde un día
María decidió que prefería quedarse sentada viendo como pasaba la gente a jugar
con sus hermanos, algo que en principio aceptamos como parte de su
personalidad, una sorprendente tendencia a estarse quieta y ensimismarse, o en
jugar sola con cualquier cosa que tuviera en las manos. Si debo decir la
verdad, a mi me irritaba. Al principio no le dije nada a Alberto, pero me
irritaba. Tenía una capacidad impropia para una niña de su edad para entretenerse
sola, algo muy cómodo para nosotros, pero que pronto empezó a inquietarme,
sobre todo cuando en casa, al pasar los días, me di cuenta de que no solo
hablaba con sus muñecos y peluches, sino que acababa destripándolos. Se lo
comenté a Alberto tratando de no preocuparle, y disimulando la irritación que
me causaba, algo que verdaderamente ni yo misma comprendía. Es posible que
siendo una persona muy extrovertida, me costara aceptar tener una hija así,
todo lo contrario a mi misma, e insensible a mis consejos y recomendaciones,
pues aunque María terminó por obedecerme y no destrozar sus muñecos, estaba
claro que por la razón que fuera mantenía con ellos una relación extraña y
violenta, y al recogerlos podía ver en ellos la huella de sus ataques, en forma
de torceduras y desgarrones.
Alberto, sin
embargo, la dejaba hacer, consideraba que era algo normal y en el fondo
positivo, muestra de la vitalidad de la niña, a la que en todo caso había que
dar una salida a base de ejercicio y deporte. Pero María se negaba a hacer algo
más que jugar un breve rato al escondite o dar unas carreritas, y enseguida
volvía a su aislamiento y mutismo habituales. Poco después empezó a romper los
cuentos que le regalábamos para que empezara a leer. Primero los leía despacito
y con mucha atención, incluso los releía y hacía algún comentario sobre alguno
de los personajes, pero finalmente los acababa desgarrando y haciendo trocitos,
algo que me desesperaba, sobre todo porque mi marido la apoyaba y me decía que
después de todo, si ya los había utilizado, más valía así, y no tener que
amontonar cantidad de papeles inútiles que, al fin y al cabo, después de cierto
tiempo acabarían en la papelera. Tuve entonces la impresión que ambos, María y
Alberto, tenían un pacto secreto para desquiciarme. Él sabía que a pesar de ser
una mujer muy activa, o precisamente por eso, yo en el fondo era una persona frágil, y aliarse
con la niña contra mí, era una forma bastante sencilla de desequilibrarme.
Empecé a tener la sensación de que, de hecho, Alberto le daba instrucciones,
aunque no entendía qué quería conseguir con eso, pues lo único que lograba era
enfadarme y que la pobre María pagara las consecuencias. La di algún azote e
incluso en varias ocasiones más fuerte de lo preciso, para qué voy a decir otra
cosa, pero la verdad es que tenía que contenerme para no abofetearla. Era
evidente que la niña acabó cogiéndome miedo y me rehuía. Me miraba muy
fijamente y se iba corriendo en cuanto me notaba alterada, y lo cierto es que
siempre acertaba, y acabé dando gracias al cielo de que fuera así, pues en
ocasiones no tenía la certeza de poder controlarme, y al fin y al cabo la pobre
no tenía culpa de nada. Alberto creía que no me daba cuenta de su juego, pero
yo captaba con frecuencia su mirada cómplice con la niña, a la que debía tratar
de convencer de que yo no estaba muy bien de la cabeza. Decidí que lo mejor
sería en centrarme más en los chicos, ellos eran diferentes y no me planteaban
ningún problema, aunque a veces parecían exagerar y se comportaban como dos
hombrecitos, tan atentos y obedientes conmigo. Algo extraño. Nunca me daban
ningún problema, pero un día tuve la impresión de que yo les preocupaba y que
lo hacían por mí. Es decir, no es que ellos fueran realmente así, sino que eran
así conmigo. Empecé a pensar que quizás su actitud también era debida a su
padre; seguramente había hablado con ellos y les había dicho que mamá estaba
mal y que más valía que fueran amables conmigo, si no querían que les pegara o
hiciera cualquier tontería. Pero yo no entendía qué sentido podía tener aquella
especie de conspiración contra mí. Después de todo, se trataba solo de unos
críos que se suelen comportar de forma natural, y que no tenían por qué
entender lo que su padre pudiera decirles. Llegó un momento que tuve la
seguridad que Alberto me espiaba y me
miraba con una mezcla de compasión y miedo, y que en algunas ocasiones,
mantenía conmigo una distancia que no me parecía natural, como si tuviera la
necesidad de tenerme todo el rato controlada.
No se qué pretende ni como ha podido ser tan
cruel de poner a los niños contra mí. No quiero hacer ninguna tontería, pero
afortunadamente me he dado cuenta de todo y voy a tener que defenderme de
alguna manera. De entrada, creo que voy a mudarme a una habitación
independiente. Ahora que me siento tan indefensa, pueden aprovechar la noche
para hacerme algo. Pero con el pestillo echado me sentiré más segura.
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