sábado, 25 de junio de 2016

MUÑECOS



Los domingos por la mañana solíamos ir al Retiro. Tiempo atrás, al poco de mudarnos a Madrid, decidimos conocer los alrededores, y los fines de semana aprovechábamos para salir a la sierra, pero acabamos cansándonos de las caravanas y de volver a casa agotados. Además, los niños preferían corretear por el parque y divertirse con los mimos y los payasos, y a eso del mediodía a nosotros nos agradaba hacer un alto y tomarnos una caña en alguno de los quioscos. Fue allí donde un día María decidió que prefería quedarse sentada viendo como pasaba la gente a jugar con sus hermanos, algo que en principio aceptamos como parte de su personalidad, una sorprendente tendencia a estarse quieta y ensimismarse, o en jugar sola con cualquier cosa que tuviera en las manos. Si debo decir la verdad, a mi me irritaba. Al principio no le dije nada a Alberto, pero me irritaba. Tenía una capacidad impropia para una niña de su edad para entretenerse sola, algo muy cómodo para nosotros, pero que pronto empezó a inquietarme, sobre todo cuando en casa, al pasar los días, me di cuenta de que no solo hablaba con sus muñecos y peluches, sino que acababa destripándolos. Se lo comenté a Alberto tratando de no preocuparle, y disimulando la irritación que me causaba, algo que verdaderamente ni yo misma comprendía. Es posible que siendo una persona muy extrovertida, me costara aceptar tener una hija así, todo lo contrario a mi misma, e insensible a mis consejos y recomendaciones, pues aunque María terminó por obedecerme y no destrozar sus muñecos, estaba claro que por la razón que fuera mantenía con ellos una relación extraña y violenta, y al recogerlos podía ver en ellos la huella de sus ataques, en forma de torceduras y desgarrones.
Alberto, sin embargo, la dejaba hacer, consideraba que era algo normal y en el fondo positivo, muestra de la vitalidad de la niña, a la que en todo caso había que dar una salida a base de ejercicio y deporte. Pero María se negaba a hacer algo más que jugar un breve rato al escondite o dar unas carreritas, y enseguida volvía a su aislamiento y mutismo habituales. Poco después empezó a romper los cuentos que le regalábamos para que empezara a leer. Primero los leía despacito y con mucha atención, incluso los releía y hacía algún comentario sobre alguno de los personajes, pero finalmente los acababa desgarrando y haciendo trocitos, algo que me desesperaba, sobre todo porque mi marido la apoyaba y me decía que después de todo, si ya los había utilizado, más valía así, y no tener que amontonar cantidad de papeles inútiles que, al fin y al cabo, después de cierto tiempo acabarían en la papelera. Tuve entonces la impresión que ambos, María y Alberto, tenían un pacto secreto para desquiciarme. Él sabía que a pesar de ser una mujer muy activa, o precisamente por eso, yo  en el fondo era una persona frágil, y aliarse con la niña contra mí, era una forma bastante sencilla de desequilibrarme. Empecé a tener la sensación de que, de hecho, Alberto le daba instrucciones, aunque no entendía qué quería conseguir con eso, pues lo único que lograba era enfadarme y que la pobre María pagara las consecuencias. La di algún azote e incluso en varias ocasiones más fuerte de lo preciso, para qué voy a decir otra cosa, pero la verdad es que tenía que contenerme para no abofetearla. Era evidente que la niña acabó cogiéndome miedo y me rehuía. Me miraba muy fijamente y se iba corriendo en cuanto me notaba alterada, y lo cierto es que siempre acertaba, y acabé dando gracias al cielo de que fuera así, pues en ocasiones no tenía la certeza de poder controlarme, y al fin y al cabo la pobre no tenía culpa de nada. Alberto creía que no me daba cuenta de su juego, pero yo captaba con frecuencia su mirada cómplice con la niña, a la que debía tratar de convencer de que yo no estaba muy bien de la cabeza. Decidí que lo mejor sería en centrarme más en los chicos, ellos eran diferentes y no me planteaban ningún problema, aunque a veces parecían exagerar y se comportaban como dos hombrecitos, tan atentos y obedientes conmigo. Algo extraño. Nunca me daban ningún problema, pero un día tuve la impresión de que yo les preocupaba y que lo hacían por mí. Es decir, no es que ellos fueran realmente así, sino que eran así conmigo. Empecé a pensar que quizás su actitud también era debida a su padre; seguramente había hablado con ellos y les había dicho que mamá estaba mal y que más valía que fueran amables conmigo, si no querían que les pegara o hiciera cualquier tontería. Pero yo no entendía qué sentido podía tener aquella especie de conspiración contra mí. Después de todo, se trataba solo de unos críos que se suelen comportar de forma natural, y que no tenían por qué entender lo que su padre pudiera decirles. Llegó un momento que tuve la seguridad que Alberto me espiaba  y me miraba con una mezcla de compasión y miedo, y que en algunas ocasiones, mantenía conmigo una distancia que no me parecía natural, como si tuviera la necesidad de tenerme todo el rato controlada.
 No se qué pretende ni como ha podido ser tan cruel de poner a los niños contra mí. No quiero hacer ninguna tontería, pero afortunadamente me he dado cuenta de todo y voy a tener que defenderme de alguna manera. De entrada, creo que voy a mudarme a una habitación independiente. Ahora que me siento tan indefensa, pueden aprovechar la noche para hacerme algo. Pero con el pestillo echado me sentiré más segura.   

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