domingo, 12 de junio de 2016

PERORATAS



Algunos le consideraban uno de los siete sabios de Grecia, transterrado y ucrónico, y otros apostaban a que en nada tenía que envidiar a los sofistas, pues su capacidad de improvisación y fluidez en el discurso, lo equiparaba sin menoscabo a estos famosos filósofos. El hecho es que sobre todo los lugareños le consideraban no menos  que a la Sibila o el Oráculo de Delfos, y escuchaban sus palabras con la devoción que solo se profesa a los seres que suponemos a la altura de los profetas. Bien es cierto, que su espontaneidad y afluencia de adjetivos, le causaba en no pocas ocasiones estados de postergación y agotamiento, que hacían necesaria la silla de ruedas y la campana neumática de oxígeno para su recuperación, pero el hecho es que a las pocas horas ya se le podía ver de nuevo impartiendo sus lecciones a diestro y siniestro con la misma  frescura de primera hora de la mañana.
Al parecer su mente privilegiada obraba a modo de una esponja, y todo cuanto caía en su proximidad, era absorbido por su sistema nervioso y trasladado a su neocortex de inmediato, donde se almacenaba de forma indeleble, como si fuera una Enciclopedia Británica en un disco duro de millones de megas. Pero esta cualidad, siendo notable, no dejaba de ser bastante prosaica y habitual, pues existen seres privilegiados capaces de aprenderse el Quijote de memoria, pero como auténticos papagayos, algo que siendo cierto, se veía magnificado en su caso, por una capacidad innata de aprenderlo todo y ser capaz al mismo tiempo de crear de “motu propio” discursos originales que lo relacionaban, perorando asimismo sin descanso sobre opúsculos, corolarios y adendas de cosecha propia, sobre los que podía extenderse otro tanto.
Parece ser según cuentan sus allegados, que incluso en sus momentos de descanso se hacía evidente que el cerebro de Celestino bullía de ideas, dando la impresión que ni dormido se mantenía en calma, incrementando las fases del sueño REM con aportaciones personales, que más tarde al ser preguntado él contestaba con bastante detalle. Sin embargo, quienes oían sus explicaciones, con frecuencia se veían sorprendidos por su contenido, pues lejos de cualquier elemento onírico que añadiera cierta materia literaria a sus elucubraciones, al parecer, según sus propias declaraciones,  Celestino durante el sueño se veía sumergido en laberintos, toboganes y callejuelas de la parte vieja de la ciudad, donde al deambulaba incansablemente en un estado de abotargamiento del que sólo le hacía salir los timbrazos del despertador. Era un tanto frustrante que su capacidad dialéctica, que recordaba el peripatetismo aristotélico y la mayéutica socrática, se viera interrumpida a determinadas horas, por unas fases poco apreciables desde el punto de vista intelectual, que recordaban vagamente al tenebrismo de determinados cuadros de De Chirico y a las obras más sombrías de Franz Kafka. Cierto es, sin embargo, que después de la ducha y un refrigerio liviano al poco de ponerse en pié, enseguida le animaban a salir al ágora ciudadana, donde pronto un aluvión de curiosos le sometía a unas pruebas difíciles de soportar por quien al parecer había pasado la noche errando por lugares poco fiables, a veces a pié y en ocasiones en extraños artefactos de imposible definición.
Independientemente de lo antedicho, también es cierto que un reducido núcleo de gente informada, llevada por la envidia o quizás por su mayor formación, mantenía con él una relación ambivalente, pues si en ocasiones parecían fervorosos admiradores, en otras torcían el gesto y le criticaban a escondidas, manteniendo que aunque fuera cierto que en muchas ocasiones era brillante, en otras era simplemente fantasioso y con una inventiva fuera de lo normal. Y en no pocas ocasiones, concluían, simplemente un fantoche, un farsante con una gran capacidad de improvisar y decir cosas sin sentido y puras fabulaciones, que mucha gente creía a pies juntillas por ser unos auténticos iletrados. Celestino tenía noticia de este grupo de críticos disidentes, pero trataba de no menoscabar su fama no haciéndoles caso, y saliéndose por la tangente cuando se veía en algún aprieto ante sus preguntas. No obstante, poco a poco, esta oposición a su locuacidad plurivalente, fue haciéndole mella, y sometiéndole a un estrés que empezó a hacerse notable de forma cada vez más evidente. En un momento dado, no pudo evitar mostrarse repetitivo, y ante preguntas dispares, contestaba lo mismo, lo que causaba el asombro de sus oyentes, entre los que pronto empezo a tomar cuerpo la duda, asombrados de que su ídolo estuviera sufriendo algún proceso de tipo degenerativo, que acabara dejándoles solos con sus problemas, pues  muchos acudían a el para solucionar preguntas nada metafísicas, sino de orden estrictamente práctico. Otras veces, resultaba evidente que ante cuestiones un tanto complejas, escurría el bulto y acababa contestando a temas de orden menor o enrevesando la contestación hasta extremos que la hicieran incomprensible, a base de palabras y expresiones que él mismo inventaba sobre la marcha, y que quien preguntaba no osaba contradecir por temor a quedar como un lerdo. Pero lo que verdaderamente empezó a dejar a sus seguidores asombrados y compungidos, fue que en muchas ocasiones, Celestino, otrora equiparado a Demóstenes, empezara a dudar e incluso con frecuencia a balbucear sus respuestas, haciéndose diáfana la inseguridad que paulatinamente le iba invadiendo.
Finalmente sucedió algo que  el sector crítico anunció, y es que nuestro hombre, a partir de cierto momento, se sumergió en un mutismo absoluto y no volvió a despegar los labios. Ni la intervención de su familia inmediata, ni la de acreditados médicos de la zona e incluso de algunos notables venidos de la capital, fueron capaces de avanzar un diagnóstico, y finalmente todo fue achacado a un ataque de terquedad, al haber quedado al descubierto la farsa de su sabiduría. Antes de ser ingresado en el Psiquiátrico Provincial, tuvo varias crisis de diversos padecimientos poco estudiados, especialmente de gargarismos incontinentes y de ecolalias desenfrenadas, que finalmente fueron las que decidieron a sus allegados a llamar al médico de cabecera, posteriormente al médico de urgencias y para terminar al Jefe del Servicio de Psiquiatría de la Zona que recomendó su ingreso. Su nueva situación parece irreversible y, o no abre la boca, o emite comunicados en una cuartilla siempre con el mismo contenido “ ¡Qué sabes tú, pobre ignorante que vas por el mundo hablando sin sentido, sin conocer la profundidad de la naturaleza humana y de otro tipo de animales!”. Observa conductas de repetición, mueve la cabeza dubitativamente, y se masturba sin tregua, por lo que en ocasiones deben atarle las manos para que  no se produzca erosiones y dolores de difícil alivio en los órganos interesados.

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