Me pregunto que
hago aquí con esta señora. Y no me lo pregunto solo ahora, que también, sino
hace mucho tiempo. De hecho, desde que poco después de conocernos decidimos
irnos a vivir juntos. Creo recordar que incluso entonces ni siquiera lo hice de
buena gana, sino movido por un impulso que todavía lamento. El hecho, por otro
lado, es que tengo la impresión que a ella le sucede lo mismo, y que me soporta
porque no se le ocurre nada mejor. De todas maneras, lo cierto es que jamás
hablamos de ello y aparentemente nos llevamos bien. Posiblemente desde afuera
incluso podemos parecer un matrimonio ejemplar. No digo yo que nadie nos fuera
a tomar por lo que pudiera interpretarse el paradigma de la pareja bien avenida,
pero sí que no pocos aceptarían de buen grado llegar a esta edad en nuestras
condiciones.
A lo largo de
los años hemos desarrollado un mecanismo sutilísimo de apariencias, de tal
manera que ni en las situaciones más violentas dejamos traslucir la ira que sin
lugar a dudas nos invade. Yo hablo por mi mismo, que duda cabe, pero he
desarrollado una sensibilidad extraordinaria para percibir lo que de verdad
siente ella, diga lo que diga su boca. El famoso lenguaje no verbal, que con
frecuencia nos traiciona, y que en nuestro caso es sin duda el verdaderamente
importante. Posiblemente a ella le suceda lo mismo, y sea capaz de captar mis
engaños o mis fingimientos, aunque debo decir que, temeroso de ser descubierto,
he adoptado una serie de medidas conducentes a enmascarar lo que verdaderamente
siento o pienso. Soy capaz, por ejemplo, de sonreír ampliamente en momentos en
los que siento un odio africano invadir mis neuronas, o de mostrar un gesto
indiferente en los escasos momentos en que me siento satisfecho. Esta forma de
actuar es posible que la despiste, aunque seguramente por su parte ha urdido
estratagemas similares, que para sí quisieran las hienas.
Debo confesar,
sin embargo, que hay momentos en los que como hoy tengo la sensación de que no
voy a poder aguantar más, y le voy a soltar todo lo que estos años me he venido
callando. Es posible que me sorprenda aceptando de buen grado todo lo que puede
caerle encima, y que, no contenta, contraataque con toda su artillería, que no
es poca. Quien sabe si de cara al futuro una refriega en toda regla sería lo
aconsejable, pues sin duda tal vaciamiento de rencor, haría que nos sintiéramos
como nuevos, capaces de afrontar el poco tiempo que nos quede juntos, con un
optimismo del que carecemos en estos momentos. Claro que eso no deja de ser uno
de los supuestos, de hecho, el más favorable, pero quizás sería conveniente no
desdeñar de buenas a primeras el menos favorecedor, aquel que nos estimule a
obrar en adelante con verdadera mala fe y una inquina sin solución, que sin
duda nos llevaría a las páginas de sucesos.
Es posible que
lo más adecuado para los dos sea tener una conversación relajada, en la que
ambos nos hagamos ver mutuamente los agravios y desencuentros que hemos
mantenido en silencio tantos años, y que de esa manera podrían encauzarse de
forma positiva. Tengo la impresión de que la sinceridad nunca fue una de
nuestras mayores virtudes, pero quien sabe si todo va a cambiar de ahora en
adelante. La diré, por ejemplo, con mucha mano izquierda, cuanto me mortifica,
esa manía de pasarse un dedo sobre la oreja para arreglarse el pelo, y no
digamos nada de ese chasquido irritante que emite cada vez que termina de decir
algo, como, para mi desgracia, acaba de hacer en este preciso momento.
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