Me despierto
casi cadáver. Al menos esa es la impresión que tengo de mi mismo, cuando al
poco de entreabrir los ojos me toco el costado. Donde se supone que debe haber
un conjunto de músculos y grasa cubriendo las costillas, llego a percibir
nítidamente los huesos, que albergan mis pulmones como si fueran las cuerdas de
una guitarra, que para nada estaba convocada en mi cama a aquellas horas.
Pienso, tratando de remontarme la moral, que quizás se trata de un sueño o que
son imaginaciones mías, estando todavía mis vías aferentes sumidas en el
letargo de una noche demasiado larga. Vuelvo a dormirme envuelto por la
esperanza de que, en todo caso, se trate de una pesadilla, pues a decir verdad
si fuera cierto, no sabría qué hacer con mi esqueleto. Durante ese nuevo
período, tengo por el contrario la sensación de haberme convertido en un ser
monstruoso, que apenas puede albergar la estructura del somier, pues desborda
varios centímetros los lados del colchón. Intento entonces moverme, y me doy
cuenta de inmediato que no tengo fuerzas, y que me he convertido en una carga
que otros intentarán mover, aunque tema que su esfuerzo sea en vano. Poco antes
de despertar definitivamente, alterno mis estados y cambio de cadáver a obeso y
viceversa, en el corto intervalo que hace posible la ligereza del duermevela.
A pesar de todo,
logro levantarme y realizar mis actividades diarias sin inconvenientes, y al
parecer sin llamar la atención, puesto que nadie me ha dicho nada. No me miro
al espejo, algo de todas formas nada nuevo, pues tengo hacia mi cuerpo una
fobia antigua, siempre temiendo no reconocerme. Algunas miradas, sin embargo,
me han resultado sospechosas, pues he creído interpretar que para sus
propietarios había en mí algo especial que les inquietaba. Por si acaso, he
evitado la proximidad de los cementerios y las funerarias, temiendo que de
confirmarse la peor de mis sospechas no dudarían en hacerse cargo de mi cuerpo
y darme cristiana sepultura, o en todo caso, meterlo en un ataúd. Chifladuras,
me digo, pero al pasar por una puerta no puedo evitar girarme y hacerlo de
lado, pues en caso de estar realmente obeso, no sería posible, y no quiero
tener un accidente aparatoso debido a mi volumen, y llamar de esa manera la
atención. Es absurdo, lo sé: tampoco así podría.
Por la tarde, de
vuelta en casa, me siento satisfecho de haber superado un día más de trabajo
sin mayores inconvenientes. Aprovecho esos momentos para relajarme y tratar de
ser razonable, aunque al poco rato de sentarme y ver un programa de gastronomía
en la televisión, tengo la impresión de tener las manos hinchadas, y me
desabrocho el cinturón del pantalón tres
agujeros, pues me duele el abdomen como consecuencia de una adiposidad que
creía haber superado a lo largo de la jornada. Apago las luces, y me muevo por
la casa en la penumbra para evitar cualquier tipo de sombra delatora, aunque no
puedo impedir que llegue a mi nariz el tufo macabro de quienes no tardarán en
ser visitados por los gusanos. Me ducho y recupero el aroma fresco de un gel
con esencias de te verde y aloe vera, que me devuelven de inmediato la
tranquilidad de mis días más apacibles.
Cuando
finalmente decido dar el día por terminado y me meto en la cama, tengo de nuevo
la impresión de rebosar y que el bastidor del somier se hace insuficiente, por
lo que no me tapo y me dispongo a pasar la noche de tal guisa. De todas
maneras, no me importa: tengo la certeza de que con mi grasa será suficiente
para no pasar frío. Por otro lado, estamos en pleno verano, por lo que la cuestión
se hace irrelevante. Me duermo pronto a pesar de mi agitación, y tengo unos
sueños cuando menos sorprendentes, pues no tienen nada que ver con lo
precedente. De hecho, tengo la impresión de estar naciendo y deslizarme por el
canal del parto con suma facilidad, como si mi cabeza no fuera el inconveniente habitual de todos los de mi
especie. Luego me veo transformado en un hombre de mediana edad con las piernas
extremadamente largas como si fuera una escultura de Giacometti. Cuando de
madrugada me despierto sudando y con temblores, me asalta el pánico de ser
acéfalo, pero temo comprobarlo y mantengo los brazos a lo largo de mi cuerpo.
De esta manera tengo la certeza de ser como mínimo el tronco leñoso de un árbol
que baja con la corriente de un río impetuoso que se desborda, y que no sé adonde
podría llevarme.
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