sábado, 25 de junio de 2016

AMORES



Amo al mundo en su totalidad y hasta en sus mínimos detalles. Lo tengo claro cada mañana cuando levanto la persiana y descorro las cortinas de mi habitación. No importa que el día se presente oscuro y negros nubarrones entolden el cielo o que el sol luzca en lo alto sin una sola nube. Mi consideración está por encima de detalles que a la postre resultan insignificantes, y que como mucho, harán preciso utilizar diferente indumentaria para salir a la calle. No es el hecho estrictamente material de sentirme vivo y habitar el universo lo que prende en mí esta llama de amor desaforado. Viene de mi interior y lo mismo se sirve del aroma de una taza de café a esas horas de la mañana, como de la supuestamente desagradable contemplación de unas bolsas de basura apiladas cerca de un árbol en la calle.
Me da igual, pues ambas cosas en este caso me transmiten la belleza de lo matérico, algo que hace que al poco de levantarme me deleite introduciendo las manos bajo el grifo y sintiendo el agua fresca correr sobre mi piel. Qué misterio, me digo, este de la existencia mientras las enjabono parsimoniosamente y observo los filetes líquidos deslizándose dedos abajo con los restos del jabón y de lo que poco antes se me aferraba a mi piel sin yo enterarme. Soy un ferviente creyente en el efecto mariposa, y por ende de la fractalidad y el caos, y tengo el convencimiento de que mis acciones por nimias y fútiles que parezcan, reorganizan otras vidas muy lejos de aquí, quien sabes si en el Amazonas, donde debido a mi actividad la deforestación podría detenerse. Misterios del entrelazamiento, concepto al que remito a quien quiera documentarse sobre los intríngulis de la física cuántica. Claro que para sentirme henchido de esta emoción que me rebasa, no tengo por qué recurrir a la solidez de los elementos que me rodean, pues lo mismo me servirían otros más delicuescentes e incluso vaporosos. Con frecuencia me ensimismo contemplando minucias de mi alrededor que pasan desapercibidas en mi quehacer cotidiano. Sin ir más lejos, en los últimos tiempos debo prescindir de mirar con atención cualquier cosa, pues casi de inmediato evoco todo lo que hizo que esté allí en esos precisos momentos, y hacen que entre en un estado semicataléptico, mezcla de fascinación y estupor. El salero, por ejemplo, del que me sirvo cada día para aderezar un menú en general soso, me ha provocado con frecuencia pasmos y casi arrobos, imaginando a quienes intervinieron en su manufacturación. Y de nada me sirve que se argumente que es un objeto fabricado en serie, pues a alguien que respira en algún lugar de este ancho mundo, se le ocurrió el biselado del vidrio que le da forma. Ese ser, que no soy yo, posiblemente será un probo padre o madre de familia, que en estos precisos instantes alienta vaya usted a saber donde, y encomienda su vida a un espíritu que sin duda desconoce, por mucho que lo invoque. Tendrá una vida propia que yo ignoraré por mucho que me obstine, lo que me lleva a la conclusión de que a pesar de la conciencia de mi mismo, no soy más que una gota minúscula en este océano de vida en el que estamos sumergidos.
 Mi amor por la Creación, sin entrar en discusiones banales sobre lo apropiado o no del big-bang, podría llevarme a la estupefacción y la paralización, pues no es algo banal el considerar que existe algo ahí afuera que no somos nosotros mismos. En cualquier caso, últimamente estoy teniendo algunos inconvenientes, contrariedades que sin embargo yo no pretendo, pues de la misma manera que los pétalos de una margarita me sumergen en un estado de asombro inenarrable, la oreja de un individuo que charla conmigo tranquilamente sobre cualquier acontecimiento reciente, puede llevarme a estadios mentales cuyas consecuencias mi interlocutor no acepte de ninguna manera. Me ha pasado en varias ocasiones, y debo confesar que ese amor desmedido por las cosas de este mundo, está trayéndome problemas de difícilmente solucionables, pues en el caso anterior, sin ir más lejos, no es fácil que alguien, por muy amigo que sea, acepte buenamente tener un dedo ajeno alojado en las trompas de Eustaquio.

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