Puestos a decir
algo, el médico que atendía a Julio José le acabó confesando que él
personalmente diría que sufría de “repentes”. Luego añadiría que estaba claro
que tal denominación no suponía un diagnóstico en firme, pero que no hallaba en
el vocabulario médico, ninguno que le fiera estrictamente aplicable. Añadió más
tarde cuando la charla que mantuvo con él derivó en una serie de confidencias
mutuas, que lo suyo no era realmente una
dolencia clasificable como tal, y que si simplemente le dijera es que tenía un
mal carácter polarizado con puntas, también estaría bien, y que, de hecho, mucha gente padecía trastornos similares que
no tienen cabida dentro de la patología
psiquiátrica. Luego acabaron cenando y de copas, tras las cuales y ya al despedirse, el doctor le dijo que no se lo tomara muy en
serio, y que casi era mejor que tras sus arrebatos, pagara la multa correspondiente y se olvidara
de la consulta, pues como insistiera con
los médicos, cualquier profesional desaprensivo acabaría encontrándole alguna
dolencia grave en el funcionamiento de su sistema límbico o algo parecido, y
acabaría encerrado con una camisa de fuerza. Julio José volvió a casa más
tranquilo, pero solo aliviado hasta cierto punto, pues hubiera deseado que le
dieran algún potingue o pastilla mágica que impidieran su comportamiento
violento en determinadas ocasiones, aunque la verdad es que la última vez que
estuvo a tratamiento, no podía con su
alma pues le dieron una medicación de caballo que le tenía todo el día tan
dormido. O tan amodorrado que no era capaz ni de pedir un café. Estaba
convencido que algo iba mal en su cabeza, y lo que lamentaba era que cuando se
daba cuenta de que “eso” llegaba era demasiado tarde, y las mesas, taburetes y cubiertos o lo que tuviera a
mano, ya habían volado por los aires. Él deseaba algo así como una pastilla
“para el momento antes”, justo en el instante que percibía que la bioquímica de
su cerebro estaba sufriendo una mutación fulminante, y que necesitaba de
inmediato algo que permitiera que la cara de su vecino de mesa siguiera incólume
en su sitio, y no en el suelo después de una bofetada fulminante.
Tenía su propia
teoría sobre su comportamiento y sobre lo que le provocaba sus accesos de ira. A
lo largo de los años había llegado a la conclusión que entre las personas, de
una manera muy sutil, pero real, él distinguía dos tipos: las que podían
provocarle un “repente”, y las que no; y con la situación exterior sucedía lo
mismo, había lugares propicios para el desencadenamiento del ataque y otros que
no, pero el hecho es que no podía evitar ninguna de ambas situaciones, pues había personas a las que apreciaba y
lugares que le agradaban que, sin embargo,
podían actuar en ocasiones como desencadenantes, mientras que otro tipos de personas o lugares,
por los que incluso sentía determinada aversión, no se lo provocaban aunque le
mentaran a la familia, o le recordaran a una letrina. Orientado por un vecino
de escalera aficionado a a la psicología,
durante un tiempo intento bajo su dirección encontrar las posibles
causas psicológicas de su comportamiento agresivo, llegando a la conclusión que
era posible que se debiera a un odio reprimido a la autoridad paterna, momento
en el que el vecino se dio por satisfecho diciendo “pues, ya está”. Dado que su padre había fallecido hacía tiempo, y que
de él, excepto algunos enfados de pequeño cuando Julio José hacía alguna
barbaridad (la más pequeña fue volcar un tintero en un sofá de piel), no recordaba
sino buenas maneras, sintió que “la
cosa” le subía de inmediato al notar que le temblaba la mano, pudiendo escapar
el psicólogo aficionado por los pelos.
Otro vecino, este
aficionado a la parapsicología y el yoga,
le instruyó en la realización de mantras y koans e incluso algún tipo de
ejercicios de hatha yoga con posturas especiales (e incluso abracadabrantes),
que de nada le sirvieron .La manipulación de objetos, las flores de Bach y la pirámide de cristal
debajo de la cama tampoco fueron de ninguna utilidad .No obstante este hombre
se libró de la reacción adversa por más majaderías que le dijo e hizo, por lo
que Julio José le incluyo en el apartado de personas no provocadoras, hiciera lo que hiciera nunca se iba a llevar
ninguna paliza al no provocar en su cerebro el desencadenamiento agresivo de su
red neuronal .De hecho, acabaron saliendo de copas algunas tardes y se lo
pasaba bien en su compañía, su charla le resultaba amena, y aunque no se creía para nada toda la sarta
de idioteces que le soltaba, le gustaba
escucharle hablando sin parar de ovnis, las caras de Belmez y el triángulo de las bermudas, de la trasmigración de las alma, la telequinesia y la teletransportación . Le
divertía verle absorto en sus ensoñaciones, y al oírle tenía la impresión de
ser conquistado por una paz interior que sentía surgir de lo más profundo de su
ser, hasta el punto que en ocasiones se
quedaba transpuesto con una cara beatífica,
que un observador no avezado o que no estuviera al corriente del proceso,
podía calificar simplemente de idiota. El hecho es que después de varias
salidas Julián, que así se llamaba el
parapsicólogo, empezó a mosquearse, pues Julio José no hacía más que repetirle
“sigue, sigue…”, como si estuvieran en la fase final de un lance amoroso, por
lo que decidió que aquella situación había que cortarla por lo sano,
argumentando algo que resultara suficientemente contundente, pues siendo
soltero como Julio José, y disponiendo de mucho tiempo libre, no podía
disculparse tan fácilmente, y por otro lado sabía a lo que se arriesgaba si su
vecino le cogía ojeriza .Como en el mes siguiente no se le ocurrieron más que
disculpas poco creíbles, decidió coger al toro por los cuernos y arriesgarse a
sufrir algún desperfecto a manos de aquél que para sus adentros, ya calificaba
como “psicópata”, en unas ocasiones y como “la bella durmiente” en otras. Una
tarde en que, tras su consabida
conferencia, esta vez sobre quiromancia y las neuronas espejo, Julio José dormitaba a su lado, se decidió a despertarle de improviso y
situarse a una distancia fuera del alcance de la mano de su vecino, y una vez que este recupero todos los
sentidos le soltó de sopetón lo que pensaba de la situación. Julio José, sin
embargo, reaccionó con tranquilidad y una serenidad que le dejo un tanto
sorprendido, contestándole que le parecía bien, porque él ya estaba también
bastante harto de todas aquellas necedades, añadiendo que parecía mentira que
un adulto español con una carrera de grado superior, se hubiera dejado embaucar
de tal manera. Antes de salir del bar donde habitualmente se reunían, se volvió
y lanzándole una mirada indescifrable apuntilló: ”de todas maneras, pasa por
casa y llévate la birria esa de pirámide de cuarzo de pacotilla, que me dejaste
para debajo de la cama”. Ni que decir tiene que a Julián
jamás se le ocurrió ir a buscarla, temeroso de haber ingresado en el
bando de los susceptibles a provocar “repentes”, por lo que poco más tarde pudo verla encima
de los cubos de la basura, por cierto, totalmente
chamuscada, por lo que advirtió al Jefe de la Comunidad de la posibilidad de
tener un pirómano a bordo. Aquella
experiencia, sin embargo, había resultado positiva en opinión del
pseudo psicópata, pues de ella saco varias
conclusiones que le resultaban positivas, entre las que destacaba la certeza de
que oír cerca de él a alguien perorando, le sumía en una especie de estupor
placentero, lo que le dio la idea de
asistir a conferencias casi todas las tardes,
independientemente del tema a tratar,
pues al poco de oír al conferenciante, podía vérsele dormido en las
primeras filas, que abandonaba de inmediato en cuanto comenzaba el turno de
preguntas, que le tenían sin cuidado .Se
dio pronto cuenta que necesitaba un complemento de aquellas situaciones narcolépticas
vespertinas, por lo que decidió finalmente descargar toda
su ira en clases de artes marciales, en las que con independencia del
aprendizaje de katas y técnicas más elaboradas de combate, el profesor le daba
acceso a que pateara y diera de puñetazos,
a una especie de muñeco de goma que la academia tenía en el sótano para
gente con adrenalina extra, como era el
caso. Todo fue muy bien hasta cierta tarde en la que en una conferencia sobre
la Guerra Civil española, se levanto e increpó al ponente llamándole
sorprendentemente “nazi rojo”, como consecuencia de lo cual, fue desalojado, no
sin que varios vecinos de fila, al llegar a casa, tuvieran que dar explicaciones de una cara
distinta de la que tenían cuando salieron. También fue expulsado de la Academia
de Artes Marciales, después de destrozar
varios muñecos, lo que a juicio del Director,
quinto dan de kárate, no era admisible,
por lo que, independientemente de
su alta cualificación profesional,
también se llevo lo suyo .Parece ser que últimamente Julio José está algo más
tranquilo, colecciona minerales, y se ha
hecho un profundo amante de la botánica: ha llenado su casa de flores y es
frecuente verle por cualquier esquina de la calle abrazado a un árbol. El
vecindario espera que siga así, aunque el 112 está sobre aviso permanentemente.
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