lunes, 13 de junio de 2016

DISONANCIAS



A- Aquí lo que sucede, mi querido colega, es que hay un malentendido de base. Yo comprendo, como no podía ser menos, que a muchos músicos, y al público en general, no le guste la música contemporánea. No me extraña en absoluto, lo que sucede y a todos ellos se les pasa por alto, es que esa música no está hecha para agradar, pues una obra de arte o algo que pretenda serlo, una composición cultural de cualquier tipo, no tiene porque ser realizada con ese objetivo, que después de todo no deja de ser un criterio para enjuiciar algo, pero no el único. Lo que ocurre, es que a través del tiempo se ha confundido el valor de la música con el hecho de que nos resulte agradable al oído y nada más, posiblemente por un falso concepto de la belleza que viene de la Antigüedad, en donde se hizo imprescindible que tenía que ajustarse a unos cánones que en su momento impusieron los clásicos. Digamos que armonía,  simetría, equilibrio, etc, algo que yo no negaré, pero que lo mismo podrían servir para una música popular en bodas o bautizos o para la percusión de los bantúes en la selva. Si acepta que lo que oye no tiene forzosamente que agradar a su oído ni a sus entendederas, quizás haya dado un paso de gigante para comprender esa experimentación atonal, que quien sabe si en su día se convertirá en un nuevo paradigma de un tipo de belleza diferente. Si con esto en la cabeza, es capaz de escuchar a Schonberg, Berg, Webern y compañía sin prejuicios, quizás llegará a aceptar que se trata de un camino aún en ciernes, pero que promete, porque después de todo, no creo que se trate solamente de un antojo de los nuevos creadores. Por ejemplo, en pintura, no creo que a nadie le agrade, strictu senso, Bacon o Freud, con sus descuartizamientos y viejos lamentables respectivamente, pero habrá que aceptar que “algo tienen”. El Renacimiento ya pasó, amigo mío y el Romanticismo se nutre ahora en otras fuentes. Tendrá que acabar aceptándolo.

B- Hace usted, amigo mío, una finta muy inteligente para desmarcarse del tema que nos interesa considerar, pues no se trata aquí en puridad de estimar si la música contemporánea es un tipo de ruido que puede ser escuchado con otros criterios que el de la belleza, pues efectivamente, también el tráfico o un martillo neumático percutiendo sobre los adoquines pueden ser objeto de nuestra atención, sino simplemente si es escuchable sin que nuestros oídos sufran. Porque, mire usted, una composición literaria o un cuadro pueden ser objeto de nuestra atención y no agradarnos, pero rápidamente podemos desembarazarnos de ellos dejando de prestarles atención, algo que no ocurre con su música que es una auténtica agresión a nuestro aparato auditivo, incapaz de oírla sin sufrir. Y no digamos nada si somos educados y estamos en una sala de conciertos, donde abandonar la butaca no es lo más aconsejable. La experimentación en todas las artes es comprensible e incluso recomendable, pero en la música si no se respeta la tonalidad, resulta que lo que escuchamos no sólo no es inocuo, sino que nos hiere, pues nuestros oídos no están preparados para ese aluvión de estridencias y rascamientos de tripas, y sufren intensamente. No sé cual sería su opinión si se acerca a una pinacoteca, y el comisario, el encargado de sala o los vigilantes, cuando usted se haya frente a la obra, se la estampan en la cabeza, marco incluido, argumentando que esa es la manera más adecuada para valorarla en su justa medida.

A- Como de costumbre acude a los tópicos para desprestigiar este intento de innovación, que hace ya un siglo intenta salir adelante. Lo que digo es simple. Uno no asiste a un concierto de música contemporánea como quien acude a atracarse de dulces en una pastelería, para terminar con esa intensa sensación de hartazgo que hace que la mera satisfacción de los instintos hace que poco más tarde el estómago pague las consecuencias. Uno va a un evento de este tipo para crecer y darse la oportunidad de apreciar otra cosa, ser capaz de relajarse y admitir aquello que de buenas a primeras no entendemos, pero que nos brinda una oportunidad de apreciar lo que sin duda a un indocumentado le haría salir corriendo para escuchar a una tonadillera. La música de hoy está llena de intersticios por donde nuestro espíritu puede entrar en otros mundos sonoros, algo imposible en la clásica sólo relacionada con la glotonería, como si los oyentes no fueran más que unos niños malcriados que insisten en las golosinas. Qué espectáculo lamentable la salida de algunos conciertos famosos, en el que el respetable sale de la sala tarareando la melodía de los momentos, digamos sublimes, del concierto, y mirándose unos a otros con el arrobo que sólo cabría esperar de los novios en una boda. Relájese, amigo mío, practique yoga o zen, e incluso tómese un valium, y disfrute de esa avalancha de asonancias que usted nunca va a encontrar en ningún otro lugar, ni en su casa, ni en la ciudad ni en la naturaleza, donde todo, como en la música clásica es demasiado previsible. Permítale a sus oídos incluso que sufran en primera instancia, se trata del sacrificio que hay que realizar para acceder a otro mundo que desde luego no será posible desde la ramplonería de lo que a usted le gusta. Hay que pagar un peaje, pero créame que merece la pena.

B- No voy a insistir y hoy vamos a dejarlo aquí, pero no me ha convencido ni, por lo tanto me rindo. Podrán ustedes y sus capillitas de expertos dedicarse en la soledad de sus estudios a destrozar el mínimo atisbo de armonía que apunten sus instrumentos, pero desde luego no cuenten conmigo. Puede contarme, ya ve que poca categoría, entre la multitud que huye despavorida por los bulevares (*) cuando en el auditorio alguien de los de su clase inicia los primeros compases-¿compases?- de un atropello que ya dura demasiado tiempo. Seguiremos.

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