Viajar a provincias en temporada baja
puede parecer poco interesante, sobre todo para aquellos que conciben los ratos
de ocio como momentos dedicados a pasear en manga corta, tomar el sol y bañarse
en el mar. Es cierto que en nuestro país el tiempo suele ir con las estaciones,
y que por lo tanto uno debe aceptar la inclinación del eje de la Tierra y su
influencia en el clima, pues de eso, y no de otra cosa se trata las variaciones
de pluviosidad, horas de sol y temperatura. Pero para los que, llegados a
cierta edad nos tienen sin cuidado los baños de mar, y preferimos la ducha o la
bañera de fácil acceso, resulta aleccionador observar la vida diaria de las
poblaciones, en las que sus habitantes se afanan en sobrevivir, a base de
ajetreos de aquí para allá para ganarse el sustento personal y familiar. Observar
sus caras crispadas y en general poco risueñas, incapaces aún de concebir el
mundo como puede hacerlo un animalito del bosque, a base de una dieta vegetal
de fácil acceso, y de un habitat acogedor para sus cuerpos, adaptados al mismo
por la selección evolutiva. Uno puede a determinadas horas, acceder a bares, cafeterías
y restaurantes con la seguridad de no encontrarse con las aglomeraciones del
verano, siempre que se respeten la horas del desayuno y bocadillo de media
mañana de los oficinistas, y si el restaurante es de menú, cogiendo sitio sin
demasiados inconvenientes. De todos modos, resulta curioso y digno de un
trabajo de campo pormenorizado, armarse de paciencia, establecerse como un antropólogo en tierra
virgen, y observar las costumbres tan raras de este espécimen de australopiteco
sin pelo. Lo que más llama la atención,
y pude recordarnos tiempos pretéritos, es percibir la necesidad compulsiva que
tiene de hablar sin parar, para, en general, transmitir cosas ya sabidas por
los demás o que a nadie interesan, pero que se obstinan en hacer evidentes
mediante todo tipo de artimañas, pues está claro que cada cual busca la ocasión
para hacer constar su cuota parte en el discurso general, que al final, suele
constituir un galimatías de lugares comunes exentos de interés. Otra cosa que
puede llamar la atención, es la gran capacidad de esta especie de animales para
gesticular sin cesar, posiblemente para cumplir funciones que colaboran en su
supervivencia, pero que observadas con cierta imparcialidad y desapego, pueden
resultar grotescas. Es cierto que la cara tiene tal cantidad de músculos que mantenerlos
inactivos largo rato podría conducir a una parálisis facial irreversible, pero
desde mi punto de vista, no veo la necesidad de movilizarlos de la manera
desenfrenada con que lo hacemos. Basta con observar una vaca o incluso a otros
ungulados de superior status evolutivo, para darse cuenta que su gama de gestos
es bastante reducida, y no digamos nada si a todo esto le añadimos el hecho de
que no hablan, o como mucho, en todo caso emplean sonorizaciones muy
rudimentarias, tirando a ruidos. De hecho, como todos sabemos, existe un
lenguaje no verbal que suele ser con frecuencia, mucho más esclarecedor que los
discursos prolongados y densos del homo sapiens. No es por lo tanto mala idea, o
al menos así lo consideramos nosotros, darse una vuelta hacia cualquiera de los
puntos cardinales de la península ibérica para comprender que la proliferación
verbal indiscriminada de los signos del alfabeto, implica más que nada un
aumento de decibelios sin sentido, que poco tiene que ver con la calidad de lo
expresado.
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