sábado, 25 de junio de 2016

EMPRESAS



Primero llegó el del bigote y el pelo ensortijado con gomina, anunciando la llegada inmediata de sus compañeros de trabajo. Se trataba de una comida de empresa a la que no tendría más remedio que asistir como si fuera uno más de los comensales, dado que mi mesa estaba situada a escasos dos metros justo enfrente de la suya, y no había otras libres. El recién llegado trató de inmediato al camarero con gran familiaridad, lo que hacía evidente que era un habitual del lugar. Era un tipo alto y con un cierto toque africano, que él adornaba con su curioso peinado, que pretendía darse un aire desenfadado a pesar de la gomina, pues los rizos daban la impresión de haber sido despreocupadamente sobre la frente. Pidió una copa de vino- fuera del menú-advirtió, y casi de inmediato llegaron los siguientes.
Dos tipos más corrientes, que no podían disimular su profesión de oficinistas o ejecutivos de medio pelo a pesar de sus ternos grises un tanto desvaídos, o precisamente por ello, y los ademanes familiares con la que muchas veces se adornan las gentes de empresa cuando se reúnen. Poco después llegó una pareja -hombre y mujer- que se sentó sin casi abrir la boca tras un saludo protocolario. Por su actitud es posible que fueran los jefes o al menos unos empleados de nivel superior, pues de inmediato los demás parecieron adoptar una actitud menos festiva. Me llamó la atención que todos se limitaran a pedir agua, sin duda siguiendo normas de la empresa, o simplemente porque el alcohol estaba mal visto teniendo en cuenta que después de un rato volverían al trabajo. Lógicamente, el del pelo ensortijado ya había fulminado su vino, y había adoptado la actitud contenida de los otros.
Apenas comenzado el primer plato, todos parecieron animarse un poco, como si la mera ingesta de calorías debida a las proteínas y las verduras (unos tomaban lentejas y otros ensalada) hubiera actuado a modo de estímulo, lo que se le supone al alcohol al poco de catarlo. En esos momentos la conversación era un tanto errática, pero era evidente que la pareja llegada en último lugar trataba continuamente de dirigirla hacia temas relacionados con el trabajo, algo a lo que era evidente que los demás se resistían, aunque fueran incapaces de darle un giro significativo. Sin embargo y sorprendentemente, al poco de comenzar el segundo plato, el primer comensal, poniéndose muy solemne, sentenció que todos deberían tener en cuenta que tanto en el ámbito de la empresa como en el privado  “la forma es el fondo”, lo que hizo que sus compañeros le miraran un tanto sorprendidos ante lo inesperado de aquel rapto pseudo filosófico. Como todos se mantuvieron en silencio, el africano, supongo que a modo de ejemplo, se atusó los bigotes  e hizo el ademán de peinarse, concluyendo que “desde ahora, si queremos salir adelante, deberemos cuidar nuestra apariencia, pues una empresa de relaciones públicas como la nuestra no puede permitirse el menor desaliño ni, desde luego, un atuendo no acorde con sus objetivos”. Se hizo un silencio tenso en el grupo, pues debieron entender que indudablemente las palabras del rizoso eran una llamada de atención, y que ellos eran los primeros destinatarios.
Uno de los que llegaron en segundo lugar tomó la palabra a continuación y añadió que “sin saber con exactitud qué quería decir con eso, lo que para él sí era evidente es que se vivía una época falta de valores, y por lo tanto necesitada de un cambio de paradigma” (sic), y que en ese sentido estaba de acuerdo, para objetar a continuación que “de todos modos no creía que en tal empresa se tuviesen que llevar trajes de 600 euros, zapatos Lotus, corbatas de seda e ir repeinados”. “Sobre todo yo-añadió su compañero de llegada- pues lo más que en mi caso podría hacer es sacarle brillo a mi calva”, momento en el que pasó su mano por su reluciente cráneo. Los supuestos jefes o ejecutivos de nivel superior permanecieron en silencio, como si lo dicho hasta ese momento no fuera con ellos o se consideraran “au dessus de la melée”, es decir por encima de lo tratado, después de todo un debate de gente subordinada al que nada tenían que objetar.
La mujer, sin embargo, una rubia cuyo adjetivo más apropiado sería “despampanante”, miró a los intervinientes con un gesto de suficiencia y se recolocó el peinado, dando con ello a entender que eran temas obvios pero de menor rango que a ella le traían sin cuidado, algo que su compañero, es decir su marido y al parecer copropietario de la empresa, corroboró a continuación haciendo una vaga alusión a los conceptos de la oferta y la demanda, relacionándolos con la importancia fundamental de que el balance en caja fuera positivo. El pseudo africano y el resto de personal subalterno asintieron de inmediato, algo lógico aunque solo se tratara de mantener el puesto de trabajo, momento a partir del cual pareció entablarse una disputa soterrada entre la propietaria y el primer comensal a base de repetidas recolocaciones capilares, por las que ambos parecían competir.
A los postres, la conversación generada por la última intervención pareció languidecer hasta el momento en que el menos significado de todos, es decir, el último de los llegados en segundo lugar, pidió al camarero una botella de Moët Chandon bien frío, al tiempo que dirigiéndose a los demás justificaba el hecho exclamando que tal bebida debería servir como celebración de aquella comida, en la que finalmente “tras una tesis y una antítesis, se había llegado a una síntesis que dejaría satisfecho al mismísimo Hegel” (sic). Los demás no supieron sino aplaudir, celebrando que la empresa hubiera llegado a un nivel de entendimiento que hacía recomendable que aquellos almuerzos se celebraran con mayor frecuencia. No pudiendo en aquellos instantes reprimir mis ansias de formar parte de un grupo tan bien avenido, adelanté mi silla y me incorporé al condumio, solicitando rápidamente una copita de champán, momento en el que entre los comensales se hizo un silencio expectante que me hizo tomar la palabra para puntualizar que, visto lo visto, yo no me hacía cargo del importe del champán. Y que, en cualquier caso, no tenía la impresión de que la empresa debiera pagar tal dispendio.

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