El ferrocarril que une Bumpart con Stoslari, hace tiempo que dejó de ser
de vía estrecha, pues en su momento el ahora extinto Ministerio de Transportes
decidió unificar todos los anchos de vía con el normalizado en el resto de
Europa, de forma que el cruce de fronteras fuera más sencillo. Claro que esto,
si debo ser sincero, me tenía sin cuidado cuando nos acercábamos a Troskia. Al
llegar a esta población, yo, que por mi trabajo debía atravesarla varias veces
por semana, sentía de inmediato la urgencia de meterme en el retrete.
Afortunadamente no porque tuviera una necesidad súbita de utilizarlo en el
sentido habitual, sino por un impulso compulsivo racionalmente injustificable,
pues una vez adentro, lo que de verdad hacía era echarme agua en la cara y mirarme enseguida en el espejo,
como si fuera prisionero de una alucinación que no podía evitar. Entonces
repetía con mucha seriedad las palabras “no es posible, no es posible”, y salía
sin secarme la cara en el preciso momento en el que el tren realizaba un cambio
de agujas y, abandonando la costa, se dirigía hacia los túneles, tierra
adentro.
Si digo aquí y
ahora que me paso la semana ensayando la forma más adecuada de acercarme a ella
cuando la vea el domingo por la mañana, no miento. Es más, me quedo corto,
porque tal dedicación no se ciñe a un vago proyecto de aproximación, lo que,
teniendo en cuenta que solo la conozco de vista, no tendría nada de particular,
sino a un ejercicio escrupuloso y metódico que me lleva bastantes horas de trabajo.
Durante las mismas, elaboro diferentes estrategias. La más habitual es la que
tiene lugar frente a mi ventana, mirando al jardín. Simulo en esos momentos las
frases y la gestualidad más adecuadas, incluyendo el tono de la voz, que
intento se aproxime en la medida de lo posible a la de un barítono, es decir,
viril y bien timbrada. En otras ocasiones, paseo a lo largo y lo ancho de la
habitación y trato de parecer lo más relajado y natural posible, aunque no se
me escapa que clavo los tacones en el suelo con una energía, que ella sin duda interpretaría como un síntoma
evidente de mi intranquilidad. El que sin embargo me lleva más tiempo, es el
ensayo literario, para el cual dispongo de varios cuadernos en los que anoto,
recogidas por afinidades, las frases que, en mi opinión, serían las más
convincentes para causarle una buena impresión, desde la puramente romántica, a
la lírica y hasta la más formal, con variantes que en cualquier caso dejen bien
a las claras mi intención de tener con ella una relación que de ninguna manera
pueda interpretar como frívola o banal. Sin embargo, dudo, y tengo la certeza de que después de tanto tiempo,
cuando finalmente me decida a abordarla, acabaré soltando un exabrupto que dará
al traste un proyecto largamente acariciado y que, por qué no, podría habernos
llevado al matrimonio.
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