Al fin nos
volvemos a ver después de tantos años. Aunque
una vez dicho esto debo puntualizar la inexactitud de la cita, pues, de hecho, algunos
de entre nosotros nos vemos con regularidad e incluso con frecuencia. No obstante lo anterior, lo cierto es que, independientemente de que algunos hayamos
prolongado nuestra amistad juvenil a través del tiempo, este grupo en concreto
no se veía después de muchos años, tantos, que remontarnos al momento en que coincidimos
por primera vez no es exagerar. Éramos entonces casi unos adolescentes que
empezábamos a afeitarnos, y nuestras mentes se hallaban ocupadas con
pensamientos que otros nos habían imbuido; después de todo, nada especial, pues a esa edad no es corriente
tener ideas propias, aún no paso el tiempo suficiente como para que nosotros
mismos dilucidáramos quienes éramos y qué pensábamos realmente por nosotros
mismos.
El miedo que
tengo, sin embargo, ahora que vamos a reunirnos, es que nada haya cambiado
sustancialmente, es decir, que en buena medida seamos como éramos, y que nada nuevo hayamos añadido de nuestra
propia cosecha. Ya sé que para algunos
esa fidelidad a los orígenes supone un orgullo y un estímulo, para ellos el
hecho de añadir nuevos datos y puntos de vista a los de entonces, supone una especie de traición, cómo si lo
realmente importante en la vida consistiera en ser fiel a lo que nos llevo a un
camino en el que cualquier desvío es visto con malos ojos, como si la sabiduría
consistiera exclusivamente en persistir en aquello que nos unio de entrada, más
allá de acontecimientos posteriores. Por
eso, junto a la alegría de saludar de nuevo a aquellos que perdí de vista, tengo el vago presentimiento de la
desazón de malencontrarnos, de sentarnos a la mesa y saber que aquél grupo
que en su día penso estar constituido por un grupo de héroes, no es sino el
triste destilado de un afán desmesurado, que el tiempo devolvio a su verdadero valor, es
decir: lo justo. Como tantos que siendo
jóvenes piensan que van a devorar al mundo, que van a añadirle una savia nueva,
cuando la triste realidad es que desde hace ya mucho tiempo todo está dicho, aunque
el simple deseo de vivir lo infunda de un valor para el que no hay Troyas que
resistan. Pobres Aquiles, Héctores y
Ajax empeñados en luchar al pie de la muralla cuando el traicionero caballo ya
se prepara y Paris aún no sabe su derrota. ¿Qué conquistar entonces, si el
enemigo se hurta, o se rinde o no existe? ¿Dónde poner la energía que desborda
y los músculos que quisieran entrar en combate, cuando las puertas ya se han
abierto y los sitiados nos dan la bienvenida? Espadas blandiéndose en vano y
cabezas que ruedan para nada, y la
sangre que cubre la tierra vanamente, porque no existe enemigo mas que el que
queramos inventarnos.
Qué difícil es
vivir sin enemigos, aquellos que decimos diferentes para nosotros permanecer
unidos, qué duro es disolverse en la conciencia de que, después de todo, todos
jugamos el mismo juego: ser diferente o ser el mejor o ser de los elegidos. Por eso, al brindar, cuando ya el encuentro se diluya y
los postres dejen lugar al champán, deberíamos, como al principio, mirarnos a
los ojos, conjurarnos, y buscar una causa por la que valga la pena disentir, y
de este modo, acordar reunirnos un día
de los de por venir, muy de mañana y
partir juntos hacia un horizonte que prometa aventuras, batallas, amores, desastres,
héroes, funerales y acciones de gracias. ¿Qué otro sentido puede tener la vida?
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