domingo, 12 de junio de 2016

CIRCONVOLUCIONES



Si alguien me preguntara qué pretendo en esta vida, le tendría que responder que ser una persona bien informada y con un poco de seso. Después de todo, a mis veinticinco años, ya me he dado cuenta que lo único que realmente cuenta de nosotros es lo que, en caso de llevarlo, tenemos debajo del sombrero. Lo demás son aditamentos, y hasta cierta medida, cargas que debemos soportar con estoicismo ante lo inevitable, pero en buena medida, superfluo. Comprendo que haya quien sienta repugnancia, pensando solo ser esa masa informe y gelatinosa que es nuestro cerebro. Comprendo también que, de ser así, tendríamos que llevar una vida sedentaria y no demasiado atractiva, acostumbrados como estamos a los viajes en avión y las prisas. Efectivamente, limitarnos a elucubrar dentro de unos tarros de cristal, no parece ser demasiado estimulante ni, desde luego, la perspectiva más alentadora. Pero nunca se sabe, pues al parecer nuestra masa gris es capaz de crear paraísos artificiales (virtuales, diríamos  comparables a los de Baudelaire, sin recurrir más que a la pura agitación de sus neuronas.  Acepto a esta especie de alien que nos habita y dirige, y estoy dispuesto a sacar el máximo rendimiento del resto de mi organismo. Después de todo, y aunque a regañadientes, debo aceptar que  estamos dotados de una serie de miembros que nos permiten, por ejemplo, hacer turismo, y de otros, capaces  de apreciar tanto lo sublime  como lo miserable de nuestra condición. Son pues, estas capacidades estéticas y éticas, las que me aconsejan moderación en mi búsqueda de lo esencial. Y a partir de aquí, el que quiera que se dirija a los grandes griegos, a Heidegger, a Sartre, o a quien le vega en gana. Lo primero que se me ocurre, una vez que acepto lo inevitable, es contemplar mi cuerpo con ojos nuevos, siendo muy consciente de que quien mira, se haya situado debajo del pelo y no es un ente espiritual desubicado. Parecerá que con esto digo una boutade, digna de un humorista a quien parecen estar acabándosele los recursos, pero no estoy seguro de hasta que punto es usted consciente de lo que acabo de afirmar. Yo no lo era hasta hace bien poco, cuando comencé a concebir mi cuerpo como una serie de agregados, de los que solamente uno era fundamental. Quizás la mayor concentración de neuronas ahí arriba, hace que de una forma natural nos señalemos la cabeza como el lugar donde se establece el puesto de mando. Aunque posiblemente, sea también debido a que nos guiamos por nuestros sentidos, todos menos el tacto ubicados exclusivamente cerca del cerebro. No sé que pasaría si alguien apareciera con los ojos a la altura de los tobillos, la boca en las caderas y los oídos en el pecho; como mínimo nos sentiríamos desorientados, sin saber donde radicaba realmente ese “yo”, del que tan satisfechos parecemos estar.
 Decido, pues, lanzarme al mundo con una visión renovada de mí mismo y  mi especie, atrapada en la ilusión artificiosa de una existencia, que identifica lo accesorio con lo principal. Antes, no obstante, de estrenar mis nuevos criterios de evaluación de cuanto me rodea, realizaré una excursión a lo largo y ancho de mi cuerpo, tratando de esta manera de evaluar en mí mismo lo que después pienso aplicar a los demás. En primer lugar, como no podía ser de otra manera, me atrevo a mirarme al espejo y valorar lo que aparece ante mis ojos. Un rostro, a mi parecer, y de acuerdo con los cánones de belleza occidentales, en la media. Más bien ovalado, aunque quizás con una quijada excesivamente prominente, que me recuerda a cierto tipo de équidos de la sabana africana. Una nariz corriente, tirando a trufa que, para consolarme, me digo que se parece a la de Sócrates, el Gran Chato, según es representado en algunos grabados antiguos. Unos labios  de negro bembón, que añaden a mi rostro el primitivismo de un aborigen centroafricano. Luego está el gesto, algo tan difícil de definir, y que con frecuencia tratamos de calificar según el brillo de los ojos, el desasosiego o calma en la geografía de los párpados y la movilidad de la boca. Mi mirada me parece vulgar, aunque mis ojos trasmitan cierto entusiasmo, como si un colirio de última hora, les hubiera dotado de una agudeza sobre la que, sin embargo, tengo mis dudas. Pero no quiero ser excesivamente analítico, y me conformo con las pasables impresiones que me traduce mi cara en un primer instante. Luego llega el vistazo que dedico a mis extremidades. Mis brazos son más bien delgados pero nervudos, incapaces sin duda de levantar grandes pesos, pero habilitados para golpear de una forma rápida y contundente: son fibrosos, y eso me basta. Mis piernas, soy sincero, me decepcionan, pues aún siendo de tamaño normal y bien musculadas, me trasladan, de entrada, la impresión que se tiene de las  de un enano. Fuertes y bien asentadas, pero apuntando a fisionomías que, no nos engañemos, tienen su mejor ubicación en el circo. Después de todo, reconozco que no está tan mal, y que al menos todo eso es más ameno que un kilo y medio de materias gris y blanca, depositadas sobre un plato en una alacena. Por otro lado, además, si tuviéramos un cuerpo minúsculo o excesivamente simple, de nada nos valdrían tantas circunvoluciones cerebrales. Pero no quiero seguir elucubrando, pues sin duda, otra de nuestras  características es  la facultad de operar en el vacío, es decir, operar sin ningún tipo de finalidad, por el simple placer, si es que es tal, de dar trabajo a las neuronas en una especie de onanismo celular sin sentido. Nos convertimos de esta manera en los únicos seres ateleológicos, pues en buena medida nuestra actividad cerebral no tiene ningún fin concreto ni significa nada, y en ese sentido tendría razón Wittgenstein en su Tractatus en las consideraciones que hace de todo discurso metafísico. Los animales actúan exclusivamente para sobrevivir, pero los seres humanos hemos sobrepasado ese status, y tendemos a inventar todo tipo de fantasías para dar un sentido al mero hecho de la supervivencia. Aunque yo aquí añadiría que no es el hecho de vivir el que nos inquieta, sino el de su conciencia, que trae aparejada la de la finitud, que es donde verdaderamente radica el problema. Quien sabe que vive, sabe que muere,  y quizás el exagerado desarrollo de nuestra masa gris, tiene por único objetivo solucionar una dicotomía inaceptable. Vanos recursos de la materia tratando de engañarse a sí misma.
Me miro con voluptuosidad partes del cuerpo, supuestamente creadas para prolongar la especie mediante trampas sutiles, que las emparejan con el placer. Me sirvo incluso de una lupa, y observo ensimismado ese microcosmos que tanto apreciamos los que no quisimos entrar en la cartuja. Me sorprende la minuciosidad y precisión con que todo está pensado, como si alguien tuviera claro el empleo a posteriori de tales elementos, aunque llegado aquí, recuerdo una teoría, ahora en boga, sobre la autoorganización de los sistemas complejos ¡Historias! me digo según paso la lupa por la palma de mis manos y su dorso, y recorro mis dedos y uñas con la atención que dedica un relojero a recolocar los escapes de áncora desajustados. Los poros de la piel me estremecen, y pienso en la transitividad de las emociones, caminos que recorren los afectos y que tendrán en algún lugar las entradas y salidas que aquellos hacen evidentes. La cutícula de las uñas, sin embargo, me hablan del magma primigenio, esa concentración de espatos, calcitas y cuarzos, surgidos del fondo de la tierra, que nos permitio en un primer instante trepar, desgarrar o arañar, y hoy hechas para el amor y el galanteo primordialmente. Sigo explorando incansable rincones de mi cuerpo que, de sabidos, solemos ignorar, las axilas, los pies, las ingles e incluso el ano, como si fueran planetas de otras constelaciones, olvidados en los pliegues más recónditos, y sin embargo necesarios. Lugares que la supervivencia hace imprescindibles, y a los que sin embargo postergamos, pendientes de otras geometrías donde lo cóncavo no resulta tan evidente.
Llega un momento, sin embargo, en que me digo basta, harto de prospecciones, y vuelvo a remitirme a lo que verdaderamente nos hace humanos. Por más que investigue y profundice, todo resulta accidental y prescindible, y lo mismo es así como admitiría variantes que la evolución, de momento, no ha considerado. Texturas y colores diferentes no iban a alterar la existencia del órgano que al fin y a la postre les da un significado. Por eso, cuando por fin salgo al mundo dispuesto a enfrentarme con la verdad desnuda, soy incapaz de percibir otra cosa que esa masa que se esconde tras la frente. De esa mirada azul que me encandila, solo percibo el nervio óptico adentrándose en el lóbulo frontal y perdiéndose en el neocortex. Y cuando la emoción  desborda a la persona que observo, y toda ella se vuelve un mar de lágrimas o una cascada de risas, solo percibo la inervación de los axones y dendritas transmitiendo al hipotálamo o la amígdala a través de las sinapsis (que en mi ignorancia, achaco indiferentemente, a la mielina o los neurotransmisores), la emoción que la embarga. Soy incapaz, por tanto, de percibir la evidencia de lo que ella es, y me quedo con solo con la bioquímica que la constituye.
Días después, sin embargo, me doy cuenta que esta forma de aproximación a los demás resulta árida y nada gratificante, y me rindo a mis impulsos menos elevados aceptando mi condición de ser vulnerable, lejos de las interpretaciones científicas que siendo muy justas nos privan, ellas solas, del gozo de existir. Decido, pues ahora, leer poesía amorosa, y someter así al hemisferio izquierdo de ese extraño ser esponjoso que me habita y dirige, al correctivo que se venía mereciendo.      


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