A veces decido
no volver a levantarme, pero poco después, decido que la anterior no ha sido
una decisión acertada, y me levanto. Tumbado, me acosa el hastío por más que
busque ocupaciones, pues éstas, a la larga, resultan más monótonas que enfrentarme
al mundo de pie, mirándolo de frente. Decir que solo existe lo que vemos, y lo siento por Berkeley, es caer en una
simpleza indigna de una especie que descubrió el motor de cuatro tiempos y la
teoría de la relatividad, pues lo que existe es investido por nuestra mirada, y
no es demasiado en sí mismo. Y con ese espíritu me levanto. Ya de pie, aunque
un tanto dubitativo, debo reconocer que estar de acuerdo con lo establecido es
la forma más fácil de transitar por el pasillo, aceptando unos horizontes que
no me llevarán más allá del salón, la
cocina o el recibidor. Decido, no
obstante, siguiendo una costumbre que se remonta mucho más allá de mis
antepasados, que quizás lo conveniente sería buscar refugio en el lugar por
todos frecuentado, hecho para las transacciones, y en el que lavarse los
dientes exige, en tiempos de sequía, un consumo mínimo de agua. Dicho esto, y
ya sucedido, queda aún la opción de regresar y refugiarse en el lugar donde las sábanas campean a sus anchas, y
exigen un aire que la noche les ha hurtado, cuando el exterior se refugia tras
las ventanas, pero decido una vez más continuar, y mantener la verticalidad que,
sin embargo, cierta parte de mi encéfalo rechaza. Sigo adelante, pues, y tras
el tránsito que supone habitar un mundo medianamente placentero, me visto, me
calzo, y enfrento finalmente las escaleras con el ánimo de quién por fin conquistará
un mundo nuevo. Al descender, tengo la
impresión de que no bajo, y que son las escaleras las que suben y me
transportan paradójicamente hasta el suelo, dónde nada me es ajeno y tantas
veces en vano, busqué la Tierra Prometida. La hostilidad de ésta, sin embargo, se
manifiesta pronto. Con el ascensor fuera de servicio, los peldaños se suceden
con cierta morosidad, salvando un desnivel
que aguantan mis rodillas como buenamente pueden. El mundo en la calle se
resuelve en abedules, plátanos y abetos, una fronda que me acoge como a quien
se interna en una selva nunca vista, donde las alimañas se visten de automóviles
y corren en gymkhanas: rallies que fueron hechos para llegar a tiempo. Dónde
estoy, me pregunto, sumergido en la maraña, esa barahúnda que aún se presta a labores que yo ya dejé atrás. Qué mundo es
este que recorro con la voluptuosidad con la que un caracol discurre por las
tapias, dejando tras de sí un reguero,
como un légamo creado para no huir de lo que es suyo. Eso sucede según me alejo,
y no sé dar a mis pasos un sentido que no sean estrictamente las huellas de mis
pies, ausentes de un suelo que nada tiene que ver con quien lo recorre. Mecanismos
que nos hacen ajenos a lo más inmediato, que ignoramos a pesar de su proximidad,
como si el puro hecho de su presencia no fuera suficiente, tránsitos que nos
son lejanos a pesar de una vecindad engañosa, gentes que se cruzan en nuestro
camino y olvidamos con la rapidez con la que nos sorprendió su presencia. Por eso, al poco rato, incapaz
de tender puentes, deseo regresar a las cuatro paredes donde la ambición de la
crisálida destruye al gusano prisionero.
Pero hoy no será así y ya no volveré, las decisiones se hacen inútiles cuando
quien las toma se acobarda, y como
tantas veces decide que ya basta y da la vuelta. No sé qué me espera en
adelante, sigo y no desespero de que lo improvisto algo aparezca como surge un espejismo inesperado: hay
puertas que uno debería cerrar definitivamente a sus espaldas.
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