domingo, 12 de junio de 2016

D: DECISIONES



A veces decido no volver a levantarme, pero poco después, decido que la anterior no ha sido una decisión acertada, y me levanto. Tumbado, me acosa el hastío por más que busque ocupaciones, pues éstas, a la larga, resultan más monótonas que enfrentarme al mundo de pie, mirándolo de frente. Decir que solo existe lo que vemos,  y lo siento por Berkeley, es caer en una simpleza indigna de una especie que descubrió el motor de cuatro tiempos y la teoría de la relatividad, pues lo que existe es investido por nuestra mirada, y no es demasiado en sí mismo. Y con ese espíritu me levanto. Ya de pie, aunque un tanto dubitativo, debo reconocer que estar de acuerdo con lo establecido es la forma más fácil de transitar por el pasillo, aceptando unos horizontes que no  me llevarán más allá del salón, la cocina o  el recibidor. Decido, no obstante, siguiendo una costumbre que se remonta mucho más allá de mis antepasados, que quizás lo conveniente sería buscar refugio en el lugar por todos frecuentado, hecho para las transacciones, y en el que lavarse los dientes exige, en tiempos de sequía, un consumo mínimo de agua. Dicho esto, y ya sucedido, queda aún la opción de regresar y refugiarse en el lugar  donde las sábanas campean a sus anchas, y exigen un aire que la noche les ha hurtado, cuando el exterior se refugia tras las ventanas, pero decido una vez más continuar, y mantener la verticalidad que, sin embargo, cierta parte de mi encéfalo rechaza. Sigo adelante, pues, y tras el tránsito que supone habitar un mundo medianamente placentero, me visto, me calzo, y enfrento finalmente las escaleras con el ánimo de quién por fin conquistará un mundo nuevo.  Al descender, tengo la impresión de que no bajo, y que son las escaleras las que suben y me transportan paradójicamente hasta el suelo, dónde nada me es ajeno y tantas veces en vano, busqué la Tierra Prometida. La hostilidad de ésta, sin embargo, se manifiesta pronto. Con el ascensor fuera de servicio, los peldaños se suceden con cierta morosidad,  salvando un desnivel que aguantan mis rodillas como buenamente pueden. El mundo en la calle se resuelve en abedules, plátanos y abetos, una fronda que me acoge como a quien se interna en una selva nunca vista, donde las alimañas se visten de automóviles y corren en gymkhanas: rallies que fueron hechos para llegar a tiempo. Dónde estoy, me pregunto, sumergido en la maraña,  esa barahúnda que aún se presta a  labores que yo ya dejé atrás. Qué mundo es este que recorro con la voluptuosidad con la que un caracol discurre por las tapias, dejando  tras de sí un reguero, como un légamo creado para no huir de lo que es suyo. Eso sucede según me alejo, y no sé dar a mis pasos un sentido que no sean estrictamente las huellas de mis pies, ausentes de un suelo que nada tiene que ver con quien lo recorre. Mecanismos que nos hacen ajenos a lo más inmediato, que ignoramos a pesar de su proximidad, como si el puro hecho de su presencia no fuera suficiente, tránsitos que nos son lejanos a pesar de una vecindad engañosa, gentes que se cruzan en nuestro camino y olvidamos con la rapidez con la que nos sorprendió  su presencia. Por eso, al poco rato, incapaz de tender puentes, deseo regresar a las cuatro paredes donde la ambición de la crisálida  destruye al gusano prisionero. Pero hoy no será así y ya no volveré, las decisiones se hacen inútiles cuando quien las toma se acobarda,  y como tantas veces decide que ya basta y da la vuelta. No sé qué me espera en adelante, sigo y no desespero de que lo improvisto algo aparezca  como surge un espejismo inesperado: hay puertas que uno debería cerrar definitivamente a sus espaldas.

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