domingo, 12 de junio de 2016

PENMARRIC



La conocí en aquel viejo bar de Arturo Soria con nombre de acorazado  americano(*), que me prometí verificar en la enciclopedia al llegar a casa.  Se trataba de uno de esos viejos locales semi destartalados, con puertas de aluminio y una barra desangelada en la que se servía cerveza,  vino barato y poco más. Si acaso alguna tapa o ración miserables, que una mano desganada acababa alargando a través de una especie de tronera en la pared, que se suponía  comunicaba con algún lugar que debía hacer las veces de cocina. En ocasiones, una voz  una voz igualmente desganada, identificaba desde el interior lo que se servía por si, a la vista del plato, quedaba alguna duda: calamares! bravas!  boquerones! Allí estaba ella, sin embargo, como un espejismo en aquél desierto inhóspito iluminado con unos neones blancos e hirientes, que daban a los rostros de los clientes una palidez enfermiza.  Menos al suyo. Milagrosamente, al fondo del establecimiento, no lejos de la televisión  hacia la que todos miraban, sin duda viendo unos de los miles de partidos que se televisan anualmente, su cara se destacaba luminosa sobre la pared alicatada con una especie de baldosines blancos y deslucidos, que más que a un local decente, parecían pertenecer a unos retretes de posguerra o a una morgue mal conservada. Me miraba y sonreía de tal manera, que tuve la impresión que no se dirigía a mí, sino a algún conocido a mi lado o detrás, pero pronto ella me sacó de dudas señalándome sin lugar a dudas y ofreciéndome  una silla a su lado.  Al acercarme me dijo que me veía un tanto abatido y desubicado, y que había tenido la idea de sacarme de aquél grupo de espectadores vociferantes, al que obviamente yo  no pertenecía. Debo reconocer que me sentí halagado porque ella merecía la pena más allá de cualquier duda, así que acepté encantado su invitación, feliz de que no me hubiera identificado como integrante de aquella caterva de energúmenos.  Era una persona sin ninguna inhibición evidente, pues enseguida me preguntó por mis, digamos, datos personales, como si de esa manera tratara de confirmar suposiciones suyas. Había imaginado que era un soltero sin nada que hacer una tarde de domingo, que había decidido tomarse una cervecita cerca de su casa y que se había metido en el primer sitio que le había salido al  paso.  Suponía que había tenido algunas relaciones sentimentales fallidas, y por mi acento o más precisamente por mi ausencia de él, imaginaba que debía ser castellano. Llegó a decirme que estaba segura de que no tenía familia en la ciudad, pero que no le extrañaría que tuviese un hijo adolescente en alguna parte. ”A los padres solteros se les nota un cierto desamparo”, afirmó finalmente. Y la verdad es que increíblemente tuve que darle la razón en casi todo.  Durante la media hora que estuvimos hablando, casi lo hicimos exclusivamente de mí, como si ella pretendiera que yo no le hiciese demasiadas preguntas.  Era gallega, secretaria de una empresa de construcción  y vivía sola desde hacía cinco años en la otra punta de Madrid.
Al salir, aunque hacía un tiempo bastante desapacible, estuvimos paseando un rato por un parque cercano, y cuando me miró fijamente y pensé que se iba a despedir, me dijo  con  una voz apenas perceptible pero seductora “pero bueno ¿es que nunca me vas a invitar a subir a tu casa?”. Lo cierto es que ni lo pensaba, había algo en ella que tenía poco que ver con el deseo, y que sin embargo me empujaba a permanecer a su lado a pesar de habernos conocido hacía solo unas horas.  La pregunta, por lo tanto me cogió  desprevenido, pues nada en su actitud o ademanes me hacía esperarla, y sí le contesté que sí, fue por pura cortesía, pues ciertamente no me hubiera importado despedirnos y quedar para otro día. Pero lo imprevisto se presentó de repente, y decidí actuar como se supone en alguien ante esa situación, aunque en mi interior, su proposición me causo algo de desconcierto, pues siendo una mujer bellísima, y siendo esa la razón por la cual la había mirado con insistencia en el Penmarric, poco después la relación se hizo algo más etéreo, una suerte de magnetismo que emanaba de sí misma y que parecía estar más allá de su constitución física o su belleza. 
En la cama, por primera vez en mi vida en situaciones similares, todo sucedió de una forma muy relajada, y hasta me atrevería a decir desencarnada, como si más que nuestros cuerpos, hubieran sido nuestros espíritus los que se hubieran unido. La vuelta a la realidad fue también placentera, y ambos parecimos regresar procedentes de un lugar que desconocíamos, y del que sin embargo conservábamos toda la emoción de haber conquistado, sintiendo en nuestra piel la certeza del otro.  Claro que yo hablo por mi mismo, y no puedo asegurar que por su parte los sentimientos y las sensaciones fueran las mismas, aunque nada en su actitud parecía desmentirlo.
Por un instante me alarmé, pues así como en mí aquella forma de estar juntos era algo totalmente nuevo, en ella parecía obedecer a un protocolo prefijado, tal era la naturalidad con la que actuaba.  Pensar esto me angustió y me puso bastante ansioso, como si, caso de confirmarse, se tratara en ella de un hábito que simplemente esta vez se había cumplido conmigo.  Me costaba creerlo, pues en ese caso yo habría sido una especie de víctima de un ser desencarnado, casi metafísico, que simplemente abordaba a otros de los que de algún modo se alimentaba.  Pensé en las arpías, esos fabulosos y terribles seres mitológicos, que representamos con cabeza y torso de mujer, y garras de ave rapaz; animales crueles que se alimentan de seres humanos cándidos o desprevenidos. Viéndola dormir a mi lado totalmente relajada, pensé en las fantasías sinsentido que a uno le pueden asaltar cuando se siente dichoso más allá de lo esperado. Contemplaba su rostro absolutamente relajado, cruzada su frente por un mechón de su maravilloso y oscuro cabello, su piel suavísima perlada del finísimo sudor de nuestro encuentro, sus caderas firmes y delicadas al mismo tiempo. Y el lugar apenas intuido en el pliegue de sus piernas de dónde todos procedemos, y a donde todos los hombres queremos regresar algún día. Descartaba así mis terroríficas fantasías sobre seres mitológicos llegados para poseernos y alimentarse de nosotros, y en esta beatitud me dormí, soñando despertar a su lado, y continuar al día siguiente la magia de aquél encuentro. 
Pero los acontecimientos se sucedieron de tal forma, que poco después de despertar, al alargar mi mano para tocarla y confirmar su presencia,  y sólo encontrar el vacío y unas sábanas vueltas del revés, la pesadilla se reanudó.  Me incorporé agitado, incrédulo ante una situación que no esperaba, y cuando la busqué por la casa, pensando que quizás estaba en la cocina o la ducha, al llamarla, me di cuenta de que ni siquiera sabía su nombre. Tan obsesionado había estado por su presencia real que, por increíble que parezca, no le había preguntado cómo se llamaba. Para mí, desde que la vi, ella era simplemente ella, como si ninguna otra fuera portadora de ese pronombre: la feminidad por antonomasia, el ser que no precisa definiciones porque con sola su existencia se nombra. A pesar de todo, la busqué con detalle y cierta desesperación en cada rincón de la casa, pensando que quizás quería jugar conmigo, pero no había ni rastro de su presencia.
Cuando bajé a la calle a la calle me dirigí de nuevo al Penmarric, tratando de recordar lo acaecido la noche anterior, y buscando algún indicio de su presencia, algo que ni siquiera tuve que hacer, pues, al verme, el dueño del local me extendió un sobre que ella le había entregado poco después de abrir. En su interior, una pluma blanca y otra roja suavísimas me hicieron temer la peor y más terrible de mis suposiciones.

(*)Penmarrick,de hecho no tiene nada que ver con los submarinos, y sí con una novela de tal título,  de la autora, inglesa de best sellers de tipo familiar, Susan Howatch.

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