La conocí en
aquel viejo bar de Arturo Soria con nombre de acorazado americano(*), que me prometí verificar en la
enciclopedia al llegar a casa. Se trataba
de uno de esos viejos locales semi destartalados, con puertas de aluminio y una
barra desangelada en la que se servía cerveza, vino barato y poco más. Si acaso alguna tapa o
ración miserables, que una mano desganada acababa alargando a través de una
especie de tronera en la pared, que se suponía comunicaba con algún lugar que debía hacer las
veces de cocina. En ocasiones, una voz
una voz igualmente desganada, identificaba desde el interior lo que se
servía por si, a la vista del plato, quedaba alguna duda: calamares! bravas! boquerones! Allí estaba ella, sin embargo, como
un espejismo en aquél desierto inhóspito iluminado con unos neones blancos e
hirientes, que daban a los rostros de los clientes una palidez enfermiza. Menos al suyo. Milagrosamente, al fondo del
establecimiento, no lejos de la televisión
hacia la que todos miraban, sin duda viendo unos de los miles de
partidos que se televisan anualmente, su cara se destacaba luminosa sobre la
pared alicatada con una especie de baldosines blancos y deslucidos, que más que
a un local decente, parecían pertenecer a unos retretes de posguerra o a una
morgue mal conservada. Me miraba y sonreía de tal manera, que tuve la impresión
que no se dirigía a mí, sino a algún conocido a mi lado o detrás, pero pronto
ella me sacó de dudas señalándome sin lugar a dudas y ofreciéndome una silla a su lado. Al acercarme me dijo que me veía un tanto
abatido y desubicado, y que había tenido la idea de sacarme de aquél grupo de
espectadores vociferantes, al que obviamente yo no pertenecía. Debo reconocer que me sentí
halagado porque ella merecía la pena más allá de cualquier duda, así que acepté
encantado su invitación, feliz de que no me hubiera identificado como
integrante de aquella caterva de energúmenos.
Era una persona sin ninguna inhibición evidente, pues enseguida me
preguntó por mis, digamos, datos personales, como si de esa manera tratara de
confirmar suposiciones suyas. Había imaginado que era un soltero sin nada que
hacer una tarde de domingo, que había decidido tomarse una cervecita cerca de
su casa y que se había metido en el primer sitio que le había salido al paso. Suponía
que había tenido algunas relaciones sentimentales fallidas, y por mi acento o más
precisamente por mi ausencia de él, imaginaba que debía ser castellano. Llegó a
decirme que estaba segura de que no tenía familia en la ciudad, pero que no le
extrañaría que tuviese un hijo adolescente en alguna parte. ”A los padres
solteros se les nota un cierto desamparo”, afirmó finalmente. Y la verdad es
que increíblemente tuve que darle la razón en casi todo. Durante la media hora que estuvimos hablando,
casi lo hicimos exclusivamente de mí, como si ella pretendiera que yo no le
hiciese demasiadas preguntas. Era
gallega, secretaria de una empresa de construcción y vivía sola desde hacía cinco años en la otra
punta de Madrid.
Al salir, aunque
hacía un tiempo bastante desapacible, estuvimos paseando un rato por un parque
cercano, y cuando me miró fijamente y pensé que se iba a despedir, me dijo con una voz apenas perceptible pero seductora “pero
bueno ¿es que nunca me vas a invitar a subir a tu casa?”. Lo cierto es que ni
lo pensaba, había algo en ella que tenía poco que ver con el deseo, y que sin
embargo me empujaba a permanecer a su lado a pesar de habernos conocido hacía
solo unas horas. La pregunta, por lo
tanto me cogió desprevenido, pues nada
en su actitud o ademanes me hacía esperarla, y sí le contesté que sí, fue por
pura cortesía, pues ciertamente no me hubiera importado despedirnos y quedar
para otro día. Pero lo imprevisto se presentó de repente, y decidí actuar como
se supone en alguien ante esa situación, aunque en mi interior, su proposición
me causo algo de desconcierto, pues siendo una mujer bellísima, y siendo esa la
razón por la cual la había mirado con insistencia en el Penmarric, poco después
la relación se hizo algo más etéreo, una suerte de magnetismo que emanaba de sí
misma y que parecía estar más allá de su constitución física o su belleza.
En la cama, por
primera vez en mi vida en situaciones similares, todo sucedió de una forma muy
relajada, y hasta me atrevería a decir desencarnada, como si más que nuestros
cuerpos, hubieran sido nuestros espíritus los que se hubieran unido. La vuelta
a la realidad fue también placentera, y ambos parecimos regresar procedentes de
un lugar que desconocíamos, y del que sin embargo conservábamos toda la emoción
de haber conquistado, sintiendo en nuestra piel la certeza del otro. Claro que yo hablo por mi mismo, y no puedo
asegurar que por su parte los sentimientos y las sensaciones fueran las mismas,
aunque nada en su actitud parecía desmentirlo.
Por un instante
me alarmé, pues así como en mí aquella forma de estar juntos era algo
totalmente nuevo, en ella parecía obedecer a un protocolo prefijado, tal era la
naturalidad con la que actuaba. Pensar
esto me angustió y me puso bastante ansioso, como si, caso de confirmarse, se
tratara en ella de un hábito que simplemente esta vez se había cumplido conmigo. Me costaba creerlo, pues en ese caso yo habría
sido una especie de víctima de un ser desencarnado, casi metafísico, que
simplemente abordaba a otros de los que de algún modo se alimentaba. Pensé en las arpías, esos fabulosos y
terribles seres mitológicos, que representamos con cabeza y torso de mujer, y
garras de ave rapaz; animales crueles que se alimentan de seres humanos cándidos
o desprevenidos. Viéndola dormir a mi lado totalmente relajada, pensé en las
fantasías sinsentido que a uno le pueden asaltar cuando se siente dichoso más
allá de lo esperado. Contemplaba su rostro absolutamente relajado, cruzada su
frente por un mechón de su maravilloso y oscuro cabello, su piel suavísima
perlada del finísimo sudor de nuestro encuentro, sus caderas firmes y delicadas
al mismo tiempo. Y el lugar apenas intuido en el pliegue de sus piernas de dónde
todos procedemos, y a donde todos los hombres queremos regresar algún día. Descartaba
así mis terroríficas fantasías sobre seres mitológicos llegados para poseernos
y alimentarse de nosotros, y en esta beatitud me dormí, soñando despertar a su
lado, y continuar al día siguiente la magia de aquél encuentro.
Pero los
acontecimientos se sucedieron de tal forma, que poco después de despertar, al
alargar mi mano para tocarla y confirmar su presencia, y sólo encontrar el vacío y unas sábanas
vueltas del revés, la pesadilla se reanudó.
Me incorporé agitado, incrédulo ante una situación que no esperaba, y cuando
la busqué por la casa, pensando que quizás estaba en la cocina o la ducha, al
llamarla, me di cuenta de que ni siquiera sabía su nombre. Tan obsesionado había
estado por su presencia real que, por increíble que parezca, no le había
preguntado cómo se llamaba. Para mí, desde que la vi, ella era simplemente
ella, como si ninguna otra fuera portadora de ese pronombre: la feminidad por
antonomasia, el ser que no precisa definiciones porque con sola su existencia
se nombra. A pesar de todo, la busqué con detalle y cierta desesperación en
cada rincón de la casa, pensando que quizás quería jugar conmigo, pero no había
ni rastro de su presencia.
Cuando bajé a la
calle a la calle me dirigí de nuevo al Penmarric, tratando de recordar lo
acaecido la noche anterior, y buscando algún indicio de su presencia, algo que
ni siquiera tuve que hacer, pues, al verme, el dueño del local me extendió un
sobre que ella le había entregado poco después de abrir. En su interior, una
pluma blanca y otra roja suavísimas me hicieron temer la peor y más terrible de
mis suposiciones.
(*)Penmarrick,de
hecho no tiene nada que ver con los submarinos, y sí con una novela de tal
título, de la autora, inglesa de best
sellers de tipo familiar, Susan Howatch.
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