Es temprano, apenas las siete de la
mañana, pero como ya no tenía ganas de dormir, he decidido levantarme y ponerme
en el ordenador a jugar a lo que se me ocurra, considerando el verbo jugar en
el sentido más amplio que se pueda considerar. Desde abrir Word y escribir
pequeños historias, a buscar información sobre los temas que me interesan y
sobre otros que me tienen sin cuidado, pero que me hacen meterme en Google como
si en ello me fuera la vida. Sin embargo, en los últimos tiempos me estoy
aficionando a una nueva modalidad de utilización del hardware, y es su empleo
como piano. Un tanto sui géneris, pero dado que tengo nociones de música, trato
de interpretar Para Elisa, lo más simple de Beethoven, recurriendo a un empleo
racional de las teclas agrupadas en unidades, que den la impresión de un
teclado de piano, para lo cual, de una forma metódica, pinto algunas de blanco.
Esto que llevo escrito por ejemplo, es el resultado en la pantalla, de una
interpretación de la pieza en sí bemol, y no me está quedando nada mal, si
usted que me lee encuentra coherente lo que estoy diciendo. Con más frecuencia,
desde luego, me salen unos escritos espantosos sin ton ni son, aunque en ocasiones,
una o dos líneas resultan de una bellaza delirante, momento en el que lloro y
gimo quedamente, procurando no humedecer las teclas. Luego, una vez recuperado,
prosigo con la composición que habitualmente recobra su sinsentido de inmediato,
y hacen que me acuerde de Salvador Dalí y los caraduras que montan exposiciones
del género y cobran la entrada. Además. Hoy, sin embargo, algo fuera del puro
marco del ordenador, ha llamado mi atención. Se trata de una fotografía de
familia numerosa que nos hicimos tres hermanos y mis padres, allá por los
cincuentas. Excepto Julio, los demás parecemos próximos a componer un cuadro un
tanto patético bajo la amenaza del fotógrafo de abrir fuego, algo que
finalmente hizo y pasó lo que pasó. Nos cogió a todos con cara de pasmarotes
ofuscados, próximos a los fusilamientos de Goya, sobre todo a mi padre con cara
de guardia. José Luis tiene cara de chuleta perdonavidas un tanto somnoliento,
mamá intenta sonreír pero se la ve un tanto lánguida y exangüe a la pobre, y
Julito sonríe, ignorando los fusiles frente a él. Yo hago una mueca que
pretende ser una sonrisa, pero en la que muestro descarnadamente mis orígenes orientales,
posiblemente chinos o nipones. No cabe duda, debo ser un infiltrado, porque por
más que busque detalles para desmentirlo, más se hace evidente que mis rasgos
no proceden del homínido precámbrico ibérico, sino de una variante del homo
erectus, que como se sabe fue quien originó las peculiares características del
hombre asiático, de tez amarillenta y ojos rasgados. Esta constatación, me da alas
para buscar en internet la posibilidad de cruzamientos imprevistos en la
península ibérica, de hombres primitivos de diferente procedencia, de las que
yo podría ser una muestra que haría palidecer los hallazgos de Atapuerca, y
dejar al homo antecessor y los neandertales como dos insignificancias,
comparadas con la antiquísima irrupción del hombre amarillo en la meseta
castellana, como atestigua la fotografía delante de mis narices. Seguiré
informando.
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