miércoles, 4 de mayo de 2016

ESPÍRITUS

Lo que podría (*) haber sido aquello, en esos instantes me era totalmente ajeno. Fue solo un segundo durante el duermevela del despertar cuando al abrir los ojos me pareció percibir una figura en la ventana. Porque yo por la noche cuando me acuesto no cierro totalmente la persiana, solo la bajo hasta la mitad: me gusta que entre temprano la claridad del día. Dije que fue un instante, pero quizás me equivoco y ni siquiera se trató de tal cosa sino de uno de esos sueños confusos y deslavazados que enseguida desaparecen, a menos que se los ponga por escrito de inmediato. Yo tenía muchos anotados en varias libretas, y de vez en cuando los echaba un vistazo. Era una forma de viajar al pasado, y no solo porque efectivamente los había tenido tiempo atrás, sino porque quien los soñaba, siendo yo mismo, ahora no era ya el de entonces, y lo soñado, normalmente trataba de personas, situaciones y parajes que nada tenían que ver con mi vida real. Esta vez, sin embargo, me pareció algo diferente, incluso podría decir que más que algo real o que un sueño, había sido una impresión que no formaba parte de ninguno de los dos mundos. Una realidad desprendida de un sueño, o un sueño tan vago y etéreo que no tenía nada que ver con el mundo de los vivos.
Tuve necesidad de contárselo a alguien, y se me ocurrió que nadie mejor que Laura, una vecina de los apartamentos, para tratar de averiguar de qué podría tratarse. Era una mujer de mi edad, muy romántica e imaginativa, pero sobre todo muy fantasiosa, que estaba seguro que iba a escudriñar todos los rincones imaginables de mi espíritu para tratar de hallar una respuesta. Cuando finalmente me decidí a contárselo, no reaccionó con el entusiasmo que yo esperaba al ofrecerle la posibilidad de lucirse echando a volar su fantasía. De hecho, reaccionó de una forma diametralmente opuesta, y me dijo muy seria que tratara de recordar con precisión las circunstancias que rodearon al hecho: la hora, la intensidad de la luz en la ventana, mis sensaciones físicas al levantarme y otros detalles menores. Pero, sobre todo, insistió en que debía tratar de describir con la mayor precisión posible lo que había visto, no valían descripciones someras o aproximadas, debía estrujarme el cerebro para dar con las palabras exactas: de otra manera no podría hacer nada por mí. Me dejó bastante decepcionado, porque, creyendo conocerla, esperaba que enseguida fuera ella la que pusiera a trabajar su imaginación, y no que fuera yo quien tuviera que romperme la cabeza para recordarlo. De todas maneras, ya que esa era la única oportunidad para aclararlo, pasé un buen rato intentando sacar de mi mismo lo más aproximado a una definición de aquella sensación fantasmagórica que había tenido, aunque en varias ocasiones estuve a punto de rendirme y decirle que abandonaba, que, después de todo, no era tan importante.
Finalmente tras varios encuentros en los que lo más que llegué fue a farfullar algunas palabras inconexas o frases sin sentido, insistí en que se trataba de “una sombra, una sombra”, algo con lo que Laura pareció conformarse hasta el día siguiente. La verdad es que aquella mujer me estaba despistando, pues en el fondo yo me hubiera conformado con una explicación imaginativa o fantasiosa de las que acostumbraba, pero seguía confiando en ella, y decidí aceptar el reto que me estaba planteando. Había cambiado, es cierto, pero a lo mejor su nueva forma de abordar los asuntos era la adecuada para ayudarme. Nos volvimos a reunir al día siguiente en mi habitación. Ella, supongo que con cierta ironía, la llamó “el lugar del crimen”, algo que por un instante, a pesar de ser evidentemente una broma hizo que un destello de terror me recorriera el espinazo. Para que no hubiera malentendidos posibles, los dos nos sentamos en las únicas butacas del dormitorio, evitando escrupulosamente la cama. Allí le repetí por enésima vez la manera en que yo había percibido aquella extraña sensación días atrás. Laura estuvo muy escrupulosa con los detalles, y en esta ocasión incluso me hizo señalar con minuciosidad el lugar de la ventana donde creí tener la extraña aparición, y acercándonos a ella me preguntó por su color, forma y movimiento. La verdad que yo estaba empezando a desquiciarme, y casi me arrepentía de haberle preguntado nada. Me hubiera conformado con cualquier tontería esotérica de las suyas, y me estaba sintiendo acosado por algo que a esas alturas comenzaba a inquietarme seriamente. Afortunadamente, después de sacar una libreta y escribir en ella unas notas que no me dejó leer, me dijo que había llegado a la conclusión de que aquello no tenía ninguna importancia. Posiblemente se debió a un cuervo o un murciélago, que a principios de verano eran muy frecuentes en la zona. Aliviado por la finalización del asunto, aproveché la situación y le dije que creía que tenia razón, que me sentía muy satisfecho con su explicación, y que no debíamos darle más vueltas.
“Ha sido algo sin importancia y debes olvidarte de ello” me respondió al abandonar la habitación sin apenas despedirse, con un tono casi imperativo poco tranquilizador. A aquellas horas de la tarde, ya casi de noche, Laura estaba guapísima embutida en unos pantalones y un top rojo escarlata muy ceñido bajo una de capa negra, sujeta a la altura del cuello por una especie de gargantilla de plata. Sus manos extremadamente blancas y su tez casi lívida bajo su pelo azabache, que en otros momentos me hubieran extrañado, me resultaron en esos momentos irresistiblemente atractivas, pero al irse, cuando el vuelo de su capa dibujó una sombra sobre la pared, tuve un escalofrío y la seguridad de que se trataba de ella. 

(*) Expresión de la novela “El aliento” de Thomas Bernard 
(Ed. Anagrama)

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