Lo que podría (*) haber sido aquello, en esos instantes me era
totalmente ajeno. Fue solo un segundo durante el duermevela del
despertar cuando al abrir los ojos me pareció percibir una figura en la
ventana. Porque yo por la noche cuando me acuesto no cierro totalmente
la persiana, solo la bajo hasta la mitad: me gusta que entre temprano la
claridad del día. Dije que fue un instante, pero quizás me equivoco y
ni siquiera se trató de tal cosa sino de uno de esos sueños confusos y
deslavazados que enseguida desaparecen, a menos que se los ponga por
escrito de inmediato. Yo tenía muchos anotados en varias libretas, y de
vez en cuando los echaba un vistazo. Era una forma de viajar al pasado, y
no solo porque efectivamente los había tenido tiempo atrás, sino porque
quien los soñaba, siendo yo mismo, ahora no era ya el de entonces, y
lo soñado, normalmente trataba de personas, situaciones y parajes que
nada tenían que ver con mi vida real. Esta vez, sin embargo, me pareció
algo diferente, incluso podría decir que más que algo real o que un
sueño, había sido una impresión que no formaba parte de ninguno de los
dos mundos. Una realidad desprendida de un sueño, o un sueño tan vago y
etéreo que no tenía nada que ver con el mundo de los vivos.
Tuve
necesidad de contárselo a alguien, y se me ocurrió que nadie mejor que
Laura, una vecina de los apartamentos, para tratar de averiguar de qué
podría tratarse. Era una mujer de mi edad, muy romántica e imaginativa,
pero sobre todo muy fantasiosa, que estaba seguro que iba a escudriñar
todos los rincones imaginables de mi espíritu para tratar de hallar una
respuesta. Cuando finalmente me decidí a contárselo, no reaccionó con
el entusiasmo que yo esperaba al ofrecerle la posibilidad de lucirse
echando a volar su fantasía. De hecho, reaccionó de una forma
diametralmente opuesta, y me dijo muy seria que tratara de recordar con
precisión las circunstancias que rodearon al hecho: la hora, la
intensidad de la luz en la ventana, mis sensaciones físicas al
levantarme y otros detalles menores. Pero, sobre todo, insistió en que
debía tratar de describir con la mayor precisión posible lo que había
visto, no valían descripciones someras o aproximadas, debía estrujarme
el cerebro para dar con las palabras exactas: de otra manera no podría
hacer nada por mí. Me dejó bastante decepcionado, porque, creyendo
conocerla, esperaba que enseguida fuera ella la que pusiera a trabajar
su imaginación, y no que fuera yo quien tuviera que romperme la cabeza
para recordarlo. De todas maneras, ya que esa era la única oportunidad
para aclararlo, pasé un buen rato intentando sacar de mi mismo lo más
aproximado a una definición de aquella sensación fantasmagórica que
había tenido, aunque en varias ocasiones estuve a punto de rendirme y decirle que abandonaba, que, después de todo, no era tan importante.
Finalmente
tras varios encuentros en los que lo más que llegué fue a farfullar
algunas palabras inconexas o frases sin sentido, insistí en que se
trataba de “una sombra, una sombra”, algo con lo que Laura pareció
conformarse hasta el día siguiente. La verdad es que aquella mujer me
estaba despistando, pues en el fondo yo me hubiera conformado con una
explicación imaginativa o fantasiosa de las que acostumbraba, pero
seguía confiando en ella, y decidí aceptar el reto que me estaba
planteando. Había cambiado, es cierto, pero a lo mejor su nueva forma de
abordar los asuntos era la adecuada para ayudarme. Nos volvimos a
reunir al día siguiente en mi habitación. Ella, supongo que con cierta
ironía, la llamó “el lugar del crimen”, algo que por un instante, a
pesar de ser evidentemente una broma hizo que un destello de terror me
recorriera el espinazo. Para que no hubiera malentendidos posibles, los
dos nos sentamos en las únicas butacas del dormitorio, evitando
escrupulosamente la cama. Allí le repetí por enésima vez la manera en
que yo había percibido aquella extraña sensación días atrás. Laura
estuvo muy escrupulosa con los detalles, y en esta ocasión incluso me
hizo señalar con minuciosidad el lugar de la ventana donde creí tener la
extraña aparición, y acercándonos a ella me preguntó por su color,
forma y movimiento. La verdad que yo estaba empezando a desquiciarme, y
casi me arrepentía de haberle preguntado nada. Me hubiera conformado con
cualquier tontería esotérica de las suyas, y me estaba sintiendo
acosado por algo que a esas alturas comenzaba a inquietarme seriamente.
Afortunadamente, después de sacar una libreta y escribir en ella unas
notas que no me dejó leer, me dijo que había llegado a la conclusión de
que aquello no tenía ninguna importancia. Posiblemente se debió a un
cuervo o un murciélago, que a principios de verano eran muy frecuentes
en la zona. Aliviado por la finalización del asunto, aproveché la
situación y le dije que creía que tenia razón, que me sentía muy
satisfecho con su explicación, y que no debíamos darle más vueltas.
“Ha sido algo sin importancia y debes olvidarte de ello” me respondió
al abandonar la habitación sin apenas despedirse, con un tono casi
imperativo poco tranquilizador. A aquellas horas de la tarde, ya casi de
noche, Laura estaba guapísima embutida en unos pantalones y un top rojo
escarlata muy ceñido bajo una de capa negra, sujeta a la altura del
cuello por una especie de gargantilla de plata. Sus manos extremadamente
blancas y su tez casi lívida bajo su pelo azabache, que en otros
momentos me hubieran extrañado, me resultaron en esos momentos
irresistiblemente atractivas, pero al irse, cuando el vuelo de su capa
dibujó una sombra sobre la pared, tuve un escalofrío y la seguridad de
que se trataba de ella.
(*) Expresión de la novela “El aliento” de Thomas Bernard
(Ed. Anagrama)
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