lunes, 30 de mayo de 2016

SANTIDADES



Queridísimos hijos, hola, buenos días, soy el Papa. Ya sabéis, Su Santidad el Obispo de Roma. O al revés, que últimamente no sé donde tengo la cabeza: el Obispo de Roma, su Santidad el Papa. Esto que os envío no es, como ya podréis suponer, una homilía ni mucho menos una Pastoral, y para nada de nada una Encíclica No hablo por lo tanto ex cátedra, y lo que sigue no son sino unas cuantas confidencias y reflexiones de vuestro Pastor para darse a conocer, y para serviros de ayuda en lo que humildemente pueda. Ya veis, hijos míos, soy un ser humano como cualquier otro, aunque, en ocasiones, cubierto de oro y armiño, me sienta un tanto incómodo y violento al dirigirme a vosotros, independientemente que me recibáis con vuestros mejores avíos o de  vestidos de trapillo. Si he de deciros la verdad, yo no siquiera me hice cura por vocación: en aquella época y en aquel lugar, había razones suficientes para que unos padres menesterosos, como era mi caso, enviaran a sus hijos al seminario. Así se entiende todo. Pero la gracia del Señor te llega de la forma más inesperada y aquella fue la mía, hasta el punto que veinte años después de ordenado ya era obispo, lo que quiere decir que ya vivía en algo parecido a un palacio o al menos así lo llamaban. O quizás eso sucedió cuando no mucho después fui nombrado Arzobispo, que en ocasiones se me va la cabeza y no recuerdo las cosas con precisión.  Como veréis una carrera bastante meteórica para un niño de pueblo, muy bien dotado, todo hay que decirlo, para los estudios y los idiomas, que llegué a saber hasta siete, y estudié Teología. Si he de ser sincero, ya entonces me empecé a preguntar el por qué de la necesidad de todos aquellos arreos con que me iban cargando según iba subiendo en el escalafón, anillos, casullas, estolas, báculos, tiaras y todo tipo de prendas de cabeza, guantes de cabritilla, etc, que francamente me parecían excesivos, como si fuera el ajuar de una novia de la alta sociedad, que nunca tiene suficiente. Yo, si os he de ser sincero, y os sirve para algo, nunca comprendí tal necesidad ni la relación que podía haber entre aquel buen judío que un día entro en Jerusalén montado en un burrito, y el cura sobresaliente en el que yo me había convertido, y que tenía que seguir un protocolo estricto del que cuidaban un grupos de curillas que ya entonces eran más papistas que el papa. Como sabéis, hace ya tiempo que llegué a lo máximo, y desde entonces se ha multiplicado mi ajetreo, porque hay lo que sabéis que se llama Curia, que no para de inventarme actos, viajes y discursos, que en ocasiones tengo la impresión que más que pastor de un rebaño de ovejas, soy Presidente Director general de una Gran Empresa, que anda de aquí para allá para que los asuntos de la misma no se le vayan de las manos. Pero ya os he advertido que a veces mi cabeza flojea, por lo que quizás no debierais hacerme demasiado caso en estas confesiones privadas, porque ahora que caigo, resulta que  no sólo soy eso, sino Jefe de Estado, con todo lo que ello significa de boato y parafernalia representativa. Imaginaos, yo que tranquilamente hubiera vivido en un pisito de los suburbios, y me hubiera dedicado a mi labor pastoral entre unos cuantos feligreses. Pero no hay manera. La maquinaria oficial está echada a rodar hace mucho tiempo, y a ver quien es el listo que le mete palos en las ruedas, porque se puede quedar sin manos. Ni brazos. Ya sabéis. De salud ando regular, para qué queréis que os diga otra cosa, los achaques típicos de la edad, que pasados los ochenta se multiplican, y a la artrosis que en ocasiones me hace ver las estrellas cuando debo permanecer de pie más de diez minutos, se une desarreglos estomacales y prostatitis crónica, que como seguramente no ignoráis hace que tenga que ausentarme cada dos por tres. Al parecer tendré que resignarme a entrar en el quirófano de nuevo, con toda la prevención que le tengo, pues aunque nunca se dijo nada, pero cuando me operaron de vesícula por poco me quedo allí por un asunto de anestesia, y voy a ver la Faz del Señor antes de tiempo. Claro que tampoco me hubiera preocupado demasiado, y después de todo hubiera dejado una plaza libre y correría el escalafón, que tengo noticias, dada mi longevidad, ya hay Cardenales que se impacientan. Algunas noches, cuando me acuesto, leo ciertos párrafos de la Biblia, sobre todo de la vida de Nuestro Señor, que digo yo que debería ser nuestra inspiración, y lo cierto es que por más que lo intento, cada vez veo menos parecido entre la suya y la mía. En concreto lo que no deja de inquietarme, es que se me diga y yo acepte, que soy su representante en la Tierra, y no veo yo de qué manera. Claro que tampoco tengo demasiado tiempo para mis reflexiones, porque enseguida viene uno de esos curas que andan todo el día detrás de mí o la monjita esa tan simpática, Sor Caridad, si no recuerdo mal, y me dicen que sería prudente que fuera apagando la luz porque al día siguiente “tenemos muchas cosa que hacer, Santísimo Padre”. Me da un poco de vergüenza, además, que me llamen “Santísimo”, porque yo se muy bien todas mis debilidades, tan humanas como las de cualquiera de vosotros, aunque os cueste creerlo. En algunas ocasiones, incluso repaso el Antiguo Testamento y me asusto, porque allí no sólo se habla mucho de la vida de los hombres, pero sí bastante del Universo y de fenómenos asombrosos, con los que al parecer, siendo quien soy, yo debería tener algo que ver. Después de todo no deja de asombrarme ser el representante de Cristo en el mundo, y por lo tanto de Dios, que hizo todas esas maravillas a las que se refiere el Génesis. Me siento insignificante, y si he de deciros la verdad, modestamente no creo que yo tenga nada que ver con todo eso. Antes de cerrar los ojos y quedarme dormido, aún tengo tiempo de reflexionar un rato, y en ocasiones tengo miedo de estar cometiendo el mayor de los pecados, el del orgullo, creerme alguien tan importante: nada más y nada menos como para ser la persona que habla con Dios y transmite a los hombres sus mensajes. Son momentos de intensa angustia para mí, y en algunas ocasiones, cuando estoy seguro que ya estoy solo, enciendo por un instante la luz en la cabecera de la cama, y miro mis ojos fatigados en un espejito que tengo cerca de mí, y lloro y me pregunto como he podido llegar hasta aquí y cometer este horrible, inconmensurable pecado.

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