Queridísimos hijos, hola,
buenos días, soy el Papa. Ya sabéis, Su Santidad el Obispo de Roma. O al revés,
que últimamente no sé donde tengo la cabeza: el Obispo de Roma, su Santidad el
Papa. Esto que os envío no es, como ya podréis suponer, una homilía ni mucho
menos una Pastoral, y para nada de nada una Encíclica No hablo por lo tanto ex
cátedra, y lo que sigue no son sino unas cuantas confidencias y reflexiones de
vuestro Pastor para darse a conocer, y para serviros de ayuda en lo que humildemente
pueda. Ya veis, hijos míos, soy un ser humano como cualquier otro, aunque, en
ocasiones, cubierto de oro y armiño, me sienta un tanto incómodo y violento al
dirigirme a vosotros, independientemente que me recibáis con vuestros mejores
avíos o de vestidos de trapillo. Si he
de deciros la verdad, yo no siquiera me hice cura por vocación: en aquella
época y en aquel lugar, había razones suficientes para que unos padres
menesterosos, como era mi caso, enviaran a sus hijos al seminario. Así se
entiende todo. Pero la gracia del Señor te llega de la forma más inesperada y
aquella fue la mía, hasta el punto que veinte años después de ordenado ya era
obispo, lo que quiere decir que ya vivía en algo parecido a un palacio o al
menos así lo llamaban. O quizás eso sucedió cuando no mucho después fui
nombrado Arzobispo, que en ocasiones se me va la cabeza y no recuerdo las cosas
con precisión. Como veréis una carrera
bastante meteórica para un niño de pueblo, muy bien dotado, todo hay que
decirlo, para los estudios y los idiomas, que llegué a saber hasta siete, y
estudié Teología. Si he de ser sincero, ya entonces me empecé a preguntar el
por qué de la necesidad de todos aquellos arreos con que me iban cargando según
iba subiendo en el escalafón, anillos, casullas, estolas, báculos, tiaras y
todo tipo de prendas de cabeza, guantes de cabritilla, etc, que francamente me
parecían excesivos, como si fuera el ajuar de una novia de la alta sociedad,
que nunca tiene suficiente. Yo, si os he de ser sincero, y os sirve para algo,
nunca comprendí tal necesidad ni la relación que podía haber entre aquel buen
judío que un día entro en Jerusalén montado en un burrito, y el cura
sobresaliente en el que yo me había convertido, y que tenía que seguir un
protocolo estricto del que cuidaban un grupos de curillas que ya entonces eran
más papistas que el papa. Como sabéis, hace ya tiempo que llegué a lo máximo, y
desde entonces se ha multiplicado mi ajetreo, porque hay lo que sabéis que se
llama Curia, que no para de inventarme actos, viajes y discursos, que en
ocasiones tengo la impresión que más que pastor de un rebaño de ovejas, soy
Presidente Director general de una Gran Empresa, que anda de aquí para allá
para que los asuntos de la misma no se le vayan de las manos. Pero ya os he advertido
que a veces mi cabeza flojea, por lo que quizás no debierais hacerme demasiado
caso en estas confesiones privadas, porque ahora que caigo, resulta que no sólo soy eso, sino Jefe de Estado, con
todo lo que ello significa de boato y parafernalia representativa. Imaginaos,
yo que tranquilamente hubiera vivido en un pisito de los suburbios, y me
hubiera dedicado a mi labor pastoral entre unos cuantos feligreses. Pero no hay
manera. La maquinaria oficial está echada a rodar hace mucho tiempo, y a ver quien
es el listo que le mete palos en las ruedas, porque se puede quedar sin manos.
Ni brazos. Ya sabéis. De salud ando regular, para qué queréis que os diga otra
cosa, los achaques típicos de la edad, que pasados los ochenta se multiplican,
y a la artrosis que en ocasiones me hace ver las estrellas cuando debo
permanecer de pie más de diez minutos, se une desarreglos estomacales y
prostatitis crónica, que como seguramente no ignoráis hace que tenga que
ausentarme cada dos por tres. Al parecer tendré que resignarme a entrar en el
quirófano de nuevo, con toda la prevención que le tengo, pues aunque nunca se
dijo nada, pero cuando me operaron de vesícula por poco me quedo allí por un
asunto de anestesia, y voy a ver la Faz del Señor antes de tiempo. Claro que
tampoco me hubiera preocupado demasiado, y después de todo hubiera dejado una
plaza libre y correría el escalafón, que tengo noticias, dada mi longevidad, ya
hay Cardenales que se impacientan. Algunas noches, cuando me acuesto, leo
ciertos párrafos de la Biblia, sobre todo de la vida de Nuestro Señor, que digo
yo que debería ser nuestra inspiración, y lo cierto es que por más que lo
intento, cada vez veo menos parecido entre la suya y la mía. En concreto lo que
no deja de inquietarme, es que se me diga y yo acepte, que soy su representante
en la Tierra, y no veo yo de qué manera. Claro que tampoco tengo demasiado tiempo
para mis reflexiones, porque enseguida viene uno de esos curas que andan todo
el día detrás de mí o la monjita esa tan simpática, Sor Caridad, si no recuerdo
mal, y me dicen que sería prudente que fuera apagando la luz porque al día
siguiente “tenemos muchas cosa que hacer, Santísimo Padre”. Me da un poco de
vergüenza, además, que me llamen “Santísimo”, porque yo se muy bien todas mis
debilidades, tan humanas como las de cualquiera de vosotros, aunque os cueste
creerlo. En algunas ocasiones, incluso repaso el Antiguo Testamento y me
asusto, porque allí no sólo se habla mucho de la vida de los hombres, pero sí
bastante del Universo y de fenómenos asombrosos, con los que al parecer, siendo
quien soy, yo debería tener algo que ver. Después de todo no deja de asombrarme
ser el representante de Cristo en el mundo, y por lo tanto de Dios, que hizo
todas esas maravillas a las que se refiere el Génesis. Me siento
insignificante, y si he de deciros la verdad, modestamente no creo que yo tenga
nada que ver con todo eso. Antes de cerrar los ojos y quedarme dormido, aún
tengo tiempo de reflexionar un rato, y en ocasiones tengo miedo de estar
cometiendo el mayor de los pecados, el del orgullo, creerme alguien tan
importante: nada más y nada menos como para ser la persona que habla con Dios y
transmite a los hombres sus mensajes. Son momentos de intensa angustia para mí,
y en algunas ocasiones, cuando estoy seguro que ya estoy solo, enciendo por un
instante la luz en la cabecera de la cama, y miro mis ojos fatigados en un
espejito que tengo cerca de mí, y lloro y me pregunto como he podido llegar
hasta aquí y cometer este horrible, inconmensurable pecado.
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