Su discreción le
había convertido, no se sabe si a su pesar o para su íntima satisfacción, en un ser poco accesible, pues aunque no
rehuía ningún tema, cuando en la conversación llegaba a momentos que exigían
una claridad inexcusable, tenía la asombrosa facultad de salir de la situación
mediante un quiebro, que sin dejar al
otro totalmente satisfecho, sí le excusaba de más explicaciones, pues las dadas
eran suficientes para que su interlocutor se diera por enterado si no quería
quedar como alguien con pocas entendederas. Incluso las preguntas más directas
lanzadas a bocajarro, encontraban en él
a un replicante certero, que sin
prácticamente decir nada, hacía que lo dicho, diera la sensación de ser una respuesta precisa y ajustada. No se sabe con exactitud en que consistía la
validez de su respuesta, si en el tono académico y persuasivo con el que había
sido dada, en el empleo adecuado de diversas palabras y giros gramaticales, que envolvían a su oponente en un clima de
incertidumbre del que no sabía salir, que
por bueno lo escuchado, aunque de hecho no hubiera entendido nada. En ocasiones, ante cuestiones comprometedoras,
sabía con exactitud salir por la
tangente mediante sutilísimos artificios verbales o, en otras, cogiendo al toro por los cuernos, contestaba con monosílabos o con frases
enigmáticas a las que el interrogador no se atrevía a cuestionar, pensando que hacerlo le dejaría en mal lugar. En
otras ocasiones empleaba la mayéutica y el peripatetismo, perdiendo al otro en
unos laberintos semántico de los que no sabía salir física ni moralmente, y ante los cuales hasta
llegaba a sentirse avergonzado por haber dejado patente su inepcia. Contestar a
una pregunta con otra no solo ha sido una cuestión platónica, ni siquiera
estrictamente gallega, sino de seres avispados que saben que mas allá de lo
inquirido, lo importante es preguntar en primer lugar, y si tal cosa no es
posible, responder de la misma manera, dando lugar a una esgrima verbal en la
que el más sutil acabará venciendo. Es cierto, sin embargo, reconocer que en algunas ocasiones, se enfrentaba con determinados personajes que
no caían en la trampa que les tendía, pues cuando iniciaba uno de sus múltiples estrategias
con objeto de atraparles en sus artificios, mantenían una actitud distante e incluso altanera, y ante cuestionamientos alambicados de los que
no había forma coherente de zafarse, permanecían mudos e incluso indiferentes, como si lo planteado no fuera con ellos, sino dirigido a un interlocutor (ausente) a su
lado, lo que acababa por crisparle, llegando
a hacerle perder los nervios, pues se creía el único detentador de tales
ardides desestabilizadoras , por lo que no era infrecuente verle retirarse
airado proclamando las irregularidades impropias de una dialéctica como dios
manda, que sin embargo no dejaban de ser sus propias ardides. Se veía de esta
manera sometido a una pugna para la que no estaba preparado, pues su posición dentro de la dialéctica
originada, siempre había sido la del que
tiene la iniciativa , algo que cón este tipo de pers0nas no era de aplicación, pues al igual que él, hacían
gala de una discreción capaz de competir con la suya , por lo que era bastante
normal que estos enfrentamientos acabaran en tablas, aunque siempre fuera él el
más contrariado, pues acostumbrado a la
victoria y al tributo de pleitesía correspondiente, abandonaba el lugar de la
disputa cón gesto airado , farfullando venganzas , que a la postre se quedaban
palabras huecas . Humillado hasta límites inconcebibles por estos nuevos
bárbaros del lenguaje, Heliodoro , decidió
dar un giro radical a su actitud , y después de haber escuchado y leído a una
gran cantidad de sofistas y maestros del lenguaje, se lanzo por los derroteros de la verborrea y la
ecolalia, tratando de esta manera
de desestabilizar a los “discretos” en
sus posiciones de silencio y habilidad monosilábica, mediante fintas semánticas , que de no seguirlas les dejarían
en el lugar de los perdedores. Desgraciadamente , cuando sus intervenciones de
los últimos tiempos se contaban por victorias abrumadoras por abandono de sus
oponentes , una desdichada infección del frenillo de la lengua , hizo que en
poco tiempo perdiera el habla , y dado que no era tan buen escritor como orador,
sus rivales se hicieran con el lugar que
solo a él le había correspondido por mucho tiempo, limitándose a partir de entonces, a asistir a las discusiones de los más cultos
con el gesto asombrado de quién no entiende nada, aunque sus ojos daban la sensación de querer
transmitir algo de lo que su boca era incapaz, por mucho que balbuceara.
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