J aflojó el
paso. Cuando apenas le quedaban ya unos metros para llegar a la casa, se sintió
de repente invadido por una sensación que según avanzaba, empezaba a dejarle
paralizado. Intentó proseguir a pesar de que en aquellos momentos las piernas
parecían no querer obedecerle y se
asustó. Hasta entonces había tenido las cosas claras y había actuado con
resolución, pero un sentimiento de vacuidad se apoderó en esos momentos de él
de una forma incontrolable, que hizo que paulatinamente acortara el paso, y
acabase apoyándose en uno de los árboles que bordeaban la acera. Empezó a
temblar y sintió que el corazón se le disparaba en el pecho. Se sentía extraño,
y todo lo que hasta ese momento le había impulsado a actuar con determinación,
le pareció algo sin sentido, como si su cabeza se hubiera despoblado de la
emoción que le había hecho tomar aquella decisión. Incluso tuvo la sensación de
que en esos instantes no podía precisar las verdaderas razones que le habían
empujado a cometer aquella locura.
Se vio a sí
mismo desde afuera: un pobre desgraciado con un ataque de celos que quería
tomarse la justicia por su mano. Pero no fue imaginarse en los boletines de
información de la televisión o la prensa del día siguiente lo que parecía haberle
detenido, después de todo, uno de los cientos de crímenes pasionales que tienen
lugar cada año en el país, sino algo mucho más sutil e insidioso que le había
desarmado completamente. Se sentía incapaz de razonar, y por lo tanto, tampoco
era el temor a las consecuencias del asesinato que quería cometer, lo que le
había sumido en aquella sensación invalidante de extrañamiento. Cuando al cabo
de un rato se recuperó un poco, pudo por fin darse cuenta de qué se trataba.
Eran cerca de
las diez de la noche de un miércoles a finales de mes, cuando se aventuró por
las calles espaciosas, solitarias y un tanto inquietantes de aquella
urbanización. Llovía ligeramente pero con persistencia, y el viento agitaba con
violencia las ramas de los árboles: ese era el marco que jalonaba su marcha
hacia el chalet donde su mujer, Suzanne, y su amigo John, consumaban una
traición que ahora sabía que se prolongaba ya durante varios meses. Era darse
cuenta del absurdo de su situación lo que le desconcertaba, un hombre solo
lejos de su casa acudiendo a una cita a la que no había sido convocado, y que
en el fondo no tenía nada que ver con él mismo. Eso era verdaderamente lo que
le tenía perplejo, la conciencia de que todo aquello le era en buena medida
ajeno, y que solo su necesidad de sentirse vivo le había impulsado a ello. Al
tiempo que oía sus zapatos chapotear sobre la calle mojada, se le hizo evidente
que, a pesar de la ira y el rencor que había sentido durante los días
posteriores a que alguien le hubiera contado la verdad, en aquellos momentos,
todo el decorado que él mismo había montado para sentirse importante se caía
con estruendo. Vio a Suzanne y a John como dos perfectos desconocidos, dos
figuras de una pieza teatral, de la que sólo le interesaba su escenografía: la
oscuridad de la calle y el ambiente sórdido que parecía haberse adueñado del
ambiente. Al sentirse solo, tuvo de repente miedo y decidió no dar un paso más
hacia la vivienda a la que se dirigía. De hecho, pensó que alguien podía salir
en cualquier recodo o de detrás de los setos y parterres y atacarle. Fue una
sensación breve pero intensa, que de le hizo apresurar el paso en dirección
contraria. Afortunadamente se le pasó enseguida, y decidió seguir caminando con
calma hacia la parada del autobús donde se había apeado poco antes.
No le importaba
sentir como las gotas de agua caían con creciente intensidad sobre los hombros
y la cabeza. Sentía como si en aquel breve periodo de tiempo, su vida hubiera
dado un giro radical, y las cosas que hasta entonces le habían interesado,
hubieran perdido todo su sentido. Le inquietaba no obstante verse a sí mismo en
aquellas circunstancias: solo en una ciudad extraña en la que nada se le había
perdido. Se sentía también aliviado, como un personaje de una tragedia que se
hubiera desprendido en un instante de una pesada carga, y al hacerlo, hubiera
perdido su verdadera identidad. Al levantar la cabeza ya cerca de la parada del
autobús y ver su sombra reflejada sobre
la calle a la luz de una farola, sintió un escalofrío, como si de hecho no
fuera la suya.
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