lunes, 30 de mayo de 2016

LLUVIAS



J aflojó el paso. Cuando apenas le quedaban ya unos metros para llegar a la casa, se sintió de repente invadido por una sensación que según avanzaba, empezaba a dejarle paralizado. Intentó proseguir a pesar de que en aquellos momentos las piernas parecían  no querer obedecerle y se asustó. Hasta entonces había tenido las cosas claras y había actuado con resolución, pero un sentimiento de vacuidad se apoderó en esos momentos de él de una forma incontrolable, que hizo que paulatinamente acortara el paso, y acabase apoyándose en uno de los árboles que bordeaban la acera. Empezó a temblar y sintió que el corazón se le disparaba en el pecho. Se sentía extraño, y todo lo que hasta ese momento le había impulsado a actuar con determinación, le pareció algo sin sentido, como si su cabeza se hubiera despoblado de la emoción que le había hecho tomar aquella decisión. Incluso tuvo la sensación de que en esos instantes no podía precisar las verdaderas razones que le habían empujado a cometer aquella locura.
Se vio a sí mismo desde afuera: un pobre desgraciado con un ataque de celos que quería tomarse la justicia por su mano. Pero no fue imaginarse en los boletines de información de la televisión o la prensa del día siguiente lo que parecía haberle detenido, después de todo, uno de los cientos de crímenes pasionales que tienen lugar cada año en el país, sino algo mucho más sutil e insidioso que le había desarmado completamente. Se sentía incapaz de razonar, y por lo tanto, tampoco era el temor a las consecuencias del asesinato que quería cometer, lo que le había sumido en aquella sensación invalidante de extrañamiento. Cuando al cabo de un rato se recuperó un poco, pudo por fin darse cuenta de qué se trataba.
Eran cerca de las diez de la noche de un miércoles a finales de mes, cuando se aventuró por las calles espaciosas, solitarias y un tanto inquietantes de aquella urbanización. Llovía ligeramente pero con persistencia, y el viento agitaba con violencia las ramas de los árboles: ese era el marco que jalonaba su marcha hacia el chalet donde su mujer, Suzanne, y su amigo John, consumaban una traición que ahora sabía que se prolongaba ya durante varios meses. Era darse cuenta del absurdo de su situación lo que le desconcertaba, un hombre solo lejos de su casa acudiendo a una cita a la que no había sido convocado, y que en el fondo no tenía nada que ver con él mismo. Eso era verdaderamente lo que le tenía perplejo, la conciencia de que todo aquello le era en buena medida ajeno, y que solo su necesidad de sentirse vivo le había impulsado a ello. Al tiempo que oía sus zapatos chapotear sobre la calle mojada, se le hizo evidente que, a pesar de la ira y el rencor que había sentido durante los días posteriores a que alguien le hubiera contado la verdad, en aquellos momentos, todo el decorado que él mismo había montado para sentirse importante se caía con estruendo. Vio a Suzanne y a John como dos perfectos desconocidos, dos figuras de una pieza teatral, de la que sólo le interesaba su escenografía: la oscuridad de la calle y el ambiente sórdido que parecía haberse adueñado del ambiente. Al sentirse solo, tuvo de repente miedo y decidió no dar un paso más hacia la vivienda a la que se dirigía. De hecho, pensó que alguien podía salir en cualquier recodo o de detrás de los setos y parterres y atacarle. Fue una sensación breve pero intensa, que de le hizo apresurar el paso en dirección contraria. Afortunadamente se le pasó enseguida, y decidió seguir caminando con calma hacia la parada del autobús donde se había apeado poco antes.
No le importaba sentir como las gotas de agua caían con creciente intensidad sobre los hombros y la cabeza. Sentía como si en aquel breve periodo de tiempo, su vida hubiera dado un giro radical, y las cosas que hasta entonces le habían interesado, hubieran perdido todo su sentido. Le inquietaba no obstante verse a sí mismo en aquellas circunstancias: solo en una ciudad extraña en la que nada se le había perdido. Se sentía también aliviado, como un personaje de una tragedia que se hubiera desprendido en un instante de una pesada carga, y al hacerlo, hubiera perdido su verdadera identidad. Al levantar la cabeza ya cerca de la parada del autobús y ver su sombra  reflejada sobre la calle a la luz de una farola, sintió un escalofrío, como si de hecho no fuera la suya.

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