viernes, 27 de mayo de 2016

DESPERTADORES



Como estaba previsto el despertador son a las dos y media de la madrugada, en el preciso momento en el que me dirigía apresuradamente a los Servicios de un bar de carretera, donde me había detenido por razones imperiosas, pero donde de igual manera podría haberlo hecho en otras circunstancias, pues no pongo remilgos a acudir a aliviaderos cuando la necesidad aprieta. Lo cierto es que más allá de las circunstancias precisas del sueño, el puro hecho de despertar supuso para mí una desilusión, pues con frecuencia mis devaneos oníricos me deparaban situaciones muy agradables, fuera cual fuera la motivación que me hubiera conducido a ella. A pesar de todo, apunté el sueño en la libreta que desde hacía tiempo dejaba sobre la mesilla de noche, pues pensaba que llegado el momento no estaría mal escribir un libro de relatos o algo parecido inspirado en ellos. Hacía ya unos meses que había decidido que interrumpir mi descanso nocturno intempestivamente, podría suponerme no sólo el mal rato inicial, sino a la larga el descubrimiento de alguna verdad superior, pues era algo así como sorprender al cerebro en el momento que este ha depuesto en buena medidas sus defensas, y podía trasladarme algún tipo de conocimiento inabordable en estado de vigilia. Sabía que durante el periodo del sueño conocido como REM, las interrupciones bruscas no parecían ser aconsejables según los psiquiatras y los expertos en psicología dinámica. Ni al parecer del mismísimo mago de Viena, que consideraba que la interpretación de los mismos era la “vía regia hacia el inconsciente”. Cada loco con su tema, pensaba yo por entonces, después de veinte años de psicoanálisis ortodoxo sin resultados evidentes, pero sabiendo ya, de todos modos, que sus dos pacientes más famosos habían fallecido tiempo después de su supuesta curación, en dos casas de salud, vulgo psiquiátricos. Lo cierto era, sin embargo, que pese a mi novedosa estrategia indagatoria, mis despertares nocturnos no me estaban aportando una sabiduría que mereciese la pena, pues con frecuencia me quedaba dormido casi de inmediato hasta el próximo timbrazo (solía programar dos por noche), y en otras ocasiones permanecía alerta como una lechuza sin nada que hacer, lo que intentaba paliar recurriendo a un estudio minucioso de cualquier objeto de la habitación, o mirando fijamente el granulado tipo gotelé de la pared de enfrente, incapaz de pegar ojo. En determinadas ocasiones, recurría a la lectura de textos de escritores clásicos, preferentemente filósofos, que a veces actúan como somníferos de primera calidad, pero ni aún así conseguía dormirme de nuevo. A ello debo sin duda la lectura de cabo a rabo del “Ulises” y el” Finnegans Wake”, de J. Joyce, y de “La crítica de la razón pura” de Kant, lo que hizo que estuviera quince días de baja por algo parecido a un estrés postraumático. A decir verdad, con cierta frecuencia el segundo timbrazo del despertador me sorprendía despierto y totalmente despejado en el sofá del salón, donde intentaba distraerme con la televisión y sus espantosos programas de madrugada. A ello le debo el haber sido lo suficientemente ingenuo como para adquirir, vía internet, una bicicleta estática, que fui incapaz de montar, al venir las piezas por separado y las instrucciones de montaje exclusivamente en alemán, sin que nadie me contestara en el número de teléfono de la referencia. Me lo tomé con calma y bastante filosofía, como otro de los chascos que mi sistema de despertares intermitentes me estaba proporcionando, e intenté abordar el problema del devenir, que esas noches se me hacía eterno, recurriendo a ojear “Ser y Tiempo” de Heidegger, llegando a la conclusión de que si ese tipo no había sido un ideólogo nazi, merecía haberlo sido. Con la idiotez que alcancé después de intentar leer las diez primeras páginas, cualquier payaso con flequillo, bigotito y botas de montar, podría haberme convencido de la inminencia de los mil años del III Reich.  En ocasiones no podía aguantar más y me tomaba un ansiolítico, lo que hacía que cuando poco después volvía a sonar la alarma, me incorporase en la cama con serios problemas de identidad, pues los diacepanes que tomaba eran de efecto casi fulminante, y un susto de tales características al poco rato, me provocaba ataques de pánico y arritmias, que trataba de calmar duchándome con agua caliente durante diez minutos. Poco después, todavía jadeando, me volvía a acostar con la impresión de haber accedido a niveles superiores de conciencia, pues al cerrar los ojos en la ducha, creía percibir un resplandor que no era de este mundo. Pero, a decir verdad yo no pretendía una accesis mística ni una iluminación más o menos esotérica, sino el hallazgo de fenómenos concretos al estilo Einstein. Una nueva Teoría de la Relatividad, reforzada con elementos matemáticos en los que la masa, la energía y la velocidad de la luz no fueran los únicos de una formula sin par, sino que dieran cabida a otros parámetros, como por ejemplo el brazo de palanca o el concepto de “gasto” en la mecánica de fluidos. No lograrlo me sumía con frecuencia en estados de estupor, que me inhabilitaban para otra cosa que no fuera escribir compulsivamente en Word ensayos de pequeño formato, poemas de rima libre y haikus inspirados en la estética japonesa de la era Heian. Cuando lograba desperezarme y salir de mi postración, eran con frecuencia las siete de la mañana, hora a la que me levanto habitualmente y me preparo para ir al trabajo, que está a no menos de tres cuartos de hora en automóvil sin levantar el pié del acelerador. Me metía, pues, de nuevo en la ducha, costumbre esta adquirida de niño, y de la que no puedo prescindir antes de ponerme de nuevo la ropa interior, y al salir sentía que mi carne estaba a punto de convertirse en un pastel de gelatina, pues dos duchas en tan corto intervalo de tiempo, con la temperatura del agua a cuarenta grados, me transmitía una sensación de entumecimiento que no me abandonaba hasta la hora de comer. Finalmente, he llegado a la conclusión de que las servidumbres de mi búsqueda nocturna son superiores a las ganancias, pues las experiencias que hasta ahora he vivido, no me aportan ventaja alguna, a no ser unas notables ojeras de interpretaciones encontradas. Hay quienes ven en ellas la prueba definitiva de mi vida de crápula, y quienes opinan que, sean lo que sean, añaden a mi rostro, un tanto anodino de natural, un cierto encanallamiento que me halaga, y me estimula para insistir en mi teoría de los despertares abruptos.

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