Como estaba previsto el
despertador son a las dos y media de la madrugada, en el preciso momento en el
que me dirigía apresuradamente a los Servicios de un bar de carretera, donde me
había detenido por razones imperiosas, pero donde de igual manera podría
haberlo hecho en otras circunstancias, pues no pongo remilgos a acudir a
aliviaderos cuando la necesidad aprieta. Lo cierto es que más allá de las
circunstancias precisas del sueño, el puro hecho de despertar supuso para mí
una desilusión, pues con frecuencia mis devaneos oníricos me deparaban
situaciones muy agradables, fuera cual fuera la motivación que me hubiera
conducido a ella. A pesar de todo, apunté el sueño en la libreta que desde
hacía tiempo dejaba sobre la mesilla de noche, pues pensaba que llegado el
momento no estaría mal escribir un libro de relatos o algo parecido inspirado
en ellos. Hacía ya unos meses que había decidido que interrumpir mi descanso
nocturno intempestivamente, podría suponerme no sólo el mal rato inicial, sino
a la larga el descubrimiento de alguna verdad superior, pues era algo así como
sorprender al cerebro en el momento que este ha depuesto en buena medidas sus
defensas, y podía trasladarme algún tipo de conocimiento inabordable en estado
de vigilia. Sabía que durante el periodo del sueño conocido como REM, las
interrupciones bruscas no parecían ser aconsejables según los psiquiatras y los
expertos en psicología dinámica. Ni al parecer del mismísimo mago de Viena, que
consideraba que la interpretación de los mismos era la “vía regia hacia el
inconsciente”. Cada loco con su tema, pensaba yo por entonces, después de
veinte años de psicoanálisis ortodoxo sin resultados evidentes, pero sabiendo
ya, de todos modos, que sus dos pacientes más famosos habían fallecido tiempo
después de su supuesta curación, en dos casas de salud, vulgo psiquiátricos. Lo
cierto era, sin embargo, que pese a mi novedosa estrategia indagatoria, mis
despertares nocturnos no me estaban aportando una sabiduría que mereciese la
pena, pues con frecuencia me quedaba dormido casi de inmediato hasta el próximo
timbrazo (solía programar dos por noche), y en otras ocasiones permanecía
alerta como una lechuza sin nada que hacer, lo que intentaba paliar recurriendo
a un estudio minucioso de cualquier objeto de la habitación, o mirando
fijamente el granulado tipo gotelé de la pared de enfrente, incapaz de pegar
ojo. En determinadas ocasiones, recurría a la lectura de textos de escritores
clásicos, preferentemente filósofos, que a veces actúan como somníferos de
primera calidad, pero ni aún así conseguía dormirme de nuevo. A ello debo sin
duda la lectura de cabo a rabo del “Ulises” y el” Finnegans Wake”, de J. Joyce,
y de “La crítica de la razón pura” de Kant, lo que hizo que estuviera quince
días de baja por algo parecido a un estrés postraumático. A decir verdad, con
cierta frecuencia el segundo timbrazo del despertador me sorprendía despierto y
totalmente despejado en el sofá del salón, donde intentaba distraerme con la
televisión y sus espantosos programas de madrugada. A ello le debo el haber
sido lo suficientemente ingenuo como para adquirir, vía internet, una bicicleta
estática, que fui incapaz de montar, al venir las piezas por separado y las
instrucciones de montaje exclusivamente en alemán, sin que nadie me contestara
en el número de teléfono de la referencia. Me lo tomé con calma y bastante
filosofía, como otro de los chascos que mi sistema de despertares intermitentes
me estaba proporcionando, e intenté abordar el problema del devenir, que esas
noches se me hacía eterno, recurriendo a ojear “Ser y Tiempo” de Heidegger,
llegando a la conclusión de que si ese tipo no había sido un ideólogo nazi,
merecía haberlo sido. Con la idiotez que alcancé después de intentar leer las
diez primeras páginas, cualquier payaso con flequillo, bigotito y botas de
montar, podría haberme convencido de la inminencia de los mil años del III
Reich. En ocasiones no podía aguantar
más y me tomaba un ansiolítico, lo que hacía que cuando poco después volvía a
sonar la alarma, me incorporase en la cama con serios problemas de identidad,
pues los diacepanes que tomaba eran de efecto casi fulminante, y un susto de
tales características al poco rato, me provocaba ataques de pánico y arritmias,
que trataba de calmar duchándome con agua caliente durante diez minutos. Poco
después, todavía jadeando, me volvía a acostar con la impresión de haber
accedido a niveles superiores de conciencia, pues al
cerrar los ojos en la ducha, creía percibir un resplandor que no era de este
mundo. Pero, a decir verdad yo no pretendía una accesis mística ni una
iluminación más o menos esotérica, sino el hallazgo de fenómenos concretos al
estilo Einstein. Una nueva Teoría de la Relatividad, reforzada con elementos
matemáticos en los que la masa, la energía y la velocidad de la luz no fueran
los únicos de una formula sin par, sino que dieran cabida a otros parámetros,
como por ejemplo el brazo de palanca o el concepto de “gasto” en la mecánica de
fluidos. No lograrlo me sumía con frecuencia en estados de estupor, que me
inhabilitaban para otra cosa que no fuera escribir compulsivamente en Word
ensayos de pequeño formato, poemas de rima libre y haikus inspirados en la estética
japonesa de la era Heian. Cuando lograba desperezarme y salir de mi postración,
eran con frecuencia las siete de la mañana, hora a la que me levanto
habitualmente y me preparo para ir al trabajo, que está a no menos de tres cuartos
de hora en automóvil sin levantar el pié del acelerador. Me metía, pues, de
nuevo en la ducha, costumbre esta adquirida de niño, y de la que no puedo
prescindir antes de ponerme de nuevo la ropa interior, y al salir sentía que mi
carne estaba a punto de convertirse en un pastel de gelatina, pues dos duchas
en tan corto intervalo de tiempo, con la temperatura del agua a cuarenta
grados, me transmitía una sensación de entumecimiento que no me abandonaba
hasta la hora de comer. Finalmente, he llegado a la conclusión de que las
servidumbres de mi búsqueda nocturna son superiores a las ganancias, pues las
experiencias que hasta ahora he vivido, no me aportan ventaja alguna, a no ser
unas notables ojeras de interpretaciones encontradas. Hay quienes ven en ellas
la prueba definitiva de mi vida de crápula, y quienes opinan que, sean lo que
sean, añaden a mi rostro, un tanto anodino de natural, un cierto
encanallamiento que me halaga, y me estimula para insistir en mi teoría de los
despertares abruptos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario