martes, 17 de mayo de 2016

ARGUMENTOS

Una vez preparados, ambos sabíamos que no se trataba de un juego, y que llamarlo así, no hubiera sido más que un eufemismo al que los dos hubiéramos recurrido de buenas ganas, sabedores de lo mal vistas que están las enemistades irreconciliables y lo desagradable que resulta soportarlas. Nos conocíamos desde niños, y desde entonces habíamos sido supuestamente amigos. Palabras conciliadoras, incluso afectuosas, palmadas en el hombro y hasta discretos abrazos, que dejaran claro de antemano la inocencia de nuestras intenciones. Los recuerdos de vejaciones antiguas, o de engaños recientes, se escondían bajo un velo de camaradería, que una vez llegado el momento de la confrontación, podía descorrerse con violencia olvidando para siempre el fair play.
Pero no había que escarbar demasiado en nuestro interior, para saber que las apariencias solo era para los demás, ajenos a un combate que se libraba ya desde hacía demasiado tiempo. Las cosas estuvieron claras entre nosotros enseguida, y los argumentos de cada cual, siendo los habituales, cada vez que nos encontrábamos, no por repetidos, dejaban a ambos de sorprendernos. Era evidente, desde un principio, que su pretensión era anularme con un envite que no pudiera encontrar una respuesta en la consabida eficacia de mis contraataques. Como norma, él evitaba toda sutileza, o la empleaba muy raramente para sorprenderme, mientras que yo la utilizaba de continuo, tratando de inutilizar proposiciones que por incontestables, me dejaban totalmente expuesto a una vejación y derrota fulminante. Sus razonamientos carecían de matices, eran secos como dardos lanzados con una precisión y eficacia absolutas, que requerían de mi parte una atención y empeño sin titubeos. Para mí, de eso se trataba en principio, ser capaz de contrarrestar la firmeza de sus embates recurriendo
a la consistencia de mi voluntad, y a no darme nunca por vencido, por más que de entrada pudiera parecer todo perdido. Pero, afortunadamente, lo cierto era que si lograba argumentar algo con suficiente consistencia, pronto podía apreciar sus titubeos, acostumbrado como estaba a vencerme con frecuencia por fuera de combate a las primeras de cambio.
Claro está que con el tiempo, ambos habíamos agudizado el ingenio tratando de aprender las técnicas del otro, de manera que en ocasiones, raras pero indudables, nos podíamos ver envueltos en una lucha en la que cada cual utilizaba las armas del contrario para sorpresa mutua. De uno, porque no esperaba que el contrincante mejorara tanto en lo que le era ajeno, y del otro, porque desconfiando de su aprendizaje, contemplaba con sorpresa y entusiasmo sus hallazgos en el contraataque. Pero el juego no solo se ventilaba con el virtuosismo de las palabras, sino recurriendo a lenguajes no verbales, que hicieran que el otro malinterpretase nuestras intenciones, por lo que, al fin y a la postre, todo se decantaba en uno u otro sentido por márgenes cada vez más estrechos, dados los sutilísimos argumentos de cualquier tipo que cada cual empleaba.
Era normal que alternásemos victorias y derrotas, una vez alcanzados niveles difíciles de imaginar en una dialéctica que cada vez se superaba a sí misma; y cuando al final de la partida, por fin nos dábamos la mano hasta la próxima vez, no podíamos evitar una mirada de mutua admiración y reconocimiento, como si solo quien teníamos enfrente hubiera sido capaz de ponernos al límite de nuestras fuerzas y recursos. Lo que, sin embargo, trataríamos de olvidar cualquier tarde de aquellas, en las que, sonriéndonos y aparentemente ajenos a nuestra lucha despiadada, tomábamos una copa de champán en la barra del bar del Club de Tenis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario