Una vez preparados, ambos sabíamos que no se trataba de un juego, y
que llamarlo así, no hubiera sido más que un eufemismo al que los dos
hubiéramos recurrido de buenas ganas, sabedores de lo mal vistas que
están las enemistades irreconciliables y lo desagradable que resulta
soportarlas. Nos conocíamos desde niños, y desde entonces habíamos sido
supuestamente amigos. Palabras conciliadoras, incluso afectuosas,
palmadas en el hombro y hasta discretos abrazos, que dejaran claro de
antemano la inocencia de nuestras intenciones. Los recuerdos de
vejaciones antiguas, o de engaños recientes, se escondían bajo un velo
de camaradería, que una vez llegado el momento de la confrontación,
podía descorrerse con violencia olvidando para siempre el fair play.
Pero
no había que escarbar demasiado en nuestro interior, para saber que las
apariencias solo era para los demás, ajenos a un combate que se libraba
ya desde hacía demasiado tiempo. Las cosas estuvieron claras entre
nosotros enseguida, y los argumentos de cada cual, siendo los
habituales, cada vez que nos encontrábamos, no por repetidos, dejaban a
ambos de sorprendernos. Era evidente, desde un principio, que su
pretensión era anularme con un envite que no pudiera encontrar una
respuesta en la consabida eficacia de mis contraataques. Como norma, él
evitaba toda sutileza, o la empleaba muy raramente para sorprenderme,
mientras que yo la utilizaba de continuo, tratando de inutilizar
proposiciones que por incontestables, me dejaban totalmente expuesto a
una vejación y derrota fulminante. Sus razonamientos carecían de
matices, eran secos como dardos lanzados con una precisión y eficacia
absolutas, que requerían de mi parte una atención y empeño sin titubeos.
Para mí, de eso se trataba en principio, ser capaz de contrarrestar la
firmeza de sus embates recurriendo
a la consistencia de mi
voluntad, y a no darme nunca por vencido, por más que de entrada pudiera
parecer todo perdido. Pero, afortunadamente, lo cierto era que si
lograba argumentar algo con suficiente consistencia, pronto podía
apreciar sus titubeos, acostumbrado como estaba a vencerme con
frecuencia por fuera de combate a las primeras de cambio.
Claro
está que con el tiempo, ambos habíamos agudizado el ingenio tratando de
aprender las técnicas del otro, de manera que en ocasiones, raras pero
indudables, nos podíamos ver envueltos en una lucha en la que cada cual
utilizaba las armas del contrario para sorpresa mutua. De uno, porque no
esperaba que el contrincante mejorara tanto en lo que le era ajeno, y
del otro, porque desconfiando de su aprendizaje, contemplaba con
sorpresa y entusiasmo sus hallazgos en el contraataque. Pero el juego no
solo se ventilaba con el virtuosismo de las palabras, sino recurriendo a
lenguajes no verbales, que hicieran que el otro malinterpretase
nuestras intenciones, por lo que, al fin y a la postre, todo se
decantaba en uno u otro sentido por márgenes cada vez más estrechos,
dados los sutilísimos argumentos de cualquier tipo que cada cual
empleaba.
Era normal que alternásemos victorias y derrotas, una
vez alcanzados niveles difíciles de imaginar en una dialéctica que cada
vez se superaba a sí misma; y cuando al final de la partida, por fin nos
dábamos la mano hasta la próxima vez, no podíamos evitar una mirada de
mutua admiración y reconocimiento, como si solo quien teníamos enfrente
hubiera sido capaz de ponernos al límite de nuestras fuerzas y recursos.
Lo que, sin embargo, trataríamos de olvidar cualquier tarde de
aquellas, en las que, sonriéndonos y aparentemente ajenos a nuestra
lucha despiadada, tomábamos una copa de champán en la barra del bar del
Club de Tenis.
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