Algunas tarde
cuando vuelvo a casa después del trabajo demasiado fatigado, me echo en la cama
y apenas puedo levantarme para cenar. Flavia y los chicos tienen paciencia y
parecen comprenderme, porque poco después me reciben sonrientes en la mesa,
conscientes de que hago todo lo posible para traer un dinerito a casa y
mantener la familia a flote. Flavia quisiera ayudarme pero le resulta
imposible. Su poliomelitis infantil ha sido demasiado cruel con ella, y nunca
le ha sido fácil encontrar trabajo, aunque en ocasiones le salgan algunas
oportunidades en pequeños negocios donde puede echar una mano en labores
secundarias, teniendo en cuenta que tampoco es una experta en informática, lo
que le facilitaría mucho las cosas. A pesar de su edad, estamos en ello y le
pago a un buen profesional que la ponga al día y le permita trabajar sentada,
donde sus dificultades con las piernas no tienen importancia.
Otras tardes,
nada más regresar, todos saben que no cuentan conmigo en absoluto. Ha sido un
día demasiado duro y ni siquiera tengo humor para compartir con ellos el rato
que todavía queda para irnos a dormir. Esos días me encierro enseguida en mi
habitación privada, Flavia y yo dormimos en habitaciones separadas, y después
de un pequeño descanso tumbado en la cama tratando de recuperar el resuello, y
devolver mi respiración y pulsaciones a los valores habituales, procedo a
reconstituirme para poder seguir funcionando al días siguiente con normalidad.
Me siento frente a la mesa de roble macizo, que forma parte de mi estudio al
fondo de la habitación, y procedo a abrirme en canal como si fuera una res del
matadero municipal. Me sirvo para ello de un cuchillo de grandes dimensiones
que podría sin duda ser empleado para el ganado, y en ocasiones me ayudo con
algo parecido a una navaja cabritera para las vísceras y los menudillos. Trato
de situar el abdomen sobre la mesa aupado sobre un taburete de patas altas, y
una vez conseguido procedo a mi eventración, que aunque pudiera ser embarazosa
para un no entendido. A mí con la práctica me parece de lo más natural,
teniendo en cuenta que manejo con facilidad los órganos y no se me escapan los
líquidos, provisto como estoy en esos momentos de los recipientes y utensilios
adecuados. En primer lugar llega el esófago, al que le sigue el estómago y poco
después los intestinos delgado y grueso con el recto, con los que procedo a una
limpieza exhaustiva y pormenorizada, que deja lo que habitualmente llamamos
mondongo listo para reinstalarse en su lugar, una vez cerrada la herida y
efectuadas las suturas pertinentes. El hígado, el páncreas, los riñones, el
hígado y el bazo vienen después y sufren un proceso similar, aunque normalmente
más limpio y menos aparatoso, recolocándolos a su vez en sus alojamientos
correspondientes, listos para realizar sus funciones habituales como órganos
fundamentales del funcionamiento de mi organismo. El corazón y los pulmones,
estando más relacionados con la amígdala cerebral, y por tanto en procesos
eminentemente emocionales y afectivos, no los toco o en todo caso les doy un
pequeño retoque en superficie, pues nunca está claro como podrían reaccionar si
son manipulados como vísceras. Procedo en todo momento con suma limpieza, y al
poco de terminar me considero un hombre nuevo, algo que al día siguiente toda
mi familia me corrobora por la mañana al levantarse y verme de buen humor, y
según dicen, con buena cara. Ellos no están en el intríngulis de la operación
que ha tenido lugar, teniendo en cuenta que he procedido en todo momento con
sigilo, y que tengo los elementos quirúrgicos a buen resguardo en un lugar que
ni podrían sospechar.
Salgo pues de
nuevo al mundo como un automóvil después de una revisión a fondo, en la que
todas sus partes han sido reconstituidas, adquiriendo el valor de una mercancía
recién estrenada. Ni que decir tiene que en mi habitación nada denota el
intenso trabajo a que he sometido a mi organismo, y que los desechos orgánicos
de todo orden, líquidos incluidos, han desaparecido después de un proceso
minucioso de imposible detección. Pero
hoy soy consciente que debo moderar mi afición a la fontanería interna, porque
Flavia y los chicos entusiasmados por lo que desconocen. Piensan que la causa
de mi apariencia renovada por la mañana solo se debe a las consecuencias de un
sueño reparador, sin considerar en lo más mínimo que quien se presenta ante
ellos sonriente y hasta en ocasiones exultante, ha sufrido una operación
quirúrgica de alto riesgo, que no difiere en mucho de las labores que se llevan
a cabo en una carnicería o un matadero. Tengo previsto, no obstante, para un
futuro más o menos inmediato, la inclusión de todos mis órganos sensoriales, y
esencialmente de mi cerebro, al que creo que seré capaz de desprender de
ciertas adherencias con las que ha ido contaminándose con el paso del tiempo en
su discurrir en contacto con el mundo exterior. Estaré entonces cerca de ser el
hombre nuevo, el paradigma buscado con ahínco por tantos sabios y jefes de
estado, deseosos del mundo feliz al que aspiran desde el comienzo de los tiempos.
Luego vendrá la inclusión de los tejidos y las células, donde el trabajo sobre
su ADN será fundamental cara a un futuro que, visto lo visto, no podrá ser otra
cosa que halagüeño.
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