No sé que sentido puede
tener el hecho de que últimamente sueñe con mucha frecuencia que me encuentro
solo en medio del desierto. Y no se trata exclusivamente de un desierto en el
sentido más clásico, el de arena y grandes dunas, sino, además, de otros de
configuraciones variadas, desde amplias mesetas pedregosas hasta terrenos
áridos azotados por vientos violentos, y alterados aquí y allá por elevaciones
rocosas. Quizás la característica más común es la ausencia de vegetación, o
como mucho la proliferación de cactus y chumberas, y con frecuencia la de una
hierba rala y raquítica luchando con heroísmo para sobrevivir a la sequía, que
es la característica principal de todos ellos. Es posible que haciendo una
interpretación metafórica y un tanto freudiana, me estén hablando de un
empobrecimiento de mi psique, o de una soledad que debo tratar de contrarrestar
acercándome a los demás. No siento yo, a fuer de ser sincero, que el estado de
devastación de mi sistema límbico sea para tanto, y aunque es cierto que en
ocasiones permanezco varios días sin salir de casa ni decir esta boca es mía, mantengo
por otro lado el flujo suficiente de conexiones con el mundo exterior para
considerarme una persona medianamente equilibrada. No creo que permanecer cinco
horas diarias viendo la televisión, y otras tantas aplicándome con el ordenador
sean suficientes para que salten todas las alarmas. De hecho, mis sueños en los
últimos tiempos contienen algunos elementos vitalizadores e incluyen lo que, a
mi modesto entender, puede representar una aproximación a los demás. El otro
día, sin ir más lejos, soñé que estaba en un desierto, sorprendentemente
llamado Castilla la Vieja, en el que se encontraban diversas personas
conocidas, y especialmente dos, mi madre y mi hermana. Lo de mi madre no es
sorprendente, lo de mi hermana sí, porque no tengo ninguna; claro que ya se
sabe que en los procesos oníricos se dan todo tipo de alteraciones de la vida
real. Desde luego era un desierto particular, que coincidía en su aspecto con
la de dicha región, denominada así en tiempos de la dictadura, por lo que tenía
bastante poco de desierto considerado este en el sentido más arriba mencionado,
pues no sólo podían vislumbrarse grandes cadenas montañosas cubiertas de
vegetación, sino que en las llanuras eran frecuentes los campos de trigo, maíz
y avena. También las poblaciones de tipo intermedio y una cabaña bovina y lanar
abundante diseminada por el terreno. Pero en el sueño se trataba sin duda de un
desierto. Mi madre se dedicaba a faenas que yo trataba de discernir a lo lejos,
aunque no me resultaba fácil. En todo caso se trataba de labores relacionadas
con los trabajos de la granja. Mi hermana, una chica talludita pero de buen ver,
se paseaba arriba y abajo con una especie de túnica tornasolada, abierta
lateralmente a lo largo de las piernas y subiendo por los costados hasta cerca
de las axilas, lo que ella misma seguramente consideraba impropio, pero que al
parecer no podía dejar de hacer. Parece ser, según el relato que el sueño
desarrolla, que ambas vivían en una especie de granja, propiedad de unos
cubanos venidos a la península ibérica como consecuencia de su guerra de
independencia, pues se consideraban más españoles que antillanos, y desde
luego, mucho más que americanos.
Son pues varios los
elementos que parecen animar mis sueños últimamente, con independencia de que
se trate de desiertos, ya sean el del Sahara, el de Atacama o el de Gobi. Las
interpretaciones son múltiples, y mi psicoanalista tiene suficiente material de
trabajo para varios meses, dada la ausencia también absoluta de fauna autóctona,
especialmente camellos. Quizás no deba complicarme la vida y suponer que se
trata de restos diurnos sin ningún significado, y que mis neuronas descargan el
tedio o la tensión que me producen los aparatos electrónicos. Voy a rebajar a
tres las horas de audiencia de televisión e internet. Quizás así consiga soñar
con jardines umbrosos y con vergeles en los que se cultiven frutos de temporada,
y siempre, siempre, la uva moscatel.
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