Si a estas alturas de la vida tiene usted aún dificultades para
imaginarse en situaciones que le hagan estar satisfecho de habitar el
ancho mundo, permítame que le diga que estamos aviados. No obstante
quizás me he precipitado, porque para ser sincero, no tengo la menor
idea de que edad tiene usted, y he dicho lo anterior siguiendo la
costumbre de suponer que quien me escucha es mi otro yo, o en todo caso,
alguien de mi edad. En cualquier caso, si usted es capaz de leerme se
acerca como mínimo a la edad de la razón, aquella en que ya habrá
perdido sin duda su inocencia natural y se dejará domesticar como a
todos nos sucedió en su día. Es posible, por lo tanto, que ya haya
sobrepasado los ocho años, y aún más probable que esté en plena
adolescencia, esa edad proclive a la curiosidad, que hace que busquemos
con insistencia los misterios ocultos de un mundo que se nos va
abriendo. Los libros, y en general la escritura, siempre ha sido un
lugar donde husmear a la búsqueda de emociones, que empiezan a surgir en
nosotros de forma vehemente acompañadas de ciertas urgencias, por
llamarlo de alguna manera. Con toda franqueza le diré que puede usted
tener tan solo los mencionados ocho añitos y leerme, que no por eso me
voy a cortar. Camino que tendrá usted recorrido sin tener que pasar por
el agridulce sabor de la experiencia. Mire usted, a esa edad, yo ya
empecé a darme gusto entre los maizales frente a mi casa del pueblo, y
ya era recompensado con un calambrillo final, que desde entonces no ha
dejado de acompañarme prácticamente todos los días de mi vida. Esa
enorme facilidad con que la madre naturaleza nos ha dispensado por el
mero hecho de tener manos. Haga la prueba, en cualquier postura no
forzada, y verá la facilidad del acceso sin mayores complicaciones.
Hacia
los doce años, el pájaro canoro, ya está listo para entonar su canción
más bella. Hacia los quince si no recuerdo mal, aquello ha tomado unas
proporciones, y no me refiero exclusivamente a las físicas, que nos
hacen saber con certeza, que estamos en posesión de un juguete que nos
acompañará el resto de nuestros días, y que será nuestro compañero de
fatigas. El único además que siempre nos será fiel y vendrá en nuestra
ayuda en algunos momentos aciagos de nuestra biografía, acudiendo al
rescate de forma infatigable, y con una gallardía inigualable. Cuántas veces
hemos sido rescatados, aunque solo haya sido durante unos minutos, de
las garras de la desesperación, cuando entre jadeos, hemos visto al ya
crecido artilugio entonar su canción más bella y oleosa. Levantar acta
de las actividades relacionadas con el instrumento a partir de esos
años, sería una labor para la que pocas secretarias se presentarían de
forma voluntaria, pues sería un trabajo ímprobo, donde la dactilografía y
la estenotipia serían procedimientos demasiado arcaicos para la
velocidad requerida. Las poluciones nocturnas, seguidas de un intenso
sentimiento de culpa, debido al adoctrinamiento religioso, constituían
en aquella época incidentes reiterados, en los que los lamparones
formaban parte de los acontecimientos vergonzantes que nos acompañaron
algunas tardes de los fines de semana. Usted, si es de otra generación,
vaya trazando su recorrido paralelo, pues siendo esta de la procreación,
una ley de la naturaleza con tanta ó mayor entidad que la fuerza de la
gravedad, estoy seguro que tendrá su equivalente.
Pajas de los
veinte años que no tienen nada de compulsivas, ni siquiera de
antidepresivas ó terapéuticas, sino debidas exclusivamente a la fuerza
bruta de la naturaleza, que nos invade como un Amazonas caudaloso y
potente, que por algún lado tiene que descargar la violencia de sus
aguas. Pajas monumentales concentrando toda nuestra furia contra la
pequeña herramienta, que no tiene más remedio que darse por vencida, y
ofrecer al ancho mundo lo único que puede darle, su abundante caudal,
capaz en los momentos más ardientes de sobrepasar el pecho e incluso de
la cabeza y pasar a formar parte del decorado del cabecero de la cama.
Pajas reiterativas desfogando el ardor juvenil y escupiendo en la cama o
donde mejor le venga, un furor desatado, al que solo podría poner freno
una epicondilitis severa. Esa primera mano que se cuela temblorosa bajo
el pantalón y encuentra al que tiene vida propia, dispuesto a recibir
las caricias que le son debidas, con el agradecimiento inicial de una
tiesura que es su primera forma de manifestarse y demostrar su contento.
Gratitud del ente cilíndrico, jamás desagradecido para los que lo
manejan con el cariño que necesita, y que encuentra en situaciones
estimulantes un lustre que para sí quisieran los limpiabotas. Ya en
aquella época se nos hacía evidente, a pesar de las explicaciones en
contra, que la anatomía evolutiva podía haber buscado soluciones más
simples al hecho del instinto de supervivencia, que dotarnos de
un sistema reproductor tan aparatoso. Tardes estivales para no olvidar,
en las que uno aprende a apreciar la justeza combinada del ritmo y la
intensidad del agarre, que en determinados momentos requerirá el brío
del crescendo final de no pocas sinfonías en su cuarto movimiento, y la
firme delicadeza con la que se sujeta a un pajarillo en otros
interludios para no dañarle, pero que tampoco se nos vaya de las manos.
Todo a la espera de ese momento paroxístico que todo lo resume. Época
aquella también en que el aprendizaje nos despertaba la inteligencia, y
sugería formas que no habrán pasado a la historia de la literatura, pero
que seguramente emplearon los que utilizaron las más famosas plumas.
Para
empezar, la paja moruna, pasando el antebrazo por debajo del muslo para
asir con vehemencia la aguja de marear, y proceder al conocido
movimiento de émbolo. Puede resultar fatigosa y solo adecuada para los
habituales del gimnasio con tendencias esteticistas, que son capaces de
sacrificar la simpleza de lo meramente eficaz, por una dificultad
sobreañadida un tanto inútilmente, pero que con la práctica debida,
puede ayudarles en la consecución de un bíceps voluminoso. Una
advertencia final para estos últimos: deberían dedicar al otro brazo un
rato diario de atención con ejercicios compensatorios, sino quieren
acabar como una especie de bogavante asimétrico, una boca de la isla (*)
ó un Rod Laver del tenis. Una variante sofisticada, es la que en la
primera época de la pubertad quien más quien menos, ha dedicado, aunque
solo haya sido una vez, a la mosca en la bañera. Ese ejercicio que quien
me lea no necesita de más explicaciones, y que consiste en sumergirse
en el agua dejando que solo el periscopio sea evidente por encima, al
tiempo que una mosca inhabilitada para la aviación, se pasea sobre el
mismo frenéticamente al no estar dotada para la natación, produciéndonos
un efecto del que ella misma no tardará en enterarse, y que se la
llevará por delante a poco que se descuide. Creo que está bastante
claro. Luego está la gallarda habitual, que obvio reproducir aquí por
demasiado conocida, aunque dentro de su rutina, admite variantes en
función de las características del protagonista, pues no todas las
pollas son iguales, ni los brazos, las manos ni los dedos. Los de pollón
grueso y crecido, tratarán de asirla con la firmeza de un martillo,
rodeándola de todos losdedos; los de tamaño medio, alternarán la
palma abierta y el efecto pinza entre el pulgar y el índice más el dedo
medio, y los decididamente colibríes optarán sin duda por esta última,
una vez que hayan aceptado en su caso la inutilidad de la tenaza. Los
estudiantes de arte alternarán las posturas, los ángulos de ataque y las
inclinaciones, teniendo siempre en cuenta que en un momento dado, en
los primeros tiempos tal cosa pretende pegarse a la barriga venciendo
todos los obstáculos, como un muelle ó fleje bien tensado. Después
llegarán tiempos en que incluso en la cama con la pareja, la mano busque
con disimulo al pajarito e intentará darle alpiste, procurando que
quien nos acompaña no se dé por aludida, y se ponga celosa inútilmente.
Gayolas que acompañarán toda la vida incluso a los padres de
familia numerosa, y que nos harán solventar los malos momentos de toda
relación con cierto desahogo, y con las que se nos harán más soportables
los suspensos de los chicos ó su mala conducta, cuando empiecen a
sufrir la transformación que dio origen a este escrito. No importa cuan
delicado parezca el venerable anciano que da de comer a las palomas,
sentado a nuestro lado en un banco del parque, ni lo serio e imponente
que se presenten ante usted el profesor de Metafísica ó el refinado
violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Todos ellos han dedicado o
dedican diariamente un rato a un instrumento, mira por donde que solo
se toca en la intimidad, pero que por nada del mundo ignoraríamos.
Míreles a los ojos profundamente, y verá que no me equivoco.
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