domingo, 8 de mayo de 2016

A PORTA GAYOLA

Si a estas alturas de la vida tiene usted aún dificultades para imaginarse en situaciones que le hagan estar satisfecho de habitar el ancho mundo, permítame que le diga que estamos aviados. No obstante quizás me he precipitado, porque para ser sincero, no tengo la menor idea de que edad tiene usted, y he dicho lo anterior siguiendo la costumbre de suponer que quien me escucha es mi otro yo, o en todo caso, alguien de mi edad. En cualquier caso, si usted es capaz de leerme se acerca como mínimo a la edad de la razón, aquella en que ya habrá perdido sin duda su inocencia natural y se dejará domesticar como a todos nos sucedió en su día. Es posible, por lo tanto, que ya haya sobrepasado los ocho años, y aún más probable que esté en plena adolescencia, esa edad proclive a la curiosidad, que hace que busquemos con insistencia los misterios ocultos de un mundo que se nos va abriendo. Los libros, y en general la escritura, siempre ha sido un lugar donde husmear a la búsqueda de emociones, que empiezan a surgir en nosotros de forma vehemente acompañadas de ciertas urgencias, por llamarlo de alguna manera. Con toda franqueza le diré que puede usted tener tan solo los mencionados ocho añitos y leerme, que no por eso me voy a cortar. Camino que tendrá usted recorrido sin tener que pasar por el agridulce sabor de la experiencia. Mire usted, a esa edad, yo ya empecé a darme gusto entre los maizales frente a mi casa del pueblo, y ya era recompensado con un calambrillo final, que desde entonces no ha dejado de acompañarme prácticamente todos los días de mi vida. Esa enorme facilidad con que la madre naturaleza nos ha dispensado por el mero hecho de tener manos. Haga la prueba, en cualquier postura no forzada, y verá la facilidad del acceso sin mayores complicaciones.
Hacia los doce años, el pájaro canoro, ya está listo para entonar su canción más bella. Hacia los quince si no recuerdo mal, aquello ha tomado unas proporciones, y no me refiero exclusivamente a las físicas, que nos hacen saber con certeza, que estamos en posesión de un juguete que nos acompañará el resto de nuestros días, y que será nuestro compañero de fatigas. El único además que siempre nos será fiel y vendrá en nuestra ayuda en algunos momentos aciagos de nuestra biografía, acudiendo al rescate de forma infatigable, y con una gallardía inigualable. Cuántas veces hemos sido rescatados, aunque solo haya sido durante unos minutos, de las garras de la desesperación, cuando entre jadeos, hemos visto al ya crecido artilugio entonar su canción más bella y oleosa. Levantar acta de las actividades relacionadas con el instrumento a partir de esos años, sería una labor para la que pocas secretarias se presentarían de forma voluntaria, pues sería un trabajo ímprobo, donde la dactilografía y la estenotipia serían procedimientos demasiado arcaicos para la velocidad requerida. Las poluciones nocturnas, seguidas de un intenso sentimiento de culpa, debido al adoctrinamiento religioso, constituían en aquella época incidentes reiterados, en los que los lamparones formaban parte de los acontecimientos vergonzantes que nos acompañaron algunas tardes de los fines de semana. Usted, si es de otra generación, vaya trazando su recorrido paralelo, pues siendo esta de la procreación, una ley de la naturaleza con tanta ó mayor entidad que la fuerza de la gravedad, estoy seguro que tendrá su equivalente.
Pajas de los veinte años que no tienen nada de compulsivas, ni siquiera de antidepresivas ó terapéuticas, sino debidas exclusivamente a la fuerza bruta de la naturaleza, que nos invade como un Amazonas caudaloso y potente, que por algún lado tiene que descargar la violencia de sus aguas. Pajas monumentales concentrando toda nuestra furia contra la pequeña herramienta, que no tiene más remedio que darse por vencida, y ofrecer al ancho mundo lo único que puede darle, su abundante caudal, capaz en los momentos más ardientes de sobrepasar el pecho e incluso de la cabeza y pasar a formar parte del decorado del cabecero de la cama. Pajas reiterativas desfogando el ardor juvenil y escupiendo en la cama o donde mejor le venga, un furor desatado, al que solo podría poner freno una epicondilitis severa. Esa primera mano que se cuela temblorosa bajo el pantalón y encuentra al que tiene vida propia, dispuesto a recibir las caricias que le son debidas, con el agradecimiento inicial de una tiesura que es su primera forma de manifestarse y demostrar su contento. Gratitud del ente cilíndrico, jamás desagradecido para los que lo manejan con el cariño que necesita, y que encuentra en situaciones estimulantes un lustre que para sí quisieran los limpiabotas. Ya en aquella época se nos hacía evidente, a pesar de las explicaciones en contra, que la anatomía evolutiva podía haber buscado soluciones más simples al hecho del instinto de supervivencia, que dotarnos de un sistema reproductor tan aparatoso. Tardes estivales para no olvidar, en las que uno aprende a apreciar la justeza combinada del ritmo y la intensidad del agarre, que en determinados momentos requerirá el brío del crescendo final de no pocas sinfonías en su cuarto movimiento, y la firme delicadeza con la que se sujeta a un pajarillo en otros interludios para no dañarle, pero que tampoco se nos vaya de las manos. Todo a la espera de ese momento paroxístico que todo lo resume. Época aquella también en que el aprendizaje nos despertaba la inteligencia, y sugería formas que no habrán pasado a la historia de la literatura, pero que seguramente emplearon los que utilizaron las más famosas plumas.
Para empezar, la paja moruna, pasando el antebrazo por debajo del muslo para asir con vehemencia la aguja de marear, y proceder al conocido movimiento de émbolo. Puede resultar fatigosa y solo adecuada para los habituales del gimnasio con tendencias esteticistas, que son capaces de sacrificar la simpleza de lo meramente eficaz, por una dificultad sobreañadida un tanto inútilmente, pero que con la práctica debida, puede ayudarles en la consecución de un bíceps voluminoso. Una advertencia final para estos últimos: deberían dedicar al otro brazo un rato diario de atención con ejercicios compensatorios, sino quieren acabar como una especie de bogavante asimétrico, una boca de la isla (*) ó un Rod Laver del tenis. Una variante sofisticada, es la que en la primera época de la pubertad quien más quien menos, ha dedicado, aunque solo haya sido una vez, a la mosca en la bañera. Ese ejercicio que quien me lea no necesita de más explicaciones, y que consiste en sumergirse en el agua dejando que solo el periscopio sea evidente por encima, al tiempo que una mosca inhabilitada para la aviación, se pasea sobre el mismo frenéticamente al no estar dotada para la natación, produciéndonos un efecto del que ella misma no tardará en enterarse, y que se la llevará por delante a poco que se descuide. Creo que está bastante claro. Luego está la gallarda habitual, que obvio reproducir aquí por demasiado conocida, aunque dentro de su rutina, admite variantes en función de las características del protagonista, pues no todas las pollas son iguales, ni los brazos, las manos ni los dedos. Los de pollón grueso y crecido, tratarán de asirla con la firmeza de un martillo, rodeándola de todos losdedos; los de tamaño medio, alternarán la palma abierta y el efecto pinza entre el pulgar y el índice más el dedo medio, y los decididamente colibríes optarán sin duda por esta última, una vez que hayan aceptado en su caso la inutilidad de la tenaza. Los estudiantes de arte alternarán las posturas, los ángulos de ataque y las inclinaciones, teniendo siempre en cuenta que en un momento dado, en los primeros tiempos tal cosa pretende pegarse a la barriga venciendo todos los obstáculos, como un muelle ó fleje bien tensado. Después llegarán tiempos en que incluso en la cama con la pareja, la mano busque con disimulo al pajarito e intentará darle alpiste, procurando que quien nos acompaña no se dé por aludida, y se ponga celosa inútilmente.
Gayolas que acompañarán toda la vida incluso a los padres de familia numerosa, y que nos harán solventar los malos momentos de toda relación con cierto desahogo, y con las que se nos harán más soportables los suspensos de los chicos ó su mala conducta, cuando empiecen a sufrir la transformación que dio origen a este escrito. No importa cuan delicado parezca el venerable anciano que da de comer a las palomas, sentado a nuestro lado en un banco del parque, ni lo serio e imponente que se presenten ante usted el profesor de Metafísica ó el refinado violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Todos ellos han dedicado o dedican diariamente un rato a un instrumento, mira por donde que solo se toca en la intimidad, pero que por nada del mundo ignoraríamos. Míreles a los ojos profundamente, y verá que no me equivoco.

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